Producción agroecológica, orgánica o convencional: diferencias y similitudes en el campo argentino
Los tres conceptos nombran formas diferentes de cultivar y de criar animales, de pensar la naturaleza, el sistema productivo y el consumo. El convencional está atado al paquete de agroquímicos. El orgánico preserva la seguridad alimentaria, pero en la Argentina representa altos costos de producción y su principal destino es la exportación. La agroecología aparece como un modo integral de producir, de relacionarse y de generar conocimiento para la soberanía alimentaria.
¿Cuál es la diferencia entre una mermelada orgánica y otra producida de manera convencional? ¿Cómo se crían animales de manera agroecológica? Las tres maneras de producir tienen su historia, sus características y expresan modos diversos de pensar el sistema agroalimentario, de vincularse con la naturaleza y de relacionarse con los consumidores.
En el diccionario la palabra “convencional” tiene diferentes acepciones: puede referir a un “convenio o pacto” o a aquello que se establece “en virtud de precedentes o de costumbre”. En el campo, alude inequívocamente a la forma de producir que se volvió costumbre a partir de la llamada “revolución verde”. La idea de pacto o convenio podría quedar un poco en suspenso, si pensamos en cómo el agronegocio se desplegó en el ámbito productivo: enriqueciendo a unos pocos concentradores de tierras y recursos y expulsando a miles de familias campesinas e indígenas, que por años vivieron en esos suelos, los cultivaron y los alimentaron.
“Revolución verde” es la denominación con la que se conoce al proceso de incremento de la productividad agropecuaria a través de prácticas como la modificación genética de semillas, el uso de fertilizantes, plaguicidas y del riego por irrigación. Comenzó en la década de 1960 en Estados Unidos y se dispersó luego a todo el mundo. En la Argentina impactó con la expansión de la frontera agrícola, la desarticulación de las economías locales, la expulsión de familias campesinas de sus tierras, el deterioro en la calidad de los alimentos y cientos de pueblos fumigados en todo el país.
La forma convencional se distingue porque en ella se recurre sistemáticamente a transgénicos y a fertilizantes sintéticos, aunque los dos recursos no siempre convivan. “Por ejemplo, no hay eventos transgénicos para cultivos hortícolas aprobados en Argentina, sin embargo en ese caso se recurre al uso de agrotóxicos y fertilizantes sintéticos”, explica Marcos Filardi, desde la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la Universidad Nacional de Buenos Aires.
En cambio, las semillas genéticamente modificadas se utilizan para la producción a gran escala de soja, maíz y algodón. “De los 62 eventos transgénicos que tenemos en el país, 58 de ellos han sido diseñados para tolerar la aplicación de agrotóxicos”, señala Filardi. Este dato da cuenta de cómo el agronegocio se retroalimenta: la persona que cultiva de manera «convencional» queda atada al llamado paquete tecnológico, donde continuamente hay que adquirir nuevos insumos para superar los alcances o revertir los efectos de otro producto anterior.
Producción orgánica: una práctica regulada para el mercado externo
A fines de la década de los 90, en el contexto de expansión del monocultivo de soja, el Congreso de la Nación sancionó una ley para regular la producción orgánica, en contraposición a la convencional. De esta manera surgió la Ley 25.127, que define como orgánico a “los sistemas de recolección, captura y caza, sustentables en el tiempo y que mediante el manejo racional de los recursos naturales y evitando el uso de los productos de síntesis química y otros de efecto tóxico real o potencial para la salud humana”.
Asimismo, la ley establece que toda producción orgánica debe brindar “productos sanos”, mantener o incrementar la fertilidad de los suelos y la diversidad biológica, conservar los recursos hídricos y presentar o intensificar los ciclos biológicos del suelo para suministrar los nutrientes destinados a la vida vegetal y animal, “proporcionando a los sistemas naturales, cultivos vegetales y al ganado condiciones tales que les permitan expresar las características básicas de su comportamiento innato, cubriendo las necesidades fisiológicas y ecológicas”.
En síntesis, la producción orgánica implica la no utilización de sustancias que están proscriptas por un protocolo o por la legislación vigente. Producir en forma orgánica es, entonces, producir de acuerdo a un determinado reglamento. Se trata de una definición normativa, atravesada por la existencia de una regulación marco y a su vez por controles periódicos que certifican que efectivamente que un cultivo, por ejemplo, sigue las prescripciones contenidas en la ley.
“En nuestro país, la certificación está a cargo del Senasa pero este delega la tarea en cuatro empresas certificadoras, que cobran por la certificación de esos productos orgánicos”, comenta Filardi. Las auditorías certificadoras son semestrales y las empresas habilitadas para hacerlo son Argencert, Food Safety, Letis S.A. y OIA (Organización Internacional Agropecuaria).
“El mecanismo de evaluación y de certificación favorece el monocultivo, porque un productor que hace diez hortalizas distintas tendría que pagar diez certificaciones distintas”, dice Graciela Francavilla, ingeniera agrónoma, docente de la Universidad Nacional de Córdoba y asesora en el área de Formación, Educación y Extensión de la Dirección Nacional de Agroecología. “Eso nos da una pauta de inaccesibilidad para quienes hacen producciones diversas. Ese costo de certificación luego se traslada al producto”, indica la entrevistada.
Otro rasgo propio de la forma orgánica de producir es que los insumos “permitidos” también se compran y venden en el mercado; a diferencia de la agroecología que plantea el uso de lo que el mismo terreno ofrece. “La producción orgánica está más relacionada a la seguridad alimentaria que a la soberanía alimentaria. Es un producto seguro en los términos de que no tiene agroquímicos y pueden acceder a él quienes tienen el dinero para pagarlo”, dice Francavilla.
América Latina cuenta con ocho millones de hectáreas para la producción orgánica, un 13 por ciento de los 69,8 millones de hectáreas que se utilizan en el mundo. De esos ocho millones, 3,6 millones son tierras argentinas. La mayor parte de estos territorios se concentran en Santa Cruz, Chubut y Tierra del Fuego (88 por ciento); le siguen Buenos Aires (38 por ciento), Salta (11 por ciento), Córdoba (9 por ciento), Entre Ríos (8 por ciento) y Jujuy (7 por ciento). En cuanto a número de productores, el Ministerio Agricultura contabiliza 1366 operadores.
La exportación es el principal destino de los productos orgánicos de origen vegetal producidos en el país. Durante 2018 el volumen exportado llegó a las 164.766 toneladas. Estados Unidos es el principal destino de esas exportaciones, seguido por la Unión Europea. En el mismo año el volumen exportado de productos de origen animal alcanzó las 1101 toneladas. En ese caso, el 93 por ciento se vendió a la Unión Europea. También en ese año el consumo interno de productos orgánicos certificados fue de menos del uno por ciento.
“Hoy esa cifra está en un tres por ciento, seguimos trabajando para que haya más productos en el mercado interno, apostando a la accesibilidad de la mayor cantidad de gente”, dice Ricardo Parra, productor apícola y presidente del Movimiento Argentino para la Producción Orgánica (MAPO). Parra valora al sector orgánico por elaborar productos “confiables, con datos, con fiscalización, con ley y con un plan estratégico. Es un área muy potente y de mucho crecimiento en estos años”.
“Los productores orgánicos somos pequeños productores, economías regionales y Pymes”, cuenta Parra. “Creo que hay un error impuesto del productor orgánico como productor grande. Nada de eso es así: la gran mayoría son Pymes y pequeños productores del interior”, comparte. Entre las necesidades del sector, enumera problemas con los insumos, con las semillas, con dar valor agregado.
“Dar valor agregado sin colorantes, sin productos sintéticos requiere de un gran trabajo y de personal especializado. El problema que tenemos es que no recibimos ningún tipo de fondos por una creencia de que el productor está bien y no necesita. Y la realidad es que no todo el mundo exporta, muchas veces está el mercado interno como prioritario, por elección y muchas veces por necesidad”, dice el presidente de MAPO.
Los productos orgánicos suelen ofrecerse a un precio mayor, en parte porque allí se trasladan los costos de certificación. Sin embargo, Parra apunta a toda la cadena en la formación de precios, inclusive a la especulación de quienes entienden que son alimentos “de moda”. “A nosotros cada seis meses nos fiscaliza el Senasa, así que además de decir que hacemos las cosas bien, lo tenemos que demostrar. Nos auditan para que eso suceda y encima nos piden que expliquemos por qué es más caro. Me parece un poco injusto pero sabemos que es el juego y hay que jugarlo”, cuestiona.
“Habría que buscar maneras de que el consumidor pueda acceder de manera más sencilla y más al alcance del bolsillo: no es por culpa del elaborador que esto sucede”, sostiene. “Como productor me encantaría que todo el mundo pueda acceder a lo que producimos”, expresa.
Parra produce miel orgánica en un establecimiento llamado La Esquina. “Ser productor orgánico es una cuestión de amor, emocional. Soy de General Las Heras, un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires y realmente pensar en agredir el lugar donde vivimos, que somos muy poquitos, no se nos pasa por la cabeza. Teníamos claro que queríamos elaborar cuidándonos nosotros, al ambiente y al consumidor. Estamos tratando de disfrutar en un contexto difícil porque no dejamos de ser una economía regional, de pequeños productores y con un compromiso total con lo que hacemos”, relata.
“La agroecología es un tema filosófico, creo que estamos en la misma vereda. Pero falta una definición de qué es agroecología, a partir de leyes, de reglamentaciones, de un montón de aspectos que lo orgánico lo está trabajando”, considera Parra. “La agroecología se podría basar en la ley orgánica, que es reconocida a nivel mundial y como toda ley es perfectible pero ahí está. Lo importante es que haya una ley que marque qué es lo que se puede hacer y lo que no. Creo que el consumidor merece tener las reglas claras y a partir de la información clara, elegir”, completa.
Agroecología: un proyecto filosófico, político y productivo
“La agroecología es el camino para llegar a la soberanía alimentaria porque promueve el cuidado de los suelos, el mejoramiento de la calidad de los alimentos, la producción de cercanía y el precio justo. La soberanía alimentaria tiene que ver con que cada pueblo pueda elegir qué comer, cuándo producirlo y para quién. En la medida que tenemos suelos sanos, autónomos, biodiversos, que nos dan alimentos diversos y de cercanía, que prescindimos de insumos externos, entonces se va reduciendo la dependencia de actores externos para garantizar nuestra alimentación”, explicita Francavilla.
La docente explica que se puede caracterizar a la agroecología de tres maneras: como una práctica productiva, como un movimiento social y como una ciencia, una forma particular de elaborar el conocimiento. “La agroecología en tanto práctica productiva no solo involucra prescindir del uso de agroquímicos para la producción, sino también poner en juego una mirada de la complejidad del sistema de producción que permita poner en valor sus componentes”, sostiene. “Ya no se piensa la siembra como un solo cultivo sino como un conjunto de cultivos. La salud del cultivo se piensa a partir de la salud del suelo y un suelo sano es un suelo que tiene mucha vida”, ejemplifica.
En tanto movimiento social la agroecología expresa la necesidad de alimentos en cuyos procesos productivos, de transporte y de comercialización no haya explotación de ningún tipo: no solo del ambiente sino de las personas. «Apunta al respeto de los derechos laborales, al intercambio justo entre productores y consumidores. Es un ámbito que interpela al sector de la decisión de la política pública”, dice Francavilla.
La agroecología también refiere a cómo se produce el conocimiento que requiere la práctica. “Ese conocimiento se construye a partir del diálogo de saberes: ahí es donde se promueven las relaciones sociales justas, porque no se considera que hay personas que saben y otras que no, sino que todas sabemos distintas cosas y lo importante es establecer procesos de aprendizaje donde se ponga en juego todo eso”, describe la asesora del área de formación de la Dirección Nacional de Agroecología.
“Ese diálogo de saberes invita a participar a todas las personas y ahí se va a construyendo una mayor justicia en relación al enfoque de género, porque la mujer también es invitada a la reflexión y a la toma de decisiones”, señala la especialista. “En el ámbito rural la mujer está atravesada por un montón de cuestiones vinculadas a la problemática de género, entre ellas el hecho de que no participa de los momentos donde se toman las decisiones productivas. Trabaja en el campo pero su trabajo es invisibilizado como ‘una ayuda’: ‘ella ayuda con las cabras’; ‘ella ayuda con la huerta’», describe la ingeniera agrónoma.
Mientras que el trabajo de las mujeres es desvalorizado, las tecnologías de la producción convencional —frente a la cual se planta la agroecología— también son patriarcales: los recursos son pensados por el varón y para ser usados por un varón. “Ahí también hay un proceso de repensar la tecnología para todos los actores que viven en el campo”, indica Francavilla.
En ese marco, los sistemas participativos de garantía (SPG) constituyen una herramienta superadora en términos de garantizar la calidad agroecológica, porque permiten involucrar a los protagonistas en este proceso. “Participan productores, profesionales y consumidores en la evaluación de los procesos de producción, con la intención de reducir los costos del proceso para que no impacte en el precio del producto final. Hablamos de garantizar la calidad, de promover aprendizajes y de mejorar la calidad continuamente”, define Francavilla. Sin embargo, esta forma de certificación aún no está regulada y, tal vez, por las características propias de la agroecología, quizá nunca lo esté.
En transición hacia la agroecología
Luciana Sagripanti vive en Villa Marcelina, en el sur cordobés. Trabaja en el establecimiento El Milagro, de producción mixta de ganadería y agricultura. “Hace trece años iniciamos un proceso de transición hacia la agroecología, que siempre nos dio mejores condiciones para el trabajo y mejor calidad de los recursos”, cuenta a Tierra Viva. Hoy, además de dedicarse a la producción, también asesora a quienes se animan a iniciar la transición desde la forma convencional a la agroecológica.
“Una de las primeras cosas con las que uno rompe, y que nos vinieron enseñando todo este tiempo, es que la agricultura está separada de la ganadería”, cuenta. “La gente que tiene muchos más años en el campo sabe que la producción mixta es una cosa muy normal y que después con la sojiculturización se separó a capa y espada”, considera. Subraya que no existe ningún modelo de la naturaleza donde el herbívoro esté separado de la producción del pasto y del grano.
“La agroecología es empezar a revisar cómo reactivamos todos los ciclos que tiene la naturaleza y que en los sistemas convencionales los suprimimos”, dice Sagripanti. Como ejemplos, cita “la fertilidad natural que se da por los procesos vitales y que se suprime por el uso de fertilizantes”. “Lo que hacemos con la agroecología es restablecer todos esos procesos que se dan de una manera muy simple y que son de la naturaleza”, relata. La productora reivindica la agroecología, no solo por el impacto en la salud de su tierra, sino porque le permitió despegarse del paquete tecnológico y mejorar los rindes de las producciones.
Por el intercambio de saberes, por la necesidad de revincularse con la naturaleza generando estrategias acordes para cada suelo y para cada contexto socioambiental y económico, la agroecología es eminentemente local: no puede encorsetarse en un reglamento. Pero hay ciertos principios que alientan este modelo.
La agroecología busca la diversificación de la producción, la creación conjunta y el intercambio de saberes, la sinergia entre diferentes elementos de la naturaleza, la eficiencia en el uso de los recursos como la radiación solar y el carbono y nitrógeno de la atmósfera, y el reciclado. También se cuentan la resiliencia de las personas, las comunidades y los ecosistemas (es decir, la posibilidad de éstos de recuperarse de perturbaciones como plagas o enfermedades); la reivindicación de valores humanos y sociales y de las tradiciones alimentarias, la gobernanza responsable hacia las y los productores y el sostenimiento de la economía solidaria.
Fuente: Agencia Tierra Viva