El viejo “orden” agrícola aún patalea
Menos mal que los últimos gobiernos federales ya firmaron casi todos los tratados de libre comercio que nuestro país podía firmar. Porque como entregaron nuestra alimentación y nuestra agricultura, ahora serían capaces de entregar nuestras tierras y recursos naturales, como lo marca la tendencia de la agricultura dominante.
El caso de la Amazonia peruana es el más reciente. Las poblaciones indígenas de esa región condujeron una huelga general y pacífica durante casi dos meses en protesta por los decretos legislativos del gobierno de Alan García para cumplir con las condiciones exigidas por Estados Unidos para implementar el Tratado de Libre Comercio. Por estos decretos se entregan en concesión a compañías de petróleo, minería y agricultura comercial 44 de los 75 millones de hectáreas de la Amazonia, que son territorios de pueblos indios, sin consultarlos para nada. García respondió desatando la represión el 5 de junio, con un saldo de por lo menos 50 muertos y muchos desaparecidos. Quienes imponen el libre comercio no se conforman con el libre flujo de capitales y mercancías; ahora exigen el libre acceso a las tierras y recursos naturales estratégicos.
La crisis energética y la crisis alimentaria generan un nuevo proceso de apropiación de tierras a escala global: de pronto, países ricos en divisas, en industria o con gran expansión económica ven que las perspectivas de producir suficientes alimentos para su población o de tener fuentes alternas y renovables de energía son escasas y de corto plazo. Entonces buscan con todo hacerse de tierras, así sea en otros continentes, para cultivar granos básicos o biocombustibles, como la caña de azúcar o la palma africana. Una nueva oleada de la economía de plantaciones.
Las naciones del Golfo Pérsico, como Qatar y los Emiratos Árabes, han adquirido amplias extensiones de tierra arable en África, Asia, e incluso en el este de Europa. China también ha invertido en África. Arabia Saudita ha comprado cientos de miles de hectáreas en Sudán y Etiopía. Mayúsculo sinsentido: estos dos países son grandes receptores de ayuda alimentaria mundial y, sin embargo, venden sus tierras para exportar trigo a uno de los países más ricos del mundo. El gobierno de Corea del Sur, en lugar de apoyar a sus muy combativos campesinos, busca tierras ultramar para que sus compañías produzcan alimentos. Estuvo a punto de comprar prácticamente la mitad a la isla de Madagascar, si no fuera porque una fuerte movilización de la sociedad malgache impidió el trato.
Como señala Joao Pedro Stedile, dirigente del Movimiento de los Sin Tierra, esta tendencia mundial se debe a la avaricia del capital trasnacional, que ha decidido invernar adquiriendo tierras y recursos naturales durante la crisis económica financiera, para luego reconstituirse y lanzar un nuevo ciclo de acumulación, basado en el control de los alimentos y los biocombustibles.
La hambruna no cede, precisamente porque los alimentos y la naturaleza se utilizan como herramientas de especulación, palancas de acumulación. A pesar de que en 1992 la FAO se había propuesto reducir a la mitad el número de gente que padece hambre en el mundo, se incrementó en 160 millones de personas, hasta llegar a mil 20 millones, uno de cada seis humanos. Cien millones más se agregarán a consecuencia de la actual crisis económica. Nunca en la historia de la humanidad había habido tantas personas que padecen hambre como en este hipertecnologizado siglo XXI.
Estos datos han escandalizado en reuniones internacionales, han rasgado vestiduras y provocado posicionamientos. Predominan los partidarios del viejo orden en agricultura: los que insisten en que más tecnología, más libre mercado, más explotación intensiva de recursos naturales, menos fronteras y aranceles, menos subsidios, es lo que va a producir más alimentos para todos.
Por otro lado están los que piensan –pensamos– que el actual orden de la agricultura lo es sólo para unos cuantos y acarrea un espantoso desorden para las comunidades, el medio ambiente y la riqueza de las naciones. Los que proponen que se torne los ojos a los campesinos, a los indígenas, a las agriculturas familiares que ahora tanto defienden sus tierras, como resisten mejor que otros sectores a la crisis de la especulación financiera. Que se cambie la receta y en lugar de apoyar a las grandes empresas se forjen políticas que fortalezcan la capacidad productiva de estos pequeños productores, dotándolos de infraestructura, combinando las nuevas tecnologías con las ya probadas por ellos: recuperando sus saberes, preservando sus semillas.
Por ahora la correlación de fuerzas favorece a los defensores del orden agrícola devastador y excluyente. Los que pensamos en un nuevo orden agrícola como pilar para una nueva época para la comunidad de los seres vivos, tenemos que construir fuerza, tender puentes, actuar social y políticamente a pesar de lo adverso de la coyuntura.
PS. Y sin embargo, hay avances... Apenas este miércoles, la división de cambio climático del Deutsche Bank publica un estudio donde cuestiona precisamente el enfoque productivista, del caduco orden agrícola actual, por incrementar la escasez de agua y la emisión de gases de efecto invernadero. Al mismo tiempo afirma que debe contemplarse como alternativa la remergencia de granjas pequeñas, autosuficientes, orgánicas, diversificadas en sus cultivos, eficientes en el uso del agua y la energía, socialmente justas y autosustentables.
Fuente: La Jornada