El embate contra la agricultura campesina e indígena en México arrecia. Hay datos para pensar que ese ataque comienza en el norte del país. Ahí convergen varios factores que tornan más vulnerable la agricultura de las comunidades campesinas: acá, los agricultores si mucho llegan a representar 15 por ciento de la población económicamente activa (PEA); la mayor producción y el mayor valor se genera en los distritos de riego, altamente tecnificados y en proceso de concentración en grandes empresarios agrícolas; hay un racismo subyacente que considera a indígenas y campesinos como lo atrasado, los acarreados, etcétera. La proximidad geográfica e ideológica con los agricultores estadunidenses genera una admiración acrítica por todos los desarrollos tecnológicos de allá y un ansia por adoptarlos, independientemente de nuestras circunstancias. Finalmente, las comunidades norteñas tienen menos agarraderas culturales y comunitarias que les ayuden a defender sus tradiciones, sus formas de organizarse, de producir, de celebrar.