El impacto de la producción agroindustrial sobre el derecho a la alimentación
El hambre, como todos sabemos, no es un desastre natural, sino el resultado de políticas económicas deliberadamente impulsadas por los países capitalistas avanzados y sus instituciones financieras. Hoy en día en el mundo se produce mucho más de lo suficiente para alimentar a toda la población, sin embargo, una de cada siete personas sufre de hambre crónica.
En 2009, la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) anunció la cifra vergonzosa de 1.020 millones de hambrientos. El 80% de ellos vive en zonas rurales: son campesinos, pequeños agricultores, trabajadores sin tierra, personas que viven de las actividades tradicionales de pesca, caza y pastoreo (1).
El hambre, como todos sabemos, no es un desastre natural, sino el resultado de políticas económicas deliberadamente impulsadas por los países capitalistas avanzados y sus instituciones financieras (Banco Mundial, OMC y FMI, o “jinetes del Apocalipsis” como las llama Jean Ziegler(2)) y de las cuales sólo se beneficia un puñado de grandes empresas transnacionales, en detrimento de los derechos humanos de grandes sectores de la población mundial.
La progresiva industrialización, privatización y liberalización del sector agroalimentario, y la creciente concentración de la cadena alimentaria en manos de unas pocas empresas privadas que persiguen como único fin el de maximizar sus ganancias, están destrozando perentoriamente el medio ambiente, al tiempo que condenan a muerte millones de ciudadanos. Los campesinos, privados de los recursos productivos básicos, como tierra, agua y semillas no alcanzan a producir siquiera lo necesario para sobrevivir. Y, por supuesto, no pueden alimentar al resto del mundo, que consecuentemente queda a merced de las multinacionales.
En 2012, el Relator Especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación, Olivier De Shutter, presentó al Consejo de Derechos Humanos un informe(3) en el que denuncia que los sistemas alimentarios actuales no sólo no han conseguido acabar con el hambre, sino que además promueven dietas malsanas que generan sobrepeso y obesidad, dos fenómenos que provocan aún más muertes en el mundo que un peso inferior al normal.
Los datos son muy alarmantes: “hoy en día más de 1.000 millones de personas de todo el mundo tienen sobrepeso, y al menos 300 millones son obesas. El sobrepeso y la obesidad ocasionan 2,8 millones de muertes cada año, de forma que, en la actualidad, el 65% de la población mundial vive en países (todos los países de ingresos altos y la mayoría de los países de ingresos medianos) en los que el sobrepeso y la obesidad ocasionan más muertes que un peso inferior al normal”. Esto quiere decir que, por ejemplo, en un país como los Estados Unidos, por primera vez los niños podrían tener esperanzas de vida inferiores a las de sus padres.
El aumento de enfermedades cardiovasculares, diabetes, cánceres gastrointestinales y otras enfermedades relacionadas a la malnutrición, suele atribuirse a un “estilo de vida elegido", es decir, a la decisión de hacer menos ejercicio físico y consumir más comida rápida. Pero, advierte De Shutter, no es así, “se trata de un problema sistémico. Hemos creado entornos generadores de obesidad y hemos diseñado sistemas alimentarios que, con frecuencia, se oponen a estilos de vida más sanos en vez de propiciarlos”.
Los gigantes del agroindustria, tras quitar la tierra a los campesinos del Sur, inundaron los supermercados de los países del Norte con productos altamente procesados, hipercalóricos y ricos en sal, azúcar y grasas saturadas: la llamada comida basura o chatarra. La distribución capilar y a precio barato de estos productos ha provocado un verdadero cambio nutricional en nuestras dietas.
Obesidad: la nueva amenaza
En la actualidad, en los países ricos, una alimentación sana que incluya una amplia variedad de frutas y verduras es más cara que una alimentación rica en aceites, azúcares y grasas. Este es sin duda uno de los factores responsables del aumento del sobrepeso y la obesidad, que de hecho afectan de manera desproporcionada a los más pobres. Estudios científicos demuestran una estrecha relación entre niveles bajos de educación y de ingresos y mayores tasas de obesidad, diabetes de tipo 2 y enfermedades coronarias.
Sin embargo, la obesidad y las enfermedades no transmisibles vinculadas a dietas poco sanas ya no son una exclusiva de los países ricos. Los países en desarrollo están viviendo un cambio rápido hacia el consumo de alimentos procesados, que suelen ser importados, y el abandono de las dietas tradicionales. Los alimentos de alta calidad, en particular verduras y frutas tropicales, se exportan al extranjero mientras que importan cereales refinados. Además, la mayor inversión extranjera directa en la industria de procesamiento y la existencia de más supermercados provocan un aumento de estas enfermedades. “Por ejemplo, tras la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, empresas estadounidenses aumentaron masivamente sus inversiones en la industria mexicana de procesamiento de alimentos (de 210 millones de dólares en 1987 a 5.300 millones en 1999) y las ventas de alimentos procesados en México se dispararon a una tasa anual de 5% a 10% entre 1995 y 2003. El aumento resultante en el consumo de refrescos y refrigerios entre los niños mexicanos es la causa de las muy elevadas tasas de obesidad infantil en el país”, señala De Shutter.
Las consecuencias son inexorables. Se calcula que, para 2030, en los países pobres 5,1 millones de personas morirán prematuramente cada año por enfermedades relacionadas con la malnutrición. Para las sociedades el coste de estas enfermedades es inmenso, tanto el coste directo (atención sanitaria) como el costo indirecto (pérdida de productividad). Ya actualmente en América Latina y el Caribe el costo sanitario por casos de diabetes se sitúa en 65.000 millones de dólares al año, o entre el 2% y el 4% del PIB(4).
En su informe, Olivier De Shutter recomienda a los Estados varias medidas para promover dietas más sanas como, por ejemplo, aplicar impuestos a los refrescos y alimentos con alto contenido de grasas, azúcar y sal o reexaminar los sistemas existentes de subsidios agrícolas. Y fue muy claro en su diagnóstico: “Solo se conseguirá una transición hacia dietas sostenibles apoyando distintos sistemas de explotación agrícola que permitan garantizar a todas las personas el acceso a dietas adecuadas y al mismo tiempo respaldar los medios de subsistencia de los agricultores pobres, y que sean sostenibles desde un punto de vista ecológico.”
A la misma conclusión llegaron otras agencias internacionales como la FAO y la Organización Mundial de la Salud (OMS). Todas concuerdan: el cambio de rumbo es urgente. La comida no es una mercancía sino una fuente de vida.
El Consejo de Derechos Humanos de la ONU está actualmente discutiendo un proyecto de Declaración sobre los derechos de los campesinos y otras personas que viven en las zonas rurales. La discusión es complicada. Los Estados Occidentales, a pesar de las repetidas advertencias del Relator Especial sobre el Derecho a la Alimentación y de otros expertos, se oponen al proyecto con fuerza. Sin embargo, los campesinos luchan con determinación. Su lucha por la tierra, el agua, las semillas, los medios de producción, la biodiversidad, etc., es nuestra lucha. Sin ellos no podemos sobrevivir.
Por Micòl Savia
- Micòl Savia es abogada, representante permanente de la Asociación Internacional de Juristas Demócratas (AIJD) ante las Naciones Unidas en Ginebra.
Notas:
1) Estudio definitivo del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos sobre la discriminación en el contexto del derecho a la alimentación (A/HRC/16/40)
2) Jean Ziegler, Destrucción masiva, la Geopolítica del hambre, Península, 2012. 3) Informe A/HRC/19/59, 2012 4) Informe del Secretario General de las Naciones Unidas (A/66/83)
* Este texto es parte de la Revista América Latina en Movimiento, No. 496 de junio de 2014, que trata sobre el tema de " Políticas y alternativas en el agro en el año de la agricultura familiar".
Fuente: El Economista