Soja, contaminación y perspectivas
Si analizamos la situación de una de las principales producciones de la Argentina actual −la soja transgénica, dueña de los campos de buena parte de sus provincias− hay motivos para alegrarse.
No la alegría propia de los empresarios y panegiristas del modelo implantado por Menem, mejor dicho del modelo que el Ministerio de Agricultura de EE.UU. le “brindó” a Menem, basado en altos ingresos, deslumbrantes desarrollos tecnológicos y la estadística falaz de los PBI, sino alegría ante la pérdida progresiva de invisibilidad de esa realidad que ha conquistado a la Argentina. Porque cuando adviene el “nuevo tiempo”, a mediados de la década de los ’90, ese ingreso del poroto manchú genéticamente modificado a los “campos de la patria” lo hace a toda velocidad, con el carácter invasivo que proviene justamente de constituir una política implantada desde afuera, perteneciente a una estrategia geopolítica matrizada en otras latitudes. Para que una política así concebida tenga éxito, procurará cubrirse cuanto antes de todos los rasgos del “ser nacional” que legitimen su anclaje; por eso no es raro que entre sus promotores y difusores −los suplementos rurales de los principales diarios argentinos, por ejemplo− se aluda permanentemente a lo criollo, a lo tradicional, a lo telúrico. Aunque, como en la película de S. Kubrick en que al doctor Strangelove a dos por tres se le escapaba la personalidad oculta en el brazo fuera de control, entre las tiradas patrióticas la multitud de chacrers, feed-lots, agri-business, one-shot, challenger, gladiator, dejan entrever algo del origen del sistema implantado. Y sin embargo, aquella invisibilidad inicial, aquella naturalidad con que a partir de 1996 el suelo argentino se va cubriendo de soja RR, que dejaba a sus refractarios como gente fuera de lo normal (y por otra parte, escasísima), se ha ido deshilachando con el paso del tiempo. 2008, con el fuerte tironeo entre productores agrarios (sobre todo de soja) y gobierno, se convirtió así en el primer mojón del progresivo strip-tease que venimos registrando. Entonces, apareció mediáticamente la palabra clave, “sojización” que habíamos usado algunos durante tantos años al parecer inútilmente. Junto con el progresivo reconocimiento del significado de la soja GM y la sojización, fue apareciendo el papel de su gemelo siamés, el agrotóxico sin el cual la soja transgénica no tendría sus “efectos milagrosos”. Ese producto, patentado, obviamente por el mismo laboratorio que patentara la soja RR, está basado en un herbicida conocido de antes, el glifosato. Aunque es un error limitar la cuestión de la soja transgénica al grano y a dicho herbicida. Porque en la gama de biocidas, al lado de algunos organofosforados y organoclorados que con muy pocos miligramos pueden fulminar a un humano, por ejemplo, el glifosato sacó fama de benigno, o menos draconiano. Aunque dista de ser tan inocuo como lo presentara Monsanto, [1] la situación es más grave aún porque el glifosato nunca se “administra” solo. El Round Up tiene complementos y realzadores del glifosato que según muchos informes son más tóxicos que el mismo glifosato, como por el ejemplo el POEA, un surfactante que “prepara” a las plantas, las superficies de las hojas, para ser aniquiladas por la penetración del glifosato. Jorge Kaczewer, médico e investigador, señala la presencia de una serie de aditivos tóxicos rastreados en las distintas preparaciones de glifosato que se comercializan en Argentina, que exceden largamente la mera presencia de glifosato (N-fosfonometil glicina), incluso unido a su multiplicador, el POEA (Polioxietileno-amina). Kaczewer registra sulfato de amonio, benzisotiazolona, hidróxido de potasio, ácido pelargónico, y toda una ristra de compuestos químicos que dañan piel, mucosas, ojos… [2] Tan grave como la presencia de muchos más aditivos de los que se anuncian en “los paquetes tecnológicos” es que se ha acusado a Monsanto de que logró las aprobaciones legales de la soja GM mediante análisis de sólo el glifosato y no de toda la sopa química que realmente constituye el RoundUp. En ese mismo año 2008 del enfrentamiento sojeros-gobierno, aunque llamativamente el conflicto se centró en los pesos, surgieron otras facetas de la realidad, que van hacia aquella pérdida de la invisibilidad que protegiera en su momento el desembarco del agribusiness. Un equipo periodístico, p. ej., La Liga, entrevista a un fumigador dañado en su organismo, o a Eduardo de Angelis que se declara totalmente ignaro sobre si el glifosato es un veneno (¿o una golosina?), y se empieza a desvelar el verdadero significado de tanto éxito económico. No es gratis. Se empieza a discutir el ancho de las franjas territoriales que tendrían que proteger a centros poblados ante el pasaje, devastador, de las fumigaciones, tanto aéreas como terrestres. Las resoluciones municipales al respecto son vergonzosas. 300 metros, 700 metros. Por la dificultad para verificarlas en cada caso, por la existencia del viento, por la presencia de población dispersa y, sobre todo, porque si estamos hablando de fuertes agentes patógenos, que castigan todas las formas bióticas, −humanos, pero también gallinas, peces, renacuajos, calabacines, yuyos, lechuzas, gorgojos, guitarreros, abejas, mariposas− como admitir y hasta exaltar su difusión? Sectores cada vez mayores de población empiezan a intuir que esta catarata de éxitos materiales que tanto destaca a la Argentina actual se asienta en un envenenamiento generalizado de los campos. Cuando hablamos de “campos” estamos significando que la biodiversidad característica de los distintos paisajes del país está siendo aniquilada a un ritmo que nadie conoce. No se trata sólo de una merma de biodiversidad, en sí misma pavorosa. Sobre todo por lo irreversible. Se trata, además, del deterioro de salud que eso va significando para plantas, animales y humanos. El envenenamiento es parte constituyente del negocio en este caso agrario. No es sólo la fumigación; ése es “el mundo” que los laboratorios nos han brindado: han expendido, p. ej., alegremente durante catorce años un torrente continuo de bidones plásticos que se usan una única vez, use y tire. En el campo, eso ha provocado enorme cantidad de intoxicaciones por restos de venenos en recipientes que pasan a usarse para traslado de agua, por ejemplo. Al cabo de pocos años, la montaña de bidones empieza acumularse en cada predio. Literalmente. Ni el mal uso ni el uso concienzudo de algunos recipientes para agua, para diésel, para cualquier uso “casero”, puede absorber la llegada sin pausa de nuevos bidones. Llega un momento en que muchos productores incendian los bidones de plástico para hacerlos “desaparecer”. La contaminación entonces producida es peor si cabe que la llevada adelante con sus contenidos. Porque el plástico quemado genera dioxinas, entre los venenos más poderosos que se conocen. El envenenamiento como se ve, es multiforme, y abarca todo el hábitat, el aire, las aves, nuestros pulmones… Y el “ciclo”, como se ve, tiene cierta semejanza con otros ciclos habidos, políticos, de algún modo hay que llamarlos. En la última semana de este mismo mes de agosto de 2010 se está por reunir el primer encuentro de médicos que trabajan en medio de poblaciones fumigadas. [3] Como decía un viejo refrán castizo, se va haciendo difícil tapar el cielo con un harnero. Y nuestra realidad ambiental con su maldita floración de fuentes de daño y veneno es cada vez menos disimulable y cada vez más visible. Un médico que asumió ante sí mismo la condición de epidemiólogo, trazó un itinerario de investigación sugerente: recorrió los hospitales entrerrianos, una de las provincias más sojizadas de Argentina, para investigar sus historias clínicas de 1996 y de 2006: antes del asentamiento de la soja transgénica y, obviamente, diez años después. [4] Pudo así verificar, duplicaciones, quintuplicaciones y hasta decuplicaciones de casos de enfermedades que no pueden ser explicadas por ningún otro factor, como aumento poblacional, por ejemplo. Trastornos endócrinos, neurológicos, dermatitis, enfermedades del tracto respiratorio, gripes y neumonías incluidas, diarreas. Verificó aspectos decepcionantes pero no inesperados: una llamativa falencia de las historias clínicas. No encontró registro alguno, completo, comparable, secuencial de cánceres y sus distintos perfiles. Quienes fallecieron a causa de un cáncer han sido sistemáticamente registrados como muertos por paro cardiorrespiratorio. Una falsedad manifiesta [5] puesto que el paro cardiorrespiratorio no es la causa de muerte alguna sino su consecuencia más inmediata. Está claro que la agricultura argentina modernizada es veneno-dependiente. No puede prosperar sin envenenar en derredor. Y lo hace con efectos atroces sobre microfauna y flora, pero también sobre seres vivos mayores, nosotros incluidos. La sociedad argentina no ha sido del todo indiferente a esta agresión tan basal. Antes de 2008, a veces bastante antes, se denunció como la fumigación aérea arruinó salud y trabajo en Colonia Loma Sené, en Formosa, con decenas de familias agricultoras afectadas y como “las autoridades” locales negaron responsabilidad a la contaminación y les endilgaron culpa a los pobladores afectados por ejemplo con irritaciones cutáneas, acusándolos de mugrientos. Se denunció asimismo los estragos de la fumigación aérea en Barrio Ituzaingo en la periferia de la capital cordobesa, donde “el avance de la frontera agrícola”, tan aplaudido en los suplementos rurales capitalinos, la llevó hasta los mismos lindes de esas modestas casas, que debieron soportar una y otra vez el bombardeo de veneno desde las avionetas fumigadoras. Una red de vecinos en resistencia pudo comprobar los daños y dar lugar a procedimientos judiciales de contención y refrenamiento del avasallador entusiasmo sojero. El periodista Carlos del Frade denunció el trabajo infame que los emporios sojeros ofrecían a jovencitos rurales, como banderilleros para “guiar” a los aviones en sus riegos tóxicos, mostrando con sus cuerpos y banderas los límites de la aspersión. En recuadro aparte reproducimos la carta abierta de una ingeniera agrónoma, que nos parece ilustrativa de lo que está pasando en el país. De lo que estaba pasando desde hace rato, aunque esta carta es reciente, pero que hasta hace un tiempo, parecía una realidad limitada a ser percibida por una increíblemente escasa cantidad de pares de ojos y oídos. Una investigación que vio la luz en 2009, desde un investigador del mismísimo CONICET, organismo que en cuanto a investigaciones de laboratorio hasta ahora había cumplido estrictamente el papel de los tres monos sabios, ha agitado aun más las aguas. [6] Su investigación revelaba una fuerte toxicidad del glifosato y el ministro de Ciencia y Tecnología del gobierno, Lino Barañao, un ferviente partidario de los “avances” tecnológicos”, se apresuró a condenar semejante encare. Pese a condenas oficiales o al optimismo inveterado de los círculos sojeros y sojísticos, el piso se está moviendo. Una carta abierta reciente de Mempo Giardinelli a Gustavo Grobocopatel pasa revista a un preocupante deterioro ambiental cada vez más generalizado en el Chaco. Y la contestación del principal sojero argentino no hace sino confirmar su acuerdo con el proceso de exclusión, con el de concentración económica y, con inteligencia, sugiere contramedidas, pero obviamente dejando en pie toda la arquitectura de la “nueva agricultura argentina”. Y ha terciado Enrique Martínez, director nacional de INTI, cuestionando los deslindes de Grobocopatel y reafirmando la existencia de un proceso de concentración territorial que Martínez a su vez rechaza basándose en el modelo de unidades de explotación agrícola de EE.UU. Y la cuestión va ingresando en el circuito mediático y hasta Radio Continental, alimentada desde hace ya mucho por toda el aparato publicitario de la soja, el agronegocio, los laboratorios productores de biocidas (ampliados en los últimos años como semillerías aspirando a monopolizar ese renglón [7]) ha dado lugar a que uno de sus periodistas estrella organizara una mesa de discusión entre partidarios y críticos del modelo de la soja. [8] Se va haciendo difícil seguir ignorando la intoxicación generalizada, el lento ecocidio a que ha sido sometido el país en tantos de sus territorios. Si la alegación de ignorancia de de Ángelis en 2008 resonó ridícula e insostenible, logrando apenas hacer un hazmerreír de sí mismo, en 2010 invocar esa falsa “inocencia” resultaría ya impensable, imposible. Pero este cuadro de situación estaría sesgado si no advertimos que el modelo del agribusiness sigue avanzando y a la ofensiva. Por empezar, en términos crudamente materiales; Argentina acaba de sobrepasar la producción anual de 100 millones de toneladas y ya “vamos por más”. Así como hace unos años ésta era una meta casi inalcanzable que en todo caso, los más visionarios veían como el non plus ultra, ahora ya surgen los entusiastas que se plantean alcanzar los 150 millones de toneladas. Esto tiene, por otra parte, una lógica inapelable. [9] Otra llamativa expresión de esta ofensiva, jugada desde una trinchera lateral o de apoyo a AAPRESID, ASA y a los protagonistas del complejo tecnocientífico aplicado al campo argentino, es el nuevo emprendimiento promovido desde la UATRE y su obra social, OSPRERA, contando con la persona, el líder, Gerónimo Venegas, presidente a la vez y sin alternancia del sindicato y de la obra social, al frente del operativo. Bajo la consigna “Desnutrición cero” han tirado el globo de ensayo en un lugar no del todo marginal pero de ninguna manera protagónico, Necochea en Buenos Aires, para tener las dos vías a mano: la de mutis por el foro o la de entrada triunfal en “la mesa de los argentinos”. Se trata de distribuir harina integral precocida de soja y tabletas de Soja Dorada”. Estas últimas son presentadas como “golosina”. Y uno se pregunta: ¿esta gente no ha leído las resoluciones y acuerdos del “Foro para un Plan Nacional de Alimentación y Nutrición del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales”, que en 2002 bajo la presidencia de E. Duhalde y con el auspicio de su consorte Chiche de Duhalde procuró cubrir la operación “Soja Solidaria” y acabó desautorizando el uso generalizado de la soja? Duhalde había aceptado el plan de los sojeros para atajar las peores manifestaciones de desestructuración económica y privaciones materiales que castigaron entonces con fuerza a los sectores con menores recursos. Pretendieron la filantropía de las “vacas mecánicas” encarada por rotarios, Charitas y otras almas sojeras de las bellas. Pero el encuentro de pediatras y nutricionistas condenó sin ambages el remiendo alimentario como alimento básico para niños y particularmente para menores de dos años. La soja no sólo tiene ingredientes indigestos sino que carece de calcio y esto último es lo que no la hace aconsejable para cuerpecitos jóvenes muy necesitados de calcio para “hacerse grandes”. En todo caso, la soja puede integrarse en la dieta humana general e infantil en particu-lar con el estilo que han explicitado dietistas estadounidenses importados directamente para homologar entonces los planes de sojización alimentaria y que, los desmintieron tácitamente mientras acordaban con la cabeza y explicaban que la soja debía ser un renglón más en decenas de renglones diversos de lácteos, frutas, cereales, aceites, huevos, pescados, carnes… La jugada de OSPRERA procura precisamente obviar la enzima poco digerible y anuncian que la soja que ahora van a entregar tendrá destruido (por calor controlado) “el factor antitripsina del poroto crudo”. Leer sus fundamentos, porque de algún modo hay que llamar lo que presentan, no sabemos si constituye una pieza mayor de la miseria nutricional que avanza en el país de la soja o si por el contrario apenas pretende presentar la panacea: “Dadas las condiciones de escasa nutrición en vastas zonas del país” nos revela en sus primeros párrafos; “Combatir la falta de nutrientes esenciales en la niñez” nos dice en otro párrafo; “solucionar, al menos parcialmente, el flagelo de la desnutrición”, palabras de Venegas. “El porcentaje de personas que viven con menos de un dólar al dìa ha aumentado considerablemente mientras que las condiciones de vida se han deteriorado para las personas que habitan las barriadas marginales.” A esta altura, es fácil advertir la jugada política de Venegas, aliado con los sojeros y enfrentado con lo K. Su alianza en la cúpula cegetista con Moyano, escapa al marco de esta nota. En el país de los grandes éxitos económicos, el namberuán de un sindicato vinculado con lo rural nos avisa que los pobres se están empobreciendo. Como ya es un lugar común saber que los ricos están enriqueciéndose, tenemos un cuadro de situación inmejorable. [10] OSPRERA dice que las proteínas que tiene la soja también la tienen otros alimentos, pero, aclara, “esos otros alimentos son los más caros”. Curiosa observación para provenir de un sindicato, aunque sería totalmente lógica desde una patronal. Luego de brindarnos semejantes datos, nos quiere prestidigitar la realidad y Venegas Mandrake nos aclara: “Este programa es algo que no cambia la cultura de la alimentación.” Como si la población argentina pudiera seguir comiendo lo que comía tradicionalmente. Caricaturas ficcionales para un país modernizado al galope tendido. Otra vez debería quedar en manos de la sociedad enfrentar estas “movidas” que insisten en el país experimento donde todos somos “invitados” a ser conejos de indias de una ingestión masiva de soja. Además de la alegría que señalábamos al principio por la pérdida progresiva de invisibilidad de lo que cayó en el país como una invasión tecno-ideo-geopolítica, podríamos también festejar el sainete que ya vemos en varios puntos del horizonte, si no fuera tan trágico como efectivamente es: nos referimos al apresuramiento con que los más conspicuos representantes del agribusiness, de la concentración económica y su modalidad internacional −que con acierto llama L. Boff globocolonización−, los hasta hoy partidarios acérrimos de las “economías de escala”, de la contrarreforma agraria militante, de las políticas de exclusión mediante la separación sistemática de capas sociales entre winners y loosers, los entusiastas de la filantropía con que calmar sus almas más sensibles frente al despojo material que convierte en despojos a tantos humanos, toda esa corte, o más bien cohorte, de los milagros económicos está empezando a descubrir que el planeta no está del todo bien con tanto desarrollo, que los mares están exhaustos con tamaño progreso técnico en pesquería, que los campos, como las aguas, el aire, rebosan de elementos cancerígenos y mutágenos que están trastornando toda la biosfera, sin excepción. Y que, nosotros, “dueños del universo”, hasta nosotros, ¡quién iba a decir!, estamos incluidos. Toda esa pléyade de concientizados de último momento es bienvenida. Con una sola condición: que no quieran hacernos creer que son los que descubrieron la pólvora. La pólvora ya está descubierta, para todos. Y sobre todo, que si han cooperado alegremente en el festín del derroche, que no nos lleguen a decir ahora que lo han enfrentado siempre. Anexo Mi expulsión de Lobería gracias a los agrotóxicos María José Cés Ingeniera en Producción Agropecuaria San Pedro, 12 agosto 2010. A través de este relato quiero poner en público conocimiento lo que está pasando en los hogares de muchas familias del interior cerca de campos donde se aplican agrotóxicos. Vivíamos con mi marido y con mis hijas en una quinta de 2 ha en Lobería, a 4 kilómetros del centro geográfico del pueblo (5 minutos por asfalto). La casa estaba ubicada en una esquina alta del predio, a 10 metros de uno de sus alambrados perimetrales y a 5 metros del otro alambrado, donde daba la ventana de la habitación de mis hijas. Todo lo que rodeaba mi propiedad era un campo agrícola de soja/trigo (la dupla que se hizo los tres años y medio que estuve allí). Una mañana un ruido que no conocía me hizo temblar de miedo en la cocina y una sombra tapó temporalmente la luz que entraba por la ventana. Al asomarme vi con asombro como sobre el borde del alambre más cercano bajaba una avioneta y despedía una nube. Corrí a cerrar ventanas y puertas tratando de que el olor insoportable e irritante no llegara al interior de mi casa y a mi hijita de 3 años que, asustada, me miraba ir y venir. Estuve averiguando si podía reclamar que se cumpliera con los límites de fumigación pero la respuesta de profesionales y amigos fue: “no te van a dar bola”. Otro día me sorprende otro ruido que con el tiempo se haría muy familiar: el motor de una “mosquito” que justo daba la vuelta sobre el alambrado y seguía a lo largo del otro. Salí corriendo a descolgar las sábanas y toallas pero no fue suficiente, tuve que volver a lavarlas por el olor penetrante a producto tóxico que tenían (igual al del Bicherón que conocía como insecticida de amplio espectro y altamente peligroso al contacto con la piel). Nuestra fuente de agua era un molino ubicado al lado de mi casa entre los dos alambrados. Cuando llovía luego de una aplicación, no podíamos usar el agua por el “olor fuerte” que tenía. La peor experiencia ocurrió en este último verano cuando disfrutábamos de un asado afuera con visitas del Sur. Éramos 6 adultos y tres nenas de 5, 3 y 1 año. Era un día con viento por lo que supusimos que no tendríamos “problema” para disfrutar de mi casa y su entorno. Pero en mitad del almuerzo una mosquito vino a toda velocidad a aplicar sus venenos sobre el alambre a pocos metros de donde comíamos. La reacción fue entrar a las nenas, la mesa, la comida. Uno de mis invitados salió a gritarle al aplicador: “-… ¡¿Qué hacés, no ves que estamos comiendo?!...” y el aplicador le respondió que el patrón lo había mandado. Yo agregué: ”… Pero con este viento pierden plata, se vuela todo…” Y respondió “…Yo no sé, me mandaron. Ahora, empiezo más lejos y luego sigo por acá…”. Cuando entramos a casa mi amigo se quebró y me dijo: “vos no podes vivir así”. Hasta encontré un bidón de glifosato al costado de mi lumbricario, con lo cual supuse que no sólo no importaba si vivía alguien allí sino que además era un buen lugar para tirar “sus desechos”. En charlas con un veterinario de muchos años allí (docente de la escuela agrotécnica y muy respetado por la comunidad), me decía que le llamaba mucho la atención el aumento de cáncer en bovinos detectados por él en los últimos años; todos relacionados con campos donde se usaba glifosato. En ese momento decidimos con mi marido sacar a nuestras hijas de allí, y olvidarnos de que crezcan en la ruralidad, de hacerlas amantes de los pájaros que llenaban nuestros árboles; y olvidar también los proyectos productivos propios. Pudimos en pocos meses mudarnos a una ciudad, encontrar trabajo y escuela, y poner en venta la casa. Pero así como nosotros tenemos la suerte de poder hacerlo, hay miles que no tienen alternativas y deben quedarse y exponerse al desprecio por sus vidas, de la de sus hijos y de sus hogares, además de la contaminación y de las enfermedades consecuentes. Por eso y porque no quiero que mis hijas sean víctimas de un sistema productivo voraz en el que vale todo a cualquier precio, quiero que se conozca esto y que entre todos busquemos alternativas que beneficien y protejan a todos los miembros de nuestra sociedad.
Luis E. Sabini FernándezDocente de la Cátedra Libre de Derechos Humanos, Facultad de Filosofìa y Letras de la Universidad de Buenos Aires, periodista y editor de la Revista futuros,
Fuente: ALAI