La exposición a compuestos químicos de las gentes campesinas
"¿Qué ocurre con el campesinado y población rural más expuestos a productos utilizados en la agricultura industrial o convencional?"
En el transcurso de los últimos 150 años el ser humano ha fabricado muy diversos compuestos químicos con objeto de satisfacer las necesidades crecientes de un supuesto desarrollo. Desde el inicio de la revolución industrial, se estiman en más de 120.000 las sustancias químicas de nueva síntesis y los subproductos derivados de éstas producidos por la actividad humana, censo que se incrementa día a día. Se empiezan a evidenciar las consecuencias de estos compuestos químicos en la salud de la población en general, en el propio medio ambiente, pero ¿qué ocurre con el campesinado y población rural más expuestos a productos utilizados en la agricultura industrial o convencional?
¿Plagas contra quien?
Se ha manifestado frecuentemente que la mecanización y el uso de compuestos químicos ha supuesto un beneficio sustancial en la producción agrícola. Se dice que gracias al empleo de plaguicidas, herbicidas y fertilizantes, las cosechas se han visto incrementadas significativamente y las pérdidas en la producción se han reducido de forma espectacular. Pero también se ha señalado el riesgo potencial para la vida animal y humana derivado de la exposición continuada a compuestos químicos diseñados como para combatir las plagas que afectan a los vegetales. Riesgo derivado por el empleo de carácter farmacológico de algunos principios activos, como por la persistencia medioambiental de sustancias no utilizadas en la actualidad, pero empleadas en el pasado.
La era de los plaguicidas químicos comenzó en el siglo pasado cuando se desarrollaron los sulfuros y se les encontró una aplicación práctica como fungicidas. Posteriormente fueron los compuestos arsenicales los que se emplearon para el tratamiento de las plagas de insectos en la producción agrícola. En ambos casos se trataba de sustancias de una elevada toxicidad, lo que limitó su empleo generalizado. Fue en 1940, al calor del inicio de la revolución verde, cuando aparecieron en el mercado los primeros pesticidas organoclorados que tienen su máximo exponente en el DDT. Ya que, en principio, estos organoclorados presentaban baja toxicidad, su uso se vio enormemente favorecido y ocuparon una posición dominante entre los plaguicidas químicos de nueva síntesis. Con posterioridad, se pusieron de manifiesto los inconvenientes de este comportamiento ya que la alta lipofilidad (afinidad por las grasas) junto con la estabilidad química resultan en una gran persistencia medioambiental y en una exacerbación de los efectos biológicos indeseables.
Por importante que sea el uso histórico de DDT y su residuo medioambiental, lo cierto es que no es más que un ejemplo de una gran familia de plaguicidas organoclorados que comparten muchas características comunes. La mayoría de los países industrializados tiene prohibida, hoy día, la utilización de muchos de estos compuestos, sin embargo, al igual que ocurría con DDT, debido a su persistencia en los medios naturales y su lipofilidad, pueden encontrarse aún en cualquier ser vivo (desde los peces hasta las personas) y en cualquier parte del planeta, inclusive allí donde nunca se utilizó.
Relegados los organoclorados a un segundo lugar, los principales plaguicidas utilizados hoy día en los países industrializados pertenecen al grupo de los organofosforados, carbamatos y piretroides. Se trata de compuestos químicos con una vida media mucho más corta que los organoclorados, de tal manera que son menos persistentes y no se acumulan en el tejido adiposo. Pero, si estos plaguicidas han podido ser encontrados en el aire de un espacio natural y como contaminantes en los grandes cursos de agua, no es de extrañar que sean contaminantes habituales en núcleos rurales y que haya riesgo de exposición de la población que ahí reside y trabaja.
Ejemplos de intoxicación en la población agrícola
La exposición humana a los plaguicidas persistentes es un hecho bien documentado durante los últimos treinta años, si bien sus consecuencias empiezan a entreverse ahora, cuando más de una generación ha sido víctima de ese acoso químico. Las consecuencias a largo plazo de la exposición a plaguicidas se manifiestan sobre el desarrollo y la funcionalidad de diferentes órganos y sistemas; y abarca desde alteraciones neurológicas, reproductivas, endocrinas e inmunológicas, fracasos funcionales y alteraciones del comportamiento, a la aparición de tumores.
Los riesgos asociados a los plaguicidas dependen de los niveles de exposición por lo que hay que considerar dos colectivos humanos bien definidos. Por una parte, la población en general, expuesta a niveles bajos como consecuencia de la contaminación de aire, aguas y alimentos. Por otra, los y las trabajadoras de la industria química que los produce y las y los agricultores que los aplican, que se encuentran expuestos ocupacionalmente a niveles relativamente altos.
Las intoxicaciones agudas por plaguicidas están bien documentadas. Por ejemplo, se sabe que sólo en Almería se dan más de 1000 casos anuales de envenenamiento, con un 5% de defunciones.
Frente a la información, relativamente rica, de los efectos agudos de los plaguicidas, llama la atención la parquedad de datos sobre los efectos profesionales a largo plazo. Lo cierto es que los efectos tardíos de la exposición a plaguicidas son más sutiles en cuanto a presentación y, por tanto, es más difícil establecer una relación de causalidad entre un único agente químico, o una práctica agrícola concreta, y la aparición de un efecto nocivo o enfermedad. Los efectos combinados de la exposición continuada a diversos compuestos químicos, aunque los mismos estén por debajo de los límites establecidos como seguros, es mucho más desconocida y poco estudiada.
A pesar de las dificultades, son frecuentes los estudios en los que se ha intentado establecer una relación de causalidad entre la exposición crónica a los compuestos químicos y algunas enfermedades particulares. Algunos estudios han relacionado:
-perturbación del sistema endocrino atribuido a algunos plaguicidas persistentes.
-incremento de la tasa de abortos y disminución de la fertilidad asociados a plaguicidas persistentes DDT, lindano y dieldrín.
-riesgos para la salud infantil derivados de la exposición intrauterina y durante los primeros meses de la vida, fundamentalmente a través de la lactancia, de niños nacidos de madres profesionalmente expuestas.
-los tumores cerebrales, el cáncer de estómago, de próstata o de testículo, junto con la leucemia linfática y los linfomas no-Hodgkin asociados con la actividad profesional agrícola.
La exposición de la población general establecida en áreas eminentemente agrícolas ha sido también documentada. Por ejemplo, en la población infantil de Murcia y Granada se encontró el residuo de endosulfán y algunos metabolitos en el 40% y 30% de las muestras de grasa analizadas, respectivamente. Y como suele ser lamentablemente habitual, no hay datos sobre mortalidad por cáncer u otras enfermedades en mujeres dedicadas a las actividades del campo, ya que muchas de ellas no están registradas como trabajadoras agrícolas a pesar de su presencia activa en muchas tareas. En muchos casos, en su certificado de defunción la profesión que se recoge es la de “sus labores”.
Ha costado años de seguimiento y esfuerzo de diversos grupos de trabajo interesados en el estudio de la toxicidad crónica de los plaguicidas mostrar la evidencia que liga exposición a efecto nocivo para la salud. Sin embargo los organismos reguladores del uso de sustancias químicas, encargados de prevenir la exposición inadvertida a tales compuestos, parecen no haber estado capacitados para intervenir preventivamente y solo reaccionan ante la evidencia absoluta en la relación exposición/efecto. Tal evidencia es difícil de conseguir, máxime cuando los ejemplos nos advierten del efecto tardío, dilatado en el tiempo. En casos como este, más que nunca, el principio de precaución debería ser una premisa de decisión en la mente de todas y todos.
(*) A partir de artículos de Nicolás Olea y Mariana F. Fernández
Fuente: Revista Soberanía Alimentaria