Las Chelemeras: el grupo de amas de casa que salvó los manglares de la costa norte de Yucatán
En la costa norte de Yucatán, en el pueblo pesquero de Chelem, un grupo de mujeres —amas de casa, jóvenes y señoras de la tercera edad— trabajado en restaurar el flujo del agua entre los manglares. Se trata de un ecosistema vital que fue impactado por la construcción de carreteras, un puerto de abrigo y la deforestación.
Trabajar en la restauración de manglares no fue algo que ellas planearon. Al principio, se trató de una oportunidad de trabajo temporal que los hombres no quisieron tomar. Requería de mucho esfuerzo y la paga era poca, insuficiente para perder un día de pesca en el mar. Las mujeres de Chelem, comunidad pesquera en la costa norte de Yucatán, pensaron diferente. Aunque el trabajo era pesado, significaba la posibilidad de obtener un ingreso para sostener sus casas y sus hijos, así que se inscribieron en el proyecto.
Era 2010 y no tenían idea de que aquella iniciativa —liderada por el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional (Cinvestav)— las llevaría a restaurar un manglar devastado por la construcción de un puerto de abrigo a finales de la década de los sesenta. Desde entonces, son conocidas como Las Chelemeras, un grupo de mujeres que aprendieron a defender los manglares y que, catorce años después, continúan haciéndolo. El nombre del grupo representa al lugar que habitan, Chelem, que en lengua maya, esa palabra también significa ‘lugar de la urraca’, una especie de ave. Incluso, representa también a una especie de planta agavacea. Sin embargo, ser una Chelemera significa ser una mujer que realiza el oficio de la restauración que nació en esa comunidad.
Keila Vázquez recuerda ese sitio, conocido como la curva de Yucalpetén, como un espacio completamente árido. “Fue consecuencia de la draga de un puerto de abrigo que está cerca”, explica la coordinadora de Las Chelemeras. “Toda la grava del puerto fue depositada en ese sitio, se fue elevando el suelo, se concentró la salinidad y dejó de llegar el agua. Se hizo un estudio para conocer el daño que se le había hecho al manglar y así planear las acciones que se tenían que realizar”, narra.
Ahí es donde entraron ellas. Las 14 mujeres que integran el grupo —y que tienen edades entre los 30 y 85 años— aprendieron de ecología forense, es decir, a rastrear evidencias que indiquen las causas de muerte de la biodiversidad y la degradación del sitio, además de reconocer qué especies de manglares existían, sus necesidades y cómo sobreviven en el ecosistema, explica Vázquez.
“Aún siendo mujeres de costa, no sabíamos para qué sirven los manglares”, agrega. “Por ejemplo, son barreras anticiclónicas y es también donde se incuban las crías de los camarones que generan producción. Ahora entendemos todo lo que nos benefician”, afirma. Ha sido bonito, dice, porque entendieron que no solo se trataba de ponerle fuerza a excavar un canal o arrastrar lodo y sedimento, “sino de saber que cada acción que hacíamos iba beneficiando al medio ambiente, además de la misma costa en su economía y protección”, sostiene Vázquez.
El segundo proyecto de Las Chelemeras —el más ambicioso— llegó en 2015. En la localidad cercana de Progreso, comenzaron a restaurar un área de 110 hectáreas ubicadas dentro de la Reserva Estatal Ciénagas y Manglares de la Costa Norte de Yucatán, un humedal impactado por la construcción de un distribuidor vial.
“Es una carretera de seis vías, bastante amplia, que va de Mérida a Progreso y que interfirió el flujo hidrológico que existía en el manglar”, afirma Calina Zepeda, especialista en Riesgo Climático, Resiliencia y Restauración de The Nature Conservancy ( TNC), organización que acompaña y apoya financieramente el proyecto. “Eso causó la muerte de muchísimo mangle y también causó que se secara una gran parte del humedal, mientras que otra área se inundó”, describe la experta.
A la fecha, las Chelemeras han logrado restaurar más del 60 % de la topografía y el 90 % del flujo hídrico en esa zona impactada dentro de la reserva. A través de la colaboración con Cinvestav y TNC, su trabajo se ha centrado en la restauración hidrológica con la apertura de canales y la creación de tarquinas, modificaciones topográficas que funcionan como pequeñas islas en donde crecen las nuevas plantas de mangle.
“De los 14 años que tenemos, nos hemos dedicado aproximadamente diez a recuperar la hidrología de los lugares, haciendo canales”, explica Vázquez. “Cuando se recupera la hidrología y llega la corriente de agua, también llegan las semillas de mangle negro y ellas solitas se depositan en donde quieren. Eso es regeneración natural. Ahí nosotras no sembramos. Pero en los últimos dos años, hemos estado ayudando con la reforestación de mangle rojo”.
Salvar los manglares
La Reserva Estatal Ciénagas y Manglares de la Costa Norte de Yucatán es un importante corredor biológico compuesto por varios ecosistemas. De acuerdo con Sitios Ramsar, incluye manglares, pastos marinos y petén —islas de árboles rodeadas de marismas—, así como bosques de tierras bajas, sabanas y bosques bajos caducifolios. Sus humedales predominantes cuentan con tres especies de manglares: rojo (Rhizophora mangle), negro (Avicennia germinans) y blanco (Laguncularia racemosa).
Esta variedad de hábitats representa el hogar de una amplia diversidad de plantas y animales, algunos incluso amenazados a nivel mundial, como la sardinilla yucateca (Fundulus persimilis) y la anguila ciega yucateca (Ophisternon infernale), ambos catalogados como en peligro de extinción, así como el cangrejo herradura del Atlántico (Limulus polyphemus) y el plateadito de Progreso (Menidia colei), que son especies endémicas. Además, el sitio alberga una gran cantidad de aves acuáticas, incluido el flamenco americano (Phoenicopterus ruber) y la garza rojiza (Egretta rufescens).
En este biodiverso territorio es donde Las Chelemeras hacen su trabajo. Allí no solo construyen canales y remueven sedimentos para restablecer el flujo hídrico —manualmente, con instrumentos que ellas mismas han creado—, sino que también recrean la topografía del manglar al construir pequeñas islas hechas de postes de madera, malla sombra y sedimento. Esas son las tarquinas o centros de dispersión donde las mujeres hacen crecer las nuevas plantas. Conocen perfectamente el territorio, por eso participan en la toma de decisiones al momento de diseñar las acciones de restauración: ellas saben dónde sí y dónde no es ideal hacer modificaciones topográficas.
“Nosotras hacemos los canales y llevamos el sedimento para vaciarlo en las tarquinas”, dice Keila Vázquez. Las Chelemeras más jóvenes son quienes se encargan de esta tarea. Durante muchos años, ellas hicieron la cansada labor de cargar hombro a hombro los costales de sedimento de hasta 25 kilos. “Pero hace menos de dos años nos donaron unos barquitos para hacer más fácil el trabajo, les llamamos ‘chalanas’ y tenemos seis. Pero antes teníamos que llevar palas, llenar los costales, llevar madera… y todo lo cargábamos entre las compañeras”, dice la coordinadora del grupo.
Las tarquinas son cúmulos de tierra que se construyen en las zonas más inundadas y se rodean con malla o tela de invernadero, para que se retenga el sedimento y no se lave. Claudia Teutli, investigadora de la Escuela Nacional de Estudios Superiores de la Universidad Nacional Autónoma de México (ENES-UNAM), que junto a Jorge Herrera del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional (Cinvestav), han acompañado a Las Chelemeras desde sus inicios y han brindado asesoría técnica y científica para mejorar las capacidades y formalizar los conocimiento del grupo.
Teutli explica que el objetivo de las tarquinas “es ayudar a establecer las plántulas, porque son zonas que alcanzan hasta dos metros de inundación”. Con esta acción se contribuye a la recuperación de los servicios ecosistémicos del manglar, afirma.
Además, las mujeres crearon sus propias herramientas para realizar las acciones de restauración. Por ejemplo, el jamo —un palo con una red sujeta en uno de los extremos— es muy útil para desazolvar los canales. “Después de trabajar con pala y pico, extraen el sedimento con los jamos, con su red que realmente escurre el agua”, dice Teutli. Los construyeron porque las palas, además de ser costosas, se oxidaban demasiado rápido y no les servían más allá de una semana, por lo que luego había que deshacerse de ellas. “Estas otras herramientas pueden durar meses y han sido todo un éxito”, describió la especialista.
También elaboraron canastas hechas con materiales biodegradables para trasplantar las plántulas de mangle y evitar la contaminación por bolsas plásticas que usualmente se utilizan en los viveros. Allí es donde entra el trabajo de las mujeres mayores del grupo. Como artesanas, tejen cuidadosamente estas canastas con fibra de coco y hoja de palma, para después llenarlas de tierra e introducir los propágulos de mangle.
Sus jornadas de trabajo empiezan muy temprano en la mañana. Luego, al terminar, alrededor del mediodía, buscan a sus hijas e hijos en las escuelas, los llevan a casa y les preparan el almuerzo. También tienen otros empleos: con los jornales que reciben por su trabajo en los manglares, han invertido para poner tiendas o pequeños emprendimientos de comida. Las Chelemeras se organizan para cumplir con sus rutinas y dedicar el tiempo que está en sus manos a la restauración.
“Hay dos compañeras enfocadas en observar a las aves, otras dos en monitoreo, otras en supervisión del trabajo… y así vamos repartiendo las tareas entre todas”, explica Keila Vázquez. “Tratamos que todas las labores sean muy equitativas y parejas para todas, que ninguna salga enojada. Si llevamos 14 años juntas, que somos las mismas que empezamos, es por algo. Nos hemos acoplado y hemos sabido entendernos unas con otras”, afirma.
El orgullo de las mujeres
Keila Vazquez cuenta que, años atrás, había una parte del sitio que parecía un puente de lodo. No había nada más allí. Por los árboles de manglar que lograron sembrar y que ahora son tan frondosos, la zona ya no se ve. Eso les da orgullo. “Toda esa vegetación está por nuestro trabajo y por nuestro esfuerzo, por todo el cansancio que hemos pasado, eso nos dice que ha valido la pena”, dice.
Además de los manglares, en todo ese espacio, han presenciado el regreso de muchas especies que habían desaparecido. “Hay jaiba, muchos peces y lo que aquí en Yucatán conocemos como caracol chivita. Pero lo que nos sorprende últimamente es el camarón, y ver que hay aves”, agrega.
Esa es una de sus partes favoritas. “Tenemos una gran diversidad: vemos a la garza rojiza, que está amenazada de extinción, también la garza blanca, flamencos y pijuy”, enlista Vázquez. “La verdad, estar en ese lugar, me causa paz. Me causa tranquilidad, escuchar a las aves, ver cómo están en los árboles, junto a todos los demás animales. Hace que te olvides del mundo, del ruido y de todo”, afirma.
Y es que hay algo especial cuando se vive entre los manglares. Esos árboles se volvieron tal parte de sus vidas, que las mujeres fueron más allá de la motivación económica. Muchas veces se quedaron sin recursos para sostener el proyecto —de hecho, nunca han tenido apoyo gubernamental—, pero ni así soltaron los espacios que han mantenido vivos por más de una década.
“Pienso que es un instinto de las mujeres”, asegura la Chelemera. “Porque decimos que las plántulas que nosotras logramos que crecieran allí, son como nuestras hijas. Cuando vemos sus propágulos, decimos: son nuestros nietos. Nosotras hemos hecho de ese lugar, nuestro hogar".
Lo que más anhelan, dice, es que las nuevas generaciones —principalmente, las niñas y niños que son parte de sus familias— se involucren en las acciones de conservación. Para eso también han generado varias jornadas de voluntariado, en donde unos 500 estudiantes universitarios han asistido a los trabajos de restauración.
“No somos eternas”, concluye Vázquez. “Sabemos que necesitamos a las nuevas generaciones para seguir. A mi nieto de dos años le gustan las aves, ha hecho su propio semillerito de mangle. A ellos es a quienes hay que adentrar en este mundo”.
Fuente: Mongabay