En el patio de vecinos escuché una conversación de ventana a ventana en la que se preguntaban, “si a simple vista se pudieran ver los virus, ¿qué veríamos?” Un ejercicio interesante, pensé, y que quise descifrar. Mentalmente aumenté el tamaño del virus hasta que alcanzó los seis o siete centímetros de largo, que lo pudiera coger con la mano. Y entendí lo espantoso que sería ver millones de bichos volando unos junto a los otros, a modo de enjambres gigantescos que, estornudo a estornudo, avanzarían a gran velocidad. A esa proporción, serían unas nubes víricas de varios kilómetros cuadrados avanzando cien o doscientos kilómetros cada día. En mi cabeza había transformado la pandemia en una plaga de langostas.