La nafta...
Pareciera que el mundo, tan angustiado de repente por el cambio climático, ha descubierto mágicamente la puerta de salida del infierno. De la mano del mediático y ahora apreciado Al Gore (siempre la derrota enaltece, más cuando es a manos de un obtuso), pareciera que hemos confirmado que el problema es la nafta y que hay que hallar la forma de llenar el tanque del auto con un combustible “ecológico” para descansar tranquilos y no sentirnos responsables de colaborar con el calentamiento global
Al influjo de su documental La verdad incomoda (cinematográficamente bueno y académicamente correcto, hay que decirlo), Gore introdujo un término que parecía familiar pero no tanto: era como un tío lejano de cuya existencia sabemos, pero que recién se nos hace trascendente cuando lo hallamos en un velorio y descubrimos que tiene el negocio que buscábamos para salvarnos. El término es biocombustible.
La palabra “biocombustible” tiene un problema estrictamente semántico. Al llevar el prefijo “bio”, otorga a todo aquel que la escucha una sonoridad que connota el presunto beneficio que acarrea todo lo derivado de lo natural. En consecuencia, se produce una enunciación automática que hace deducir que la solución a todo está en manos de los biocombustibles.
Quien aclara que esto no es obligatoriamente así no es un ecologista: Ed Kerschner, jefe del departamento de Investigación de Citigroup Investment, dice que es un error identificar de modo automático las prácticas energéticas que intentan frenar el cambio climático como opciones ecológicas.
Una cosa es lo alternativo y otra lo ambientalmente sustentable, aclara y ejemplifica: “La energía nuclear es ciento por ciento alternativa, ya que no genera gases de efecto invernadero; sin embargo, es ambientalmente cuestionable, ya que produce residuos radiactivos, cuya disposición no tiene aún resolución tecnológica”.
En ese escenario aparecen los biocombustibles, que se marketinean como alternativos (su incidencia directa en la emisión de gases de efecto invernadero es poco inferior a la combustión de petróleo o carbón) pero de ningún modo puede colgárseles la cucarda de “ecológicos”, suponiendo que no provocan alteraciones ambientales en el planeta.
El asunto es que aparece George W. Bush –a quien por antonomasia le adjudicamos una mirada maligna (o al menos contraria a los intereses populares, y más proclive a favorecer intereses sectoriales)– y al reivindicar los biocombustibles y anunciar que acepta el reto del cambio climático y promueve este producto como solución, nos obliga a repensar si se está en el camino correcto.
Daños colaterales
En mi libro El medio ambiente no le importa a nadie expongo la idea (tomada a su vez de diversos economistas que han analizado la variable ecológica del desarrollo) de que los problemas ambientales en verdad no existen sino que son “daños colaterales” de decisiones económicas. Lo que a la hora de desmenuzar cada episodio los convierte lisa y llanamente en problemas económicos: la cuenca del río Salí-Dulce que está horadando la vida útil del embalse de Río Hondo en Santiago del Estero no se contaminó porque los empresarios asentados a su vera sean intrínsecamente perversos, sino porque hubo una ecuación económica que les justificó el vuelco de los desechos industriales sin tratar.
También expongo allí que en relación a los problemas ambientales globales es la misma ecuación la que rige la base fáctica de las relaciones entre la sociedad y el ambiente. El agujero en la capa de ozono pudo ser abordado institucionalmente recién cuando la industria encontró sustitutos con viabilidad de mercado para reemplazar a los dañinos gases refrigerantes CFC.
Dicho en términos casi escatológicos, al mercado (que, como decía Marx del capital, no tiene ni patria ni bandera) le importa un bledo que la humanidad se estrelle contra las consecuencias ambientales del éxito de la economía capitalista. El 95 por ciento de los 800 millones de vehículos que ruedan sobre el planeta está propulsado a partir de la combustión de combustibles fósiles (léase nafta, derivada del petróleo). Se sabe, además, que el sector transporte aporta casi el 40 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero, principalmente dióxido de carbono. De ahí que resolver un sustituto de la nafta que tenga condiciones de competitividad en el mercado es insoslayable para que el capitalismo crea –y se autoconvenza– de que encontró la solución al cambio climático.
Quizás esa capacidad de penetración en el mercado sea lo que explica que se exhiba como novedad a los biocombustibles, cuando en realidad son una forma tecnológicamente antigua de obtención de energía e, incluso, están presentes como alcohol que funciona como sustituto o aditivo de las naftas desde hace al menos tres décadas en países como Brasil.
La primera señal amarilla respecto de los biocombustibles y su viabilidad ecológica reside en su ecuación energética. A diferencia de la energía solar o la eólica, que se toma directamente de la naturaleza, la energía generada por los biocombustibles requiere a su vez energía para sembrar, cosechar, producir y “fabricar” esos biocombustibles. Y el rendimiento no es idéntico según de qué cultivo se trate: el biocombustible obtenido de la soja, por ejemplo, produce tres veces más energía que la utilizada para su fabricación; en cambio en el caso del etanol obtenido del maíz, David Pimentel, profesor de la Universidad de Cornell en Nueva York y Tad Patzek, profesor de ingeniería química en la Universidad de Berkeley en California, revelan que con los métodos de procesamiento actuales se gasta más energía fósil para producir el equivalente energético en biocombustible: es más “caro” producir el biocombustible que el ahorro energético que supuestamente permite.
Vendidos como alternativos, los biocombustibles distan de ser etiquetados como “ecologicos”.
La manta corta
A diferencia de energías absolutamente renovables y limpias como la eólica y la solar, e incluso de modo distinto que en el caso del gas, del petróleo o del carbón, los biocombustibles no se recogen de la naturaleza. Ergo, hay que estudiar demasiado bien el costo –económico y ambiental– que implica su producción.
Le atribuyen a un histórico director técnico brasileño del San Lorenzo campeón de 1968, Tim, la frase que indica que el fútbol es una manta corta: si te cubrís la cabeza (es decir, si atacás, por ejemplo) te descubrís los pies. Y viceversa. Los biocombustibles pueden ingresar sin temor en el concepto de manta corta.
Un sostenido argumento en ese sentido es el balance alimentario que, si bien suena con tambores setentistas, no deja de tener sentido si se recuerda que la filosofía de Thomas Malthus y sus seguidores contemporáneos como Paul Erlich cuestionaba la capacidad del planeta para producir alimentos ante el crecimiento geométrico de la humanidad. Se sabe que la respuesta a ese apocalipsis alimentario está en el costado de la desigual distribución de la riqueza. Pero hasta ese sensato esquema tambalea cuando se conoce que –sólo por citar un ejemplo– para hacer funcionar con biodiésel los automóviles de Inglaterra hace falta recoger 26 millones de hectáreas de cultivos (cinco veces más que la superficie plantada del Reino Unido). Argentina tiene 17 mil hectáreas sembradas con soja, sin destino de biocombustible y con un altísimo costo ambiental. No parece ser obligatorio discutir acerca de la maniquea opción de “alimentar personas o alimentar autos”. Pero sí suena lógico introducir el balance alimentario en la ecuación. Europa se ha planteado llegar al 2020 con el 20 por ciento del parque automotor propulsado con biodiésel y es un dato complementario que no puede soslayarse el hecho de que “es muy poco probable que dedique sus suelos a este tipo de cultivos, ya que el costo del biocombustible es bastante más bajo si los cultivos energéticos se producen en otros países”, según los estudios de la ONG World Rainforest Movement. Es casi una consecuencia irremediable que el incremento de demanda de parte de Europa para alcanzar aquel 20 por ciento de biocombustibles va a edificar una suerte de “cerealoducto” desde América latina, donde será mucho más rentable sembrar para los tanques de los autos europeos que para los estómagos locales.
Allí debe ubicarse la explicación a la gira de Bush por Brasil, donde –también cabalgando en su promesa de llegar en diez años a un 20 por ciento de la energía generada a partir de biocombustibles– viajó seguramente para comprar a futuro la energía que sacará del sector rural brasileño sin poner en riesgo la provisión de alimentos de su propia población. De acuerdo con el World Resources Institute, cerca del 50 por ciento del cultivo de caña de azúcar en Brasil se destina a proveer combustible para el 40 por ciento de su parque automotor. Cristal Davis, el autor del estudio “Tendencias globales de los biocombustibles”, señala que la futura y sostenida demanda estadounidense será una condena a muerte para el Amazonas, al que se verá más que como pulmón del planeta como futuro ilimitado sembradío de caña de azúcar. Algo similar casi con seguridad ocurrirá en la Argentina: si actualmente la fiebre de la soja (sólo destinada a nutrir la caja fiscal tras ser exportada para alimentar cerdos chinos y europeos) condujo a un desmonte equivalente a una hectárea por hora, puede pronosticarse que de ser negocio vender grano para producir biodiésel no quedará siquiera un geranio en pie.
Davis, aun con la mirada piadosa del Primer Mundo, también interviene en la discusión alimentaria: “A medida que el mercado de biocombustibles compita crecientemente con los mercados de alimentos alrededor de los mismos cultivos, los precios de los commodities alimenticios –pan, aceite de cocina, pollos– subirán, probablemente con graves consecuencias para unas 800 millones de personas que enfrentan un hambre persistente en el mundo”.
Toda esta discusión, no obstante, tiene como base la existencia de un supuesto axiomático: que el uso de biodiésel es, en oposición a los combustibles tradicionales, la solución para detener el cambio climático que tanto nos afectará.
Haciendo de cuenta que sí, conviene recordar sucintamente qué ocurrió en el último lustro para que las grandes potencias, desinteresadas del asunto del calentamiento global (más aún, dispuestas a discutirlo y negarlo, como en el caso de Bush) desempolvaran del fondo del arcón de la tecnología los biocombustibles como si fueran una novedad.
Los últimos cinco veranos literalmente incendiaron Europa: decenas de miles de jubilados muertos en Francia, record de incendios forestales en Portugal, crisis de provisión de agua potable debido a sequías sin precedentes en España. Los líderes europeos, que suponían que los efectos de los gases que mayoritariamente lanza el mundo desarrollado a la atmósfera se verificarían primero en el submundo africano y asiático (lo que es casi equivalente a que no existen), percibieron el calentamiento global no como una amenaza para sus ecosistemas sino para la reproducción de su poder. Fueron a golpearle la puerta a Tony Blair, para exigirle que a su vez instara a su colega Bush a –al menos en el discurso– incorporar el cambio climático como una preocupación. Y allí fue Bush a anunciar su preocupación repentina por el clima del planeta y comenzar a hacer cuentas respecto de los biocombustibles. Sin embargo, aquel axioma no aceptado por la ciencia parece vigente: considerando toda la energía comprometida en la producción de biocombustible, el WorldWatch Institute concluyó que de acuerdo con el cultivo la cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero sólo se vería reducida entre un 15 y un 40 por ciento, comparada con el uso de los combustibles actuales.
Pero –podría preguntar un lego avispado– si el problema son los gases, y el sector del transporte aporta entre el 30 y 40 por ciento de las emisiones, ¿por qué sólo se está discutiendo respecto de lo que se echa en el tanque de un auto y no también de la generación de energía en términos generales?
Una vez más el mercado da la respuesta.
No es novedad que el proceso de generación de energía está dominado por el cartel del petróleo, que cubre más del 70 por ciento de la producción de energía en el mundo. Propender a energías verdaderamente alternativas haría colapsar económicamente ese cartel, que no ha creado aún un papel sustitutivo para sí mismo en el mercado. Pero sí sabe aprovechar la tendencia ecológica y por eso acepta exhumar los biocombustibles. Los mecanismos de distribución de combustibles para transporte están en manos del mismo cartel petrolero: si en vez de suministrar nafta va llevando biodiésel por esas mangueras se pasa a formar parte de un sistema ambientalmente no cuestionable y el negocio sigue en las mismas manos.
Por Sergio Federovisky
Fuente: Página 12, Suplemento Futuro