Remiendos que no alcanzan
Hace unos días el Senado dio visto bueno al dictamen de la Ley Federal para el Fomento y la Protección del Maíz Nativo. En lo sustancial, el proyecto reconoce la importancia del maíz en la dieta, la economía y las relaciones bioculturales de los mexicanos. En contraste con las políticas que abandonaron el campo y que favorecieron un modelo agrícola desigual e incompatible con la salubridad ambiental, se propone deshacer el daño ocasionado a la herencia cultural y soberanía alimentaria, fomentando el desarrollo sustentable del maíz nativo, su productividad, competitividad y biodiversidad.
Si bien el objetivo puede ser importante y loable, la forma en la que se formula la estrategia para materializarlo es confusa en varios apartados y cuestionable en otros. Las comisiones dictaminadoras delimitaron el objeto de la ley y realizaron modificaciones para evitar duplicidad con leyes como la Federal de Producción, Certificación y Comercio de Semillas (LFPCCS), la de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados (LBOGMs) y la de Desarrollo Rural Sustentable (LDRS). Así, se acotó la influencia de la ley en el campo regulado.
El proyecto originalmente declaraba el maíz nativo como Patrimonio Alimentario Nacional, con una definición demasiado amplia, e incluía la noción de Patrimonio Originario que aludía a líneas genéticas originales, elemento susceptible de llevar las discusiones sobre uso de semillas a la esfera tecnocientífica. En el dictamen se modificaron estas referencias y se prefirió hablar del maíz nativo y en diversificación constante como manifestación cultural o como garantía del derecho humano a la alimentación.
El proyecto considera la creación de un Consejo Nacional del Maíz como órgano de consulta para la coordinación, planeación, formulación, ejecución y evaluación de la política, cuya estructura involucra la participación ciudadana, con voz y voto, para emitir meras opiniones al Poder Ejecutivo federal. Las comisiones delimitaron sus competencias para que opere específicamente como un órgano consultivo.
El proyecto también contempla un Programa Nacional de Semillas de Maíz Nativo, que podría acartonar la práctica campesina de seleccionar, mejorar e intercambiar las semillas. Las dictaminadoras consideraron que la mejor manera de conservarlas es mediante la preservación de las formas tradicionales de producción, escenario en el que se desarrolla la diversidad genética, no obstante, mantuvieron la idea de los bancos de semillas.
Varias de las modificaciones realizadas mejoran el texto original, sin embargo, la propuesta sigue un tanto alejada de la realidad social mexicana. El maíz nativo como manifestación cultural, en términos de la Ley de Cultura y Derechos Culturales o como derecho humano, ciertamente amplía las posibilidades de reivindicación de derechos en los escenarios político y judicial; la conservación de las formas tradicionales de producción, como la milpa, tendría que traducirse en políticas de protección a los pequeños productores; la mención no solamente a los Organismos Genéticamente Modificados (OGM) sino a cualquier técnica de mejoramiento genético es fundamental para contener sus impactos en un contexto de rápido avance tecnológico y de rezago normativo; finalmente, la inclusión de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) amplía la perspectiva del problema, transitando de lo agrícola a lo ambiental.
Pero los remiendos introducidos no alcanzan a solventar problemas estructurales del ordenamiento. Clasificar al maíz nativo como semilla básica, en términos de la LFPCCS, sintoniza el lenguaje con las temibles normas sobre obtentores; se requerirá de enormes, tal vez titánicos, esfuerzos de cabildeo para que la voz de la sociedad civil, en y por medio del Consejo Nacional del Maíz, influencie efectivamente las políticas en dicho ámbito; y el mapeo de áreas geográficas de producción tradicional de maíz nativo fracciona una política que debería ser nacional.
Todo México es centro de origen y de diversificación del maíz y otras muchas especies. Pierde su diversidad biológica y biocultural a un ritmo acelerado y esta iniciativa, bajo el acecho del Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV 91), puede convertirse en un ejemplo más de leyes que, bajo la idea de proteger las semillas, terminan por clasificarlas y entregarlas a un sistema de mercado que las condiciona, limita y hasta llega a prohibirlas.
Pero además, con esta ley resuena una cuestión ampliamente debatida en México: los límites de la potestad de regulación del Estado ante escenarios de autonomía personal y comunitaria. A veces la mejor forma que tiene un Estado para proteger es fomentar la autonomía y establecer salvaguardias para que esa autonomía, que funciona y es sustentable, no tenga obstáculos. Y por el contrario, muchas veces la regulación, incluso la bien intencionada, es la antesala del despojo y el desempoderamiento social. Sin las comunidades agrarias e indígenas como punto de partida, la ley puede enmarcar una política de simulaciones más que de protección efectiva del territorio.
Fuente: La Jornada