Acteal: tejiendo la memoria
Mariana Díaz es tsotsil de Los Altos de Chiapas, región de tejedoras ancestrales y paisajes montañosos cubiertos por la niebla. Zona de la masacre de Acteal, que está a punto de cumplir un cuarto de siglo y se mantiene impune; y de actuales ataques armados contra la población del municipio de Aldama. Pero también, dice Mariana, región de “resistencia y organización”, donde ella y sus compañeras se mantienen “aparte del gobierno”, del que, asegura, no reciben nada “porque su dinero no nos va a servir y no queremos perder la cultura, el tejido, la lengua y el maíz”. ¿Y qué pasa si recibes el apoyo?, se le pregunta. “Nos van a querer callar”, responde. Por eso, explica, mejor bordan, y de ahí sale un poco para el sustento y la organización.
Mariana tiene 32 años y cinco hijos. Hila desde niña en el telar de cintura, le enseñó su hermana Celia. Necesita un mes para hacer la urdimbre y cuatro meses para bordar la tela. Se levanta a las tres de la mañana, hace el fuego, pone el café, muele el maíz, hace la tortilla, sirve el desayuno, barre, lava, alimenta a los hijos y a los animales, limpia la milpa y el cafetal. Y borda de tres a cuatro horas diarias. No alcanza el día, dice.
“Cuando me voy a dormir”, cuenta la mujer, “cierro mis ojos y sueño en que puedo vivir del bordado, de nuestros campos, de cuidar la tierra. Mi sueño es hacer todas las figuras que hay en la comunidad, hacer tortugas, gallos, corazones como mi corazón, que está feliz. Hacer nuestros bordados para que no se pierda la cultura. Voy a la milpa para cuidar a nuestra Madre Tierra. Mantengo mi vida para hacer nuestras flores. Me gusta”.
La primera parte de este reportaje se realiza en Acteal, sede del Santuario de los Mártires, como se les conoce a los 45 indígenas que fueron asesinados el 22 de diciembre de 1997. En esta región, parece, la violencia llegó para quedarse. No hay día en que no se escuchen los disparos por el conflicto de tierras entre los municipios de Chenalhó y Aldama. Sólo en Aldama hay 3 mil 499 personas desplazadas intermitentemente. Esta situación, explica el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, viene desde el gobierno de Enrique Peña Nieto, “pero se volvió más crítica con el de Andrés Manuel López Obrador”. En Chalchihuitán, por su parte, hay cerca de mil 237 personas desplazadas, y en Pantelhó, 3 mil 205, aunque algunas ya han retornado.
Entre la violencia crecieron las niñas y niños tsotsiles que hoy tienen menos de 30 años. Y, aunque no han vivido otra cosa, no la normalizan. De la precarización que llegó con la guerra contrainsurgente en 1997 y del desplazamiento posterior, el bordado vino no sólo como sustento económico, sino también como forma de organización entre mujeres. Para juntarse entre ellas.
Lo que defendemos de nuestro territorio, dice en la entrevista colectiva Carmela Pérez Pérez, de Tzajalchén, “está en nuestra ropa”. Ella viste un huipil de mariposas bordadas con hilos plateados y dorados, en el que “tratamos de representar que vuelan entre los árboles y bejucos, y si hay algo más que nos agrade del agua o de las flores lo ponemos en nuestra ropa. Es lo que hay acá, no nos inspiramos de otros lugares”.
“La tierra, los árboles y todo lo que hay en nuestro lugar, lo estamos defendiendo de cualquier abuso. Porque si sufren abuso, nosotras también. Porque si alguien quema nuestro terreno mueren muchas vidas. Nosotras queremos que nuestras tierras estén en nuestras manos para que ahí se produzcan las verduras y todo lo que usamos, plantas medicinales, tomates, todo. Hay quienes ya usan productos químicos para trabajar, pero nosotros queremos trabajar con nuestras manos, así”, insiste Carmela.
“De nuestras tierras”, añade la mujer tsotsil, “surge nuestra imaginación, lo que dibujamos en nuestros tejidos y bordados. Por eso las defendemos, porque si no lo hacemos se irá todo aquello que vemos y dibujamos”.
Maderas, jade, agua y recursos minerales y pétreos en disputa
Las montañas de Los Altos de Chiapas son parte de las 7.5 millones de hectáreas de un territorio disputado por transnacionales, gobernantes, empresarios locales, crimen organizado y sectas religiosas. No es difícil saber por qué: selvas húmedas, bosques de coníferas y encinos, bosques húmedos de montaña y pastizales cultivados que representan el 39 por ciento del territorio de la entidad, además de las 106 áreas protegidas. Su riqueza natural sólo es comparable al tamaño de su cultura: 12 de los 69 pueblos indígenas del país conviven (y sobreviven) en estas tierras.
Luis Hernández Castro, coordinador del Área de Trabajo Regional del Frayba, explica que existe “una fuerte riqueza natural en la zona de los Altos y particularmente en los municipios de Chenalhó, Aldama y Chalchihuitán, en los que hay recursos maderables, plantas medicinales, recursos del subsuelo y pétreos”. En la región, señala, hay también yacimientos de jade, conocido en las comunidades como la piedra verde, que lo mismo se encuentra en los márgenes de los ríos que en las montañas. También hay importantes mantos freáticos, manantiales y ojos de agua que se defienden porque se consideran espacios sagrados.
En los últimos años, como en el resto del estado, se ha expandido el crimen organizado, justo donde históricamente crecieron los grupos paramilitares involucrados en la masacre de Acteal. Ahora, explica el integrante del equipo de derechos humanos, “ellos ejercen un control territorial y poblacional a través del miedo y de las armas”. Y, en este contexto, “las bordadoras de Acteal reflexionan sobre la defensa del territorio, de su cultura, de sus cuerpos/territorio, y sobre el territorio de su colectivo”.
La vida que se defiende
Aún no amanece y empiezan los fogones a encenderse en Tsajal Uk’um, comunidad localizada a cinco kilómetros de terracería desde Acteal. Esta es la región en la que hace casi 25 años ocurrió la masacre en el contexto de la guerra de baja intensidad contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), documentada por el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (Frayba) y por diversos organismos internacionales.
En Tsajal Uk’um la vida sigue abriéndose camino. Ernestina recoge las hojas de chayote que le pondrá a los frijoles. Entra a la cocina, muele el café y atiza el fogón; mientras, su suegra Olga se encarga de moler el maíz azul. Marisol, la hija más grande de Olga y Vicente, hace la tortilla en prensa de madera; Laura acarrea el agua en cubetas y Liliana, de 17 años, se encuentra en el solar hilando una pulserita de siete colores. El fogón es el centro de la vida. Afuera, el patio está lleno de flores en este verano de lluvias. Ahí descansan los utensilios de labranza, el mecapal, los azadones, machetes y los cestos para recoger y limpiar el frijol. “Es la vida que me gusta”, dice Olga, una de las fundadoras de la Cooperativa Jolob Luch Maya, de la Sociedad Civil Las Abejas.
La tarde se asoma en este paraje de la resistencia y Olga Hernán Pérez mete gallinas y guajolotes a sus corrales. Luego, hilvana con palabras en su lengua ancestral el nacimiento de la cooperativa de mujeres bordadoras, fundada apenas un mes después de la masacre de diciembre de 1997. “En 1998 comenzamos con la cooperativa, debido a que estábamos sufriendo. Fuimos desplazadas y no teníamos forma de ganar dinero. Nuestros hijos sufrían y se enfermaban al igual que nosotros. Luego vinieron nuestros hermanos y hermanas, ‘reúnanse y hagan esto’, nos dijeron. Les hicimos caso, nos agrupamos para bordar y así surgió nuestra cooperativa”.
Sentada a un lado de Olga, Rosa completa la historia: “Ya tenía siete días de que pasó la matanza cuando nosotras de Tsajal Uk’um llegamos a Acteal y ahí nos dimos cuenta que no teníamos nada, ni ropa ni zapatos, no teníamos dinero y no teníamos la forma de ayudarnos. Pero nos reunimos todas las mujeres que tejíamos y bordábamos. Quien comenzó todo fue una madre que se llama Chavelita, ella nos dio unas telas de 25 por 25 centímetros, de estos tamaños”.
A unos meses de cumplir 25 años bordando en colectivo, Olga y Rosa coinciden en el cansancio y la enfermedad. Los hombres, dicen, “están ocupados en la organización” y en el campo. Y el dinero escasea. Por pasar toda la vida en el telar ya se nubla su vista y padecen dolores de cabeza continuos. “Nuestro cuerpo ya está cansado. Nuestra edad avanza al igual que la de la organización. Ya no es la misma fortaleza del corazón. Pero nuestra organización es muy buena, tiene peso. Representa alegría para los que están sufriendo, representa un apoyo para no depender del gobierno”, explica Olga. Y remata: “pero hay ocasiones en que no razonamos y ya no nos organizamos bien, como que se pierde nuestra razón de ser, pero ahí vamos superándolo. No hemos descansado y seguimos luchando”.
Rosa explica que gracias “a que somos una agrupación de mujeres nos animamos en la realización de bordados”, pero a muchas ya les falla la vista y no hay dinero para lentes. Ahora, considera, “es importante enseñarles a nuestros hijos, para que no dependamos del gobierno, sino que aprendan a estar en una organización. Queremos seguir con la fortaleza de seguir caminando y de dialogar”.
La cooperativa de bordado, coinciden todas, cambió el papel de la mujer en la familia y en la organización, pues su trabajo se convirtió muchas veces en el sostén principal. Vicente Ruiz, esposo de Olga, quien actualmente ocupa un cargo en la iglesia, lo confirma: “El trabajo de las mujeres es muy importante, porque ya no es como antes, cuando ellas no salían. Ahora están abiertos los ojos y ya saben dónde buscar su trabajo, cómo mantener a su familia con sus artesanías. Se apoyan mucho entre ellas, con sus hijos e hijas, con las que no tienen nada. No a todos los hombres les gusta que la mujer tenga su palabra y que trabaje, no están de acuerdo porque piensan malas cosas y sienten envidia por sus mujeres”.
Zoila Gómez tiene 42 años y cuatro hijos de entre 4 y 22 años de edad. Borda la puntada conocida como cinco espinas, representativa de la región. La enseñó su mamá Antonia, que ahora tiene 73 años y quien a su vez aprendió de su abuela María, que está por cumplir 100 años y tuvo ocho hijos. Cristina Paz está a su lado. Ella tiene 39 años y no tuvo hijos, borda desde los 10 años y viste una blusa con 50 mariposas moradas, una pieza artesanal que representa más de tres meses de trabajo. Cristina no fue a la escuela, pero dice que le hubiera gustado.
Cuando Elena Pérez, de 32 años, se refiere a lo que le gusta de su comunidad, su rostro se ilumina. “Ahí está mi casa, mi cama, mi comunidad, el cafetal. Todo me gusta”, dice sin empacho. Y a Lorena también le gusta, pero habla de lo duro que es trabajar mucho tiempo bordando para ganar un promedio de 200 pesos a la semana, de los cuales son 100 de inversión en materiales.
En grupo salen rumbo al cafetal de Olga. Se suben a la camioneta, y con sus hijos ceñidos a la espalda con el rebozo, emprenden el camino. Llegan y caminan machete en mano cortando hierba y moviendo la tierra con el azadón. Son campesinas, mamás, bordadoras, esposas, defensoras de una vida que les gusta. Mariana afirma que no se imagina en otras tierras, pero habla de lo difícil que es vivir por la escasa venta de sus bordados.
El grupo de mujeres posa para las cámaras de Raúl Ortega y Xun Sero. No paran de hablar y de reír mientras trabajan en un cafetal de autoconsumo, cuya cosecha estará lista entre octubre o noviembre de este año. A un lado, en la milpa, se asoman los primeros elotes de agosto. Y empieza ya la cosecha de frijol. En Tsajal Uk’um las mujeres tienen una tienda colectiva y una granja de pollos. Hasta hace poco tenían algunas cabezas de ganado que tuvieron que vender para cubrir necesidades de salud.
El regateo, acto de discriminación que no valora su trabajo
El regateo en las calles de San Cristóbal de las Casas es histórico, tanto de turistas locales como extranjeros que les insisten a las artesanas para que les ofrezcan precios más bajos por su trabajo. “En San Cristóbal rentamos casa para la cooperativa, le pagamos a quien pinta y de la venta de una de nuestras artesanías sólo nos queda el 30 por ciento”, explica Rosa.
Rosa y el resto de las mujeres ven el regateo como “algo discriminatorio”, y por eso muchas veces “si alguien viene a ofrecer 25 pesos, pues le decimos que no, porque el proceso de realización es tardado. Si es un tejido, primero preparamos nuestros hilos en bolas, luego en el urdidor, lo que nos lleva varios días, y luego el bordado. No vamos a ceder en los abusos cuando lo quieren más barato porque nosotras sabemos el trabajo que conlleva, sabemos cuánto invertimos para comprar hilos y telas y todo lo que necesitamos. Por eso nosotras estamos en una organización, para apoyarnos y evitar los abusos”.
Mariana remata y exige “que no abusen las personas al vernos que somos indígenas, que no hablamos bien el español y que no sabemos explicar el proceso y el tiempo que nos llevan hacer nuestro trabajo. Hay gente que quiere que casi se le regale el trabajo. Y no sólo es el trabajo, es también la cultura. Yo pienso que la gente no ve todo lo que hay, la tortuga, el gallo, la flor. Pienso que la gente no está mirando a la Madre Tierra cuando regatea”.
Un cuarto de siglo sin justicia verdadera
“Ya van a ser 25 años de la masacre y no hay justicia. Nosotros no queremos dinero, ni para mis hermanos ni para mis familiares, sólo justicia”, dice María Vázquez, quien aquel 22 de diciembre sobrevivió porque salió del campamento por la mañana rumbo a Chixiltón, y ahí estaba cuando llegaron los paramilitares a disparar y atacar con machetes a quienes se encontraban en ayuno orando por la paz.
Actualmente, en la hondonada donde ocurrió la barbarie, se levanta una iglesia con murales exigiendo justicia, la oficina de la mesa directiva de la Asociación Civil Las Abejas de Acteal, una cocina y un comedor comunitario, la casa de comunicación y, entre otras rudimentarias edificaciones, el local de la cooperativa de mujeres bordadoras.
Los niños juegan fútbol en el espacio/auditorio al aire libre en el que se celebran las misas y eventos públicos de Las Abejas, que a su vez se prepara para los festejos de su 30 aniversario. Todos estos niños nacieron después de la masacre y su corta vida ha estado marcado por la misma violencia. Pero juegan y ríen, mientras sus madres bordan, están en la cocina o se preparan para salir a limpiar el cafetal.
Del paraje vecino de Tsajal Uk’um son originarios tres de los presos liberados por la masacre de Acteal. No regresaron a vivir al pueblo pero llegan a visitar a sus familiares, al igual que el resto de los 29 asesinos confesos puestos en libertad en 2009 por “fallas al debido proceso”. “El Estado mexicano no sólo armó a los paramilitares y propició la masacre de Acteal, sino que también se encargó de liberar a los autores materiales, a través de la mal llamada Suprema Corte de Justicia de la Nación, que para nosotros es una suprema corte de ricos y criminales”, dijeron Las Abejas en una campaña lanzada en 2017 bajo el nombre de Acteal: Raíz, Memoria y Esperanza, en la que responsabilizaron como autores intelectuales a Ernesto Zedillo Ponce de León, Emilio Chuayfet, el general Enrique Cervantes Aguirre, el general Mario Renán Castillo, Julio César Ruiz Ferro, entre otros que no han sido juzgados.
Tsajal Uk’um colinda con Chimix, Pechiquil y Polhó, todas tierras arrasadas por el paramilitarismo no reconocido aún por el Estado. Aquí se siguen disparando las mismas armas de alto calibre usadas en la masacre. Lo han denunciado innumerables ocasiones sin obtener respuesta alguna.
“Tenemos esperanza de que Dios cambie el corazón del gobierno y que castigue a los autores materiales e intelectuales de la masacre”, dice Vicente Ruiz, al tiempo que recuerda que “han pasado ya cuatro años del actual gobierno y no hay cambios. Ya van cuatro presidentes y la justicia no llega”.
Jorge Luis Hernández Castro, del Frayba, explica que dentro del trabajo de reflexión que acompaña actualmente el centro fundado por el obispo Samuel Ruiz García con las bordadoras de Acteal, ellas han dejado claro que la paz no vendrá del gobierno. “Desde la aguja y el hilo bordan su propia historia y la cosmovisión del mundo para hacer justicia y para fortalecer su trabajo como defensoras de derechos humanos”, dice el entrevistado. Y Mariana confirma: “Nuestra esperanza no está en nuestros gobernantes, está en nuestra organización y trabajo”.
Las Abejas junto con las víctimas y sobrevivientes de la masacre están empujando a la justicia a nivel internacional ante la Corte Internacional de Derechos Humanos (CIDH), organismo que se encuentra en periodo de análisis para rendir el esperado Informe de Fondo, cuyo contenido es la demanda y esperanza de justicia de la organización que no ha pactado con el gobierno. Se espera que en Informe de Fondo de la CIDH se contemplen no sólo las graves violaciones a los derechos humanos, sino también las consecuencias de la contrainsurgencia en México y en Chiapas específicamente.
División inducida con programas de gobierno y soluciones “amistosas”
La cita con las mujeres de la cooperativa es en la parte baja de Acteal, convertida en santuario y sede de la memoria en la que mes con mes se reúnen los sobrevivientes y desplazados por la violencia. Aquí 45 cruces rodean el escenario levantado para rendir homenaje a las 19 mujeres, 8 hombres, 14 niñas, 4 niños y 4 aún no nacidos asesinados por el grupo paramilitar priísta del municipo de Chenalhó, quien, como advirtió el Frayba, “actuaba con la aquiescencia y tolerancia de las autoridades mexicanas, en aplicación de una política de contrainsurgencia de Estado claramente diseñada en el Plan de Campaña Chiapas 94”.
¿Cómo imaginar vida después de tanta muerte?, se les pregunta a las mujeres bordadoras que se definen también como defensoras del territorio. María Vázquez Gómez, originaria de Acteal y sobreviviente de la masacre, cuenta que después de las muertes y el desplazamiento forzado las familias se quedaron sin tierras y sin sustento, y “nos empezamos a preguntar cómo le podíamos hacer, cómo podíamos vivir. Así nos dimos cuenta de que podíamos vender. Había muchas mujeres que lloraban porque no sabían cómo iban a vivir con sus hijos, porque dejaron sus pertenencias en sus casas y se tuvieron que desplazar de Queshtic. Allá quedaron su cafetal, sus animales, su comida, y se preguntaban cómo le iban a hacer. Por eso empezamos a organizarnos, para empezar a trabajar con los bordados y poder vender”.
Nueve familiares de María fueron asesinados aquel 22 de diciembre. Su mamá, sus hermanos mayor y menor, su cuñada y cinco sobrinas. Guadalupe Vázquez, conocida como Lupita en el trabajo político, es una de sus sobrinas sobrevivientes.
“Nosotras”, dice María, “somos resistencia”, y explica que no reciben apoyos del actual gobierno federal, ni del programa Sembrado Vida, ni becas ni las casas que les construyen a quienes salieron de la organización original y pactaron un Acuerdo de Solución Amistosa con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. “Por eso”, continúa María, “las mujeres trabajan y trabajan, aunque ahorita no hay mucha venta ni dónde vender”.
La mujer tsotsil lamenta que “el dinero que reparten para los mayores de edad ha desintegrado a las comunidades del municipio. A nosotros, como sobrevivientes, el gobierno nos quiere desintegrar para que ya no haya más que resolver, por eso muchas compañeras se han desintegrado. Pero nosotras queremos que haya solución, aunque nos digan que ya no somos muchos los de Las Abejas. Seguiremos en la búsqueda de que se resuelva y haya verdadera justicia por la masacre”.
Olga, por su parte, también lo tiene claro. Dice que no aceptan los programas gubernamentales porque “siempre nos van a decir que ya nos dieron y recibimos algo y nos van a querer callar. Por eso preferimos salir adelante solas, así tenemos la fortaleza de hablar y decir, y hay quienes nos escuchan más al ser independientes. Nos sentimos más fortalecidas así con nuestra organización, a pesar del cansancio por toda nuestra labor.”
La diferencia entre los que aceptan los apoyos del gobierno y los que no, explica Olga, es que “quienes reciben dinero ya no hacen más cosas, ya no quieren trabajar y se la pasan esperando a que les llegue el dinero. Cuando a un hombre le llega el dinero se le pide a su mujer para ir a emborracharse, o comprar alguna otra sustancia. Al llegar a su casa regaña a su mujer, le paga y la corretea, es lo que yo he podido ver. Ya les da igual trabajar o no, ya sólo están en espera del apoyo”.
“Nosotras”, añade Mariana, “nos diferenciamos de los que sí reciben del gobierno porque si dejamos la tierra podemos terminar hasta de sirvientes para los ricos. Por eso nosotras queremos buscar nuestros propios recursos. Cuando el gobierno reparte proyectos siempre quiere saber cuántas hectáreas de terreno tiene cada persona, te piden cuánto tienes para que te den fertilizantes o herbicidas. Pero nosotras no queremos eso”.
Luis Hernández, coordinador del Área de Trabajo Regional del Frayba, organización de derechos humanos que ha acompañado a Las Abejas desde su nacimiento, explica que con la llamada Solución Amistosa pactada con un grupo de Las Abejas que se escindió de la organización original, y que está recibiendo programas, casas y materiales, “el gobierno federal está enviando el mensaje de que los que negociaron sí consiguieron justicia (material) y que los que se quedaron en Las Abejas no, y a ellos parece decirles ‘ustedes sigan resistiendo, mientras los que pactaron ya tienen casas y luz’”.
Pero la postura de las mujeres bordadoras de Acteal, señala el entrevistado, “es muy clara, porque ellas no buscan una casa de concreto o postes de luz. También les ofrecieron Sembrando Vida, becas Benito Juárez, apoyos en la salud y otros programas del Estado, todo lo cual no tendría nada de malo si fuera acompañado de un verdadero plan de justicia, si hubiera una respuesta verdadera a lo que exigen desde hace 25 años, que tiene que ver con la responsabilidad efectiva del Estado y, luego, una reparación integral, pero hasta la fecha no está sucediendo. Entonces ellas dicen que lo que quiere el gobierno con esos apoyos es callarles la boca”.
Lo que es definitivo, sintetiza Hernández, es que aunque ya se habían dado divisiones en Las Abejas, “es en este sexenio cuando ha salido más gente de la organización”, básicamente debido a los proyectos y a la situación de precariedad en la que viven quienes siguen buscando justicia.
“Nosotros pensamos que si se recibe el dinero del gobierno nosotros ya no tenemos palabra. Con eso matan la palabra, tapan la boca, nos tapan el ojo. El gobierno busca la forma de dividir a la gente, vienen con sus campañas y cambian el corazón”, dice por su parte Vicente Ruiz, esposo de Olga y párroco de Acteal.
Si destruyen la naturaleza, nos destruyen a nosotras
Olga no para un segundo sus labores cotidianas. Ahí, dice, está su vida. “Lo que me da esperanza es tener nuestro sembradío de maíz para luego tener dónde ir a cortar elotes. Eso me da alegría. En el caso de los pollos, voy a verlos y me río y hablo con ellos. Producir lo que consumimos nos da también felicidad. Para Rosa no es distinto: “nos da alegría darle buen uso a la tierra y que no estamos aprendiendo a depender del gobierno o a vender nuestras tierras. Nos gusta estar juntos y reunidos, podemos caminar, hablar y nos defendemos entres nosotras, es lo que nos gusta”. Aquí la autonomía, sin nombrarla, se ejerce. “No estamos por parte de nadie, nadie nos está mandando. Estamos agrupados por nuestros propios medios, eso nos hace orgullosas de nuestro andar”, remata Olga.
María Vázquez vuelve al bordado y sus recuerdos. “Las muchachas siempre trabajan bien sus cabezas, sus pensamientos, y pensaron en hacer animalitos. Antes hacíamos casi sólo la figura que se conoce como cinco espinas, la florecita y uno como hueso de pescado, que tiene su nombre en tsotsil”.
El bordado, sintetiza María, se relaciona con el territorio porque “ahí están las plantas, los gusanos, las abejas y las mariposas en las flores. Nosotras copiamos de la naturaleza. Por eso, si la destruyen, nos destruyen a nosotras”.
Este texto forma parte del especial "Hilando el territorio" realizado por Desinformémonos y el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo México.
Te invitamos a ver el especial completo con la historia de tres colectivos de mujeres de distintos pueblos originarios, la relación de sus hilados ancestrales con el territorio amenazado; los retos de su organización autónoma; su quehacer cotidiano que empieza con las primeras horas del sol y termina al anochecer; la discriminación que enfrentan con el regateo en la venta de sus textiles; su estrecho vínculo con la tierra, el maíz, las flores, los animales, la montaña, el mar, el río y todo lo que las rodea.
Fuente: Desinformémonos