Palma, ganado y coca acaban con los bosques de los Jiw en el Meta
Los Jiw cada vez tienen menos territorio. Las épocas en las que cazaban y vivían de lo que el bosque les daba, quedaron atrás. De seminómadas pasaron a sedentarios. De comer dantas, tatabros y saínos, ahora se resignaron a tener “al menos” maíz y fariña —harina de yuca—. Las 3275 hectáreas que conforman el resguardo Caño La Sal, ubicado en el municipio de Puerto Concordia, del departamento del Meta, están rodeadas de palma de aceite, ganado, coca y varios actores armados ilegales que intentan tomar el control del territorio. De la selva solo queda una frágil y difusa ilusión.
“No tenemos monte para trabajar la tierra, hay mucho potrero. Tampoco bosque porque los colonos talaron los árboles y explotaron la fauna y la flora. Antes pescábamos, ahora los ‘blancos’ (o colonos) nos prohíben utilizar los ríos. La palma que está alrededor ha secado los caños y no tenemos casi agua”, se queja Hugo*, miembro del resguardo, y agrega que en su territorio solo tienen 200 o 300 hectáreas para cultivar, una cifra muy pequeña para las más de 380 personas que viven allí.
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Los Jiw están inconformes, pero tienen que guardar silencio. Y no se refieren solo a la pelea con los campesinos por la tierra, o a la inconformidad por la expansión del monocultivo de la palma, o la pérdida del bosque —pues Meta y Guaviare son los dos núcleos donde más preocupa la deforestación en el país, después de Caquetá, según el último informe del IDEAM—; sino también a la presencia de los grupos al margen de la ley que han cooptado el territorio, como los frentes Primero y Séptimo de las disidencias de las FARC y los remanentes del paramilitarismo, como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y los ‘Puntilleros’.
La situación de este pueblo resulta tan preocupante, que no en vano aparecen en la lista de las 34 etnias en riesgo de desaparecer elaborada por la Corte Constitucional de Colombia. Para Ana María Jiménez, defensora regional del pueblo en Meta, garantizar el territorio a esta comunidad es lo único que podrá llevar al goce de otros derechos fundamentales. “El resguardo Caño La Sal está expuesto a la dinámica de actores armados y al despojo de sus derechos territoriales, lo que puede llevar a la extinción física y cultural de esta etnia. La prioridad de las instituciones debe ser asegurarles la tierra”, dice.
¿Palma sin dueño?
Un equipo periodístico de Mongabay Latam viajó hasta Caño La Sal para conocer las problemáticas a las que se enfrenta este pueblo indígena. Para llegar, primero se debe pasar por el municipio de Puerto Concordia y luego atravesar algunas veredas y caseríos —pequeñas poblaciones rurales— como El Viso, Tienda Nueva y el Trincho. La bienvenida a este territorio la dan las miles de hectáreas de palma de aceite que se forman al lado de la carretera. La última de las plantaciones se despide justo a la entrada de la ciudadela indígena.
Los Jiw y algunos líderes en Meta dicen que una parte de ese monocultivo invade su territorio, no saben con certeza cuánto es porque —pese a ser un resguardo legalmente constituido— sus linderos deben ser confirmados con exactitud por la Agencia Nacional de Tierras (ANT).
“No sabemos si es una, dos o diez hectáreas, pero estamos seguros de que están en nuestros terrenos. No sabemos de quién es porque hay mucha palma sin dueño, creemos que puede ser de los paramilitares, porque cuando ellos llegaron la trajeron”, dice David*, otro indígena Jiw, quien reniega porque ese monocultivo “les ha secado los caños” de donde obtienen agua: Bejuco, Cristalina, Santa Rita y Arenal, sus principales fuentes de abastecimiento junto con el río Guaviare.
David también asegura que hay campesinos y grupos armados que están acabando con el poco bosque que queda para meter palma y ganado. “El pueblo Jiw quiere frutos silvestres y poder cazar. Nosotros no talamos árboles, los ‘blancos’ sí y se están llevando la madera, el cedro y el cachicamo. Queremos andar, no encontrar barreras, pero ya no hay bosque, ni animales”, explica en medio de un castellano básico.
El municipio de Puerto Concordia tiene 2200 hectáreas de este monocultivo registradas oficialmente en Fedepalma, la agremiación que reúne a los palmicultores legales de Colombia. Según afirmó la entidad, no es claro que haya siembra al interior de Caño La Sal. Afirman que, al analizar imágenes satelitales e información estadística, encontraron un cultivo de 52 hectáreas contiguo al resguardo (hacia el occidente), que tiene una posible área de traslape de 0,7 hectáreas. Manifiestan que aparece otra plantación cercana, hacia el noroccidente, con un área aproximada de 481 hectáreas.
Fedepalma tiene sus cuentas claras, pero reconoce que hay serios problemas con la deforestación en el arco noroccidental de la Amazonía, más exactamente en Meta y Guaviare. “Evidenciamos que sí ha habido algunas siembras de palma de aceite en zonas deforestadas y por ello denunciamos estas actividades ilegales ante el Ministerio de Ambiente, la Procuraduría, la Policía Nacional y la Gobernación de Guaviare”. La entidad alertó de esta situación desde finales del año pasado, junto con la Federación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS) y el Ideam, cuando anunciaron también que se estaban implantando actividades productivas en zonas de exclusión legal como reservas forestales, naturales e indígenas, en especial por las sabanas de La Fuga y al borde del resguardo Nukak, otro pueblo indígena en riesgo de desaparecer.
¿De quién es la palma? ¿Quién deforesta? Son preguntas que los Jiw se hacen todo el tiempo, pero que no se atreven a lanzar en voz alta. Solo dicen que son los ‘blancos’, para referirse a cualquier persona que no es indígena. Prefieren generalizar y no cuestionar a nadie.
La defensora Ana María Jiménez reconoce que hay un riesgo de que actores armados se asocien con empresas de palma y con colonos que quieren usar sus territorios para el cultivo. Algo que tiene claro la Defensoría es que «este no es un cultivo que siembre una familia campesina humilde», dice, y recalca que personas o grupos con poder son los que están detrás de esas plantaciones.
Después de la firma del acuerdo de paz en La Habana en 2016, las estructuras de las FARC que no se acogieron al proceso, como los frentes Primero y Séptimo, aprovecharon para cooptar el territorio en Guaviare y parte de Meta. Poco a poco se han ido fortaleciendo. Los remanentes del paramilitarismo también tomaron fuerza en estos departamentos, como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y Los Puntilleros, un grupo ilegal integrado, entre otros, por los remanentes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) tras su desmovilización parcial en 2006, según la Fundación Ideas para la Paz.
Esta región del país tiene condiciones específicas que la hacen muy apetecida para diferentes actores armados, como la fácil conexión con el centro del país y, a su vez, con la Amazonía colombiana. Es una especie de corredor estratégico y biológico con una débil presencia del Estado que les permite tener el control de los cultivos ilícitos y en el que encuentran, además, extensas zonas de tierra sin formalización de su propiedad, riqueza del subsuelo —pues hay expectativa de hidrocarburos—, la posibilidad de utilizar extensos cultivos de palma aceitera y zonas boscosas, propicias para que los grupos ilegales se oculten. Así quedó registrado en la alerta temprana 065-18 de la Defensoría del Pueblo.
Sin agua, sin bosque
“Sabemos de la gran cantidad de cultivos de palma, no solamente en el área perimetral del resguardo, sino en muchas veredas que tiene el municipio. Son cultivos legales que tienen un inconveniente: donde están sembrados, las fuentes hídricas se están secando. Sabemos que es así, es evidente. La palma absorbe mucha agua”, dice Edilberto Rincón Tovar, secretario de Gobierno de Puerto Concordia, municipio del que hace parte el resguardo Caño La Sal. Aunque el tema del monocultivo no está en su agenda por ser una plantación “legal” que genera empleo en la zona, reconoce que las afectaciones ambientales son notorias y las viven a diario. “Sería necesario hacer un estudio técnico para poder establecer, a ciencia cierta, cuál es el impacto”, resalta el funcionario.
Para los indígenas Jiw la prueba irrefutable de las afectaciones aparece cuando llega el verano: se quedan sin una gota de agua para sobrevivir a un sol que no da tregua, los caños se secan y tienen que caminar unos 40 minutos hasta el río Guaviare para acceder al líquido vital. En esta época las enfermedades asociadas al consumo del agua se disparan entre la comunidad y deben ir hasta el centro médico en Puerto Concordia para ser atendidos.
“Este tema desborda nuestras capacidades. La Gobernación del Meta se comprometió con la construcción del acueducto, pero no hemos visto avance. El objetivo es que tengan agua potable siempre”, dice el secretario Rincón, y asegura que cuando los indígenas se enferman, la administración municipal les garantiza el servicio de salud y el hospedaje.
Fedepalma, por su parte, deja claro que el acceso al agua potable por parte de las comunidades indígenas es una problemática que se presenta de forma generalizada en las zonas rurales del país y que es responsabilidad exclusiva de las alcaldías. Pese a eso, dicen promover una “palmicultura sostenible” que no afecte al medioambiente.
“El agua es lo mínimo que necesita el ser humano y no lo tenemos”, reclama Hugo del resguardo Caño La Sal, y repite, sin titubear, que la escasez es culpa de la palma africana. Mongabay Latam consultó con Cormacarena —la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Área de Manejo Especial La Macarena en Meta— sobre los permisos ambientales de las plantaciones que tienen registradas y aseguró que, de las 25 empresas palmeras que tienen inscritas, solo el 68 % tenían todas las licencias ambientales hasta el año pasado. Con el porcentaje restante están lidiando, a través de una mesa de trabajo, para que se acojan al marco legal ambiental y ejecuten proyectos productivos sostenibles. Por ahora, la entidad está en un trabajo puramente persuasivo y sin sanciones.
Buscar una palmicultura amigable con el medio ambiente es indispensable, pues los indígenas manifiestan que el monocultivo ha puesto en riesgo su seguridad alimentaria. Las especies de flora y fauna que antes utilizaban y cazaban hoy están diezmadas. “Ni siquiera podemos hacer artesanías para vender, ni nuestras manillas y collares para vestir, porque las hacíamos con las cortezas de algunos árboles que hoy no encontramos”, agrega David.
El impacto de este monocultivo en la biodiversidad de los bosques tropicales sería tan grande, que solo en el piedemonte llanero se habría reducido el 90 % de la avifauna. Esta alarmante cifra la reveló en una investigación la bióloga Diana Tamaris, doctora en Ciencias de la Universidad Nacional, en la que encontró que de 414 especies que estaban identificadas en el Piedemonte, censaron solo 44, que representan un poco más del 10%. El documento resalta que es probable que, por la deforestación, las aves se estén refugiando en otros lugares.
“La ausencia de aves modifica la arquitectura de los bosques y la dispersión de frutos y semillas impidiendo que haya nuevos árboles y generando menos recursos para la explotación forestal. (…) Son cientos de hectáreas que se remueven sin cuantificar las pérdidas de biodiversidad frente a ese acelerado proceso de plantación”, explica en la investigación. Aunque la experta reconoce la intención de los palmeros por reducir el impacto, también precisó que existen propietarios que remueven hasta la vegetación de los ríos para cultivar palma africana.
En esta región es evidente que hay grandes grupos de poder con ansias de implementar el monocultivo sin importar el costo ambiental y social. En la alerta temprana, la Defensoría del Pueblo asegura que los grupos armados pos-desmovilización de las AUC tienen como interés particular el control de extensas áreas rurales en las que ejecutan cuestionables proyectos agroindustriales o de hidrocarburos y “cuya titularidad puede estar en discusión, debido al proceso de despojo violento y a la presencia de comunidades indígenas en el territorio”.
Muestra del interés histórico de los paramilitares en esta tierra son las 15 000 hectáreas que entregó el narcotraficante Daniel Rendón Herrera, alias ‘Don Mario’, ubicadas en Mapiripán —municipio vecino de Puerto Concordia donde hay otro resguardo indígena Jiw—, en las fincas ‘El Agrado’, ‘El Secreto’ y ‘Madreselva’. En la sentencia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, del 25 de julio de 2016, en contra de los desmovilizados del Bloque Centauros y el Bloque Héroes del Llano y del Guaviare, quedó consignado que esas tierras eran usadas sobre todo para cultivar palma africana, un monocultivo que buscaban extender en el territorio.
El coronel Carlos Alberto Cuéllar, comandante del Batallón de Infantería Joaquín París del Ejército Nacional que opera en esta zona del país, asegura que es recurrente hacer capturas por deforestación, pero lamenta que los detenidos siempre son trabajadores y no las cabezas que están detrás. “Ellos dicen que le trabajan a determinadas personas, pero no es una estructura como tal, sino personas independientes que usan la tierra como un negocio, ya sea para palma, ganado y hasta madera”. Cuéllar añade que cuando se presentan esas situaciones, él hace las respectivas denuncias para que las entidades encargadas empiecen las investigaciones pertinentes.
Los patrones invisibles
Héctor* recuerda cuando en los años noventa se fortalecieron diferentes grupos armados ilegales de la zona y empezaron a llegar, junto a ellos, los colonos. “La guerrilla ordenó a los campesinos que cultivaran la coca y la marihuana porque los indígenas no estaban de acuerdo con los químicos. Por eso los caños están contaminados, por el glifosato, que lo usan para fumigar”, dice.
En un contexto en el que mandaban los actores armados, a muchos indígenas no les quedó otra opción que trabajar de ‘raspachines’ —como se les llama a quienes recolectan la hoja de coca— para sobrevivir. “Nos pagaban a 250 pesos (0,08 USD) la arroba en ese momento (finales de los años 90)”, cuenta. Los Jiw quedaron atrapados en su territorio, sin poder cuestionar lo que otros hacían.
El panorama ahora no ha cambiado mucho. El último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) calcula que los cultivos ilícitos, hasta 2018, alcanzaban las 7285 hectáreas en Meta y Guaviare. A pesar de que hubo una reducción respecto a 2017, es una cifra que podría variar dado el fortalecimiento de los grupos al margen de ley que se pelean, entre otras cosas, por las rutas del narcotráfico. Pertenecer a este lucrativo negocio sigue siendo una opción para subsistir: actualmente le pueden pagar a un indígena unos 5000 pesos (1,5 USD), o un poco más, por la arroba de hoja de coca recolectada.
Para la Defensoría del Pueblo, la situación geográfica de Puerto Concordia y Mapiripán los convierte en un corredor estratégico para las actividades ilícitas, entre ellas el cultivo, procesamiento y tráfico de cocaína, la explotación ilegal de minerales, el tráfico de armas y de gasolina.
La presencia de los grupos armados no es un problema menor. La entidad advierte que la precaria autoridad estatal en las zonas rurales y la vulnerabilidad de los campesinos e indígenas Jiw, de características seminómadas y “con un contacto relativamente reciente con la cultura occidental”, facilita las acciones de los grupos ilegales, quienes imponen sus propios modelos de orden social, económico y político.
Este contexto ha hecho que los Jiw vivan con una zozobra latente. Han sufrido dos desplazamientos masivos en su historia reciente. El primero en 2011, cuando salieron amenazados por grupos armados y debieron refugiarse en San José del Guaviare. El segundo ocurrió en 2015, a raíz de la desaparición de dos indígenas, conocidos como Wilson y John. Las más de 380 personas que conforman el resguardo de Caño La Sal se desplazaron, por miedo, hasta la cabecera urbana de Puerto Concordia, donde vivieron durante casi dos años en una casa municipal. Fue en 2017 cuando tomaron la decisión de retornar por completo al territorio, justo meses después de que los restos de Wilson aparecieran en el río Guaviare (por Mapiripán). Hasta el momento las autoridades no han establecido qué pasó y quiénes son los responsables de estos asesinatos.
El coronel Cuéllar manifiesta que actualmente su batallón tiene control en la zona y están enfocados en garantizar la seguridad de la población. “Nosotros siempre hacemos presencia. Caño La Sal nos queda cerca, hay vías para llegar, como el río y la carretera, entonces estamos al tanto de lo que sucede. Ese terreno está en una alerta temprana y es un área priorizada. No está abandonada”, argumenta.
Pelea por la tierra
A la preocupación de los Jiw por la palma, la coca y los grupos al margen de la ley, hay que sumarle un problema más: la pelea con los colonos. Los indígenas aseguran que hay unas 10 familias que están invadiendo su territorio y les impiden la libre movilidad. “Nosotros tenemos la yuca, el plátano y el maíz por varios sectores, pero el ganado (de los campesinos) se los come. Los ‘blancos’ tampoco nos dejan ir a pescar porque nos amenazan. Ellos explotan los caños y el río, inclusive los hemos visto haciendo minería, contaminando todo”, cuenta Alberto*, otro indígena.
El secretario de Gobierno de Puerto Concordia, Edilberto Rincón, asegura que el problema empezó porque el extinto Incora (hoy Agencia Nacional de Tierras, ANT) adjudicó a varios campesinos unos terrenos que le pertenecen a Caño La Sal, que fue constituido como reserva en 1975 y se elevó a la categoría de resguardo a través de la resolución 023 del 24 de mayo de 1996. “Se han generado una serie de conflictos y en abril pasado tuvimos que hacer un comité municipal de convivencia, pues ambos acreditan la titulación de sus terrenos. Eso solo lo puede dirimir la ANT”, dice.
La defensora Ana María Jiménez piensa lo mismo que el secretario de Gobierno y cuenta que desde el año pasado su oficina interpuso una acción de tutela —mecanismo que busca la protección de los derechos fundamentales en Colombia—, ante el Juzgado 4 de Familia de Villavicencio, capital del Meta, que falló a favor del pueblo indígena y ordenó, entre otros, que la ANT delimitara el resguardo en un periodo de seis meses. “Tienen que hacer una delimitación y, a partir de eso, pagar las mejoras a quienes han ocupado el territorio. La idea es que se establezcan los derechos territoriales y se definan los límites, porque la cosmovisión campesina e indígena son muy diferentes”, añade.
La convivencia cada vez se vuelve más compleja. La defensora cuenta que tiene reportes de dos familias de campesinos con mucho terreno acaparado dentro del resguardo, una con posiblemente 300 hectáreas y otra con cerca de 400. Una cifra considerable si se tiene en cuenta que Caño La Sal no supera las 3275. Jiménez resalta que es indispensable y urgente que la ANT acate la orden del Juzgado y determine los linderos, para así saber con precisión qué y quiénes están invadiendo la tierra del pueblo Jiw y poder definir los pasos a seguir para su protección.
Ya cumplido el tiempo que estableció la justicia, la ANT aún no tiene listo el saneamiento. Mongabay Latam se comunicó de manera insistente con la entidad para saber cómo iba el proceso, pero no fue posible obtener una respuesta. Para los Jiw es muy importante que las autoridades actúen con rapidez y les garanticen la tierra para poder cultivar y garantizar el alimento mínimo para sobrevivir. Situaciones similares, por problemas con militares y colonos, se viven en el resguardo Barrancón, en el norte de Guaviare, donde también estuvo Mongabay Latam. Hechos que se relatan en el siguiente reportaje de este especial.
Los Jiw necesitan la tierra, no es un capricho ni es un lujo lo que piden, es el único camino que les queda para seguir resistiendo y evitar que su etnia llegue al exterminio.
*Nombres cambiados por protección de las fuentes.
**Imagen principal: Familia Jiw del resguardo Caño La Sal. Foto: María Fernanda Lizcano.
Fuente: Mongabay