México: persistentes pueblos originarios

Idioma Español
País México

Sebastián es considerado por muchos como un loco. Viste andrajos y no se ha cortado el pelo y la barba desde hace más de dos décadas. Sus zapatos son bolsas de plástico anudadas a los pies. Pero se distingue de otros que viven en la calle por su porte erguido y por el insólito cumplimiento de la promesa que se hizo a sí mismo cuando fue expropiada y ocupada por la fuerza su chinampa en el pueblo de Iztapalapa. Sebastián Guillén no se ha cansado de ir a reclamar a las autoridades el pago de la expropiación, como lo sigue haciendo ante las ventanillas gubernamentales y a grito pelado en la plaza Cuitláhuac. A quien pregunte le platicará cómo destruyeron con maquinaria pesada su casa y todas sus pertenencias

Iztapalapa, Distrito Federal

No es el único que sufrió un despojo injusto y violento. Lo mismo pasó en Meyehualco, donde incluso lanzaron perros contra la gente. O en Culhuacán, donde pese a que los chinamperos ganaron un amparo contra el decreto expropiatorio, el gobierno delegacional de entonces presionó a los dirigentes agrarios del pueblo y cuando estos no aceptaron corromperse y traicionar a su gente, desalojaron a las familias a golpes de culata y con gases lacrimógenos. Todavía son muchos los sobrevivientes que siguen peleando su pago.

No son relatos del porfiriato, sucedieron en la capital de la República en la década de los setenta y en cierta forma concluyeron con la construcción de la Central de Abastos en 1982. Sigue por hacerse un estudio sobre el impacto ecológico, social, económico y político de la destrucción del sistema de chinampas de Iztapalapa, el cual databa de antes de la llegada de los españoles. Lo evidente es que los 16 pueblos originarios de la demarcación se vieron obligados a cambiar drásticamente su forma de vida.

Es asombroso que no desaparecieran. Como en 1836, cuando el cólera morbus diezmó gravemente la población ribereña del antiguo huey altépetl Iztapalalapa, los pueblos de fines del siglo xx acudieron a estrechar su unidad e identidad en torno a su sistema de fiestas y los espacios sagrados, e instauraron la pasión de Cristo, que desde entonces se mantiene en los barrios de Iztapalapa y congrega a más de un millón de personas cada Semana Santa. Muchos otros pueblos de la delegación celebran su propio Vía Crucis. Estas celebraciones aparecieron cuando sus tierras ancestrales fueron puestas en riesgo por los decretos de expropiación presidenciales.

Resulta notable el despliegue de recursos, imaginación, entusiasmo y gusto que se aprecia en las fiestas de los pueblos de Iztapalapa, y muy costoso. Este año por ejemplo, para el carnaval de Acahualtepec un traje de charro de hilo de oro costó 40 mil pesos, un castillo de cohetes entre 60 y 100 mil y un carro alegórico 30 mil. Se debe considerar la comida y la bebida, las bandas de música y otras muchas cosas. Sólo entendiendo la importancia que ha tenido la celebración en estos pueblos marcados por la tragedia, es posible comprender que ese gasto no es un despilfarro: lo emplean en lo que más les importa, que no es otra cosa que la sobrevivencia como cultura propia.

Estos aspectos, profundamente interrelacionados (la destrucción del antiguo sistema de vida campesino y su transformación acelerada en zona urbana, así como la pervivencia de una compleja vida ritual y de una consecuente capacidad organizativa autónoma), fueron parte importante de las más de sesenta ponencias presentadas durante el Primer Encuentro de Pueblos Originarios de Iztapalapa, que tuvo lugar los pasados 11 y 12 de noviembre en el ex convento de Culhuacán, espacio que se ha distinguido por su apoyo a iniciativas culturales comunitarias.

El encuentro fue producto de más de un año de trabajo entre estudiantes de servicio social de cuatro instituciones educativas, bajo un esquema que concibe a los espacios universitarios no como el centro sino parte del proceso. Se buscó impulsar la investigación con los pueblos. El tema fue la memoria histórica. Resulta asombrosa la disposición que mostraron para integrarse personas maduras y también jóvenes de los pueblos de Iztapalapa. Si bien el evento surgió por iniciativa de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, con apoyo del Programa México Nación Multicultural de la Universidad Nacional Autónoma de México, el Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana y la Escuela Nacional de Antropología e Historia, a la postre los pueblos lo hicieron suyo.

Siete pueblos y unas cuarenta personas ofrecieron su comida tradicional, que por cierto no se consigue en restaurantes: ahuautle (hueva de mosco de laguna), tamal tlapique, pato de laguna y otras especialidades que han mantenido las familias originarias. Se organizó una exposición fotográfica con parte del numeroso material aportado por los propios pueblos. La exposición sirvió de espejo: fue muy concurrida y generó animados comentarios. Exhibieron artesanías como las máscaras de cera de Santa María Aztahuacán, una de las hechuras más finas en la Cuenca de México. Los pueblos aportaron también lectura de poesía, danzas tradicionales y magníficos trovadores que interpretan canciones en náhuatl y se han convertido en cronistas de los cambios en la región.

Fue el estreno de tres documentales realizados bajo el mismo esquema de colaboración entre habitantes de los pueblos, estudiantes y académicos. Los videos tratan la historia del templo de Santa Cruz Meyehualco, la celebración del carnaval en Santiago Acahualtepec y otro reúne testimonios sobre la expropiación de las chinampas en el pueblo de Iztapalapa.

Tras la exhibición de este último video, un muchacho de Mixquic se dijo muy impresionado, porque lo sucedido en Iztapalapa es lo mismo que sucede ahora en su pueblo: el engaño de que vender la tierra permitirá a los campesinos vivir bien el resto de sus vidas, la división, las mismas presiones. Mixquic es uno de los cinco pueblos chinamperos que quedan en Tláhuac y Xochimilco, parte de la herencia viva más importante de la cultura mesoamericana, y que están en riego.

La memoria histórica es importante porque ayuda a concebir y construir el futuro.

Fuente: Ojarasca 103, noviembre 2005, La Jornada

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