No deberían llamarles bancos públicos de desarrollo
Entre el 9 y el 12 de noviembre de 2020, se reunirán 450 instituciones financieras de todo el mundo en lo que dicen que es la primera reunión internacional de bancos públicos de desarrollo, en una reunión a la que llaman la cumbre “Finanzas en Común”, bajo el auspicio del gobierno francés. Las instituciones, cuyo rango va del Banco Mundial al China Development Bank, destinan entre todos 2 billones de dólares al año en los así llamados proyectos de desarrollo — carreteras, plantas de energía, plantaciones agroindustriales y más. Gran parte de este gasto lo financia el público —nosotros— motivo por el que se llaman a sí mismos “bancos públicos de desarrollo”. Pero nuestras contrapartes en el terreno y nuestra experiencia nos muestra que no son públicos y que lo que financian no es desarrollo.
Declaración colectiva
En gran medida, estas instituciones consiguen su dinero de las arcas públicas, que se alimentan del trabajo e impuestos de las personas. Como instituciones de propiedad estatal, tienen la obligación de respetar y proteger los derechos humanos en sus políticas y operaciones. Y se supone que deberían rendirle cuentas a ese público, a través de organismos de supervisión gubernamentales. Pero dicha rendición de cuentas casi no existe. Sea Proparco en Francia, Bio en Bélgica o DFC en Estados Unidos, poca gente ha escuchado algo de estos bancos de desarrollo y mucho menos sabemos qué es lo que pretenden.
A diferencia de los organismos de cooperación en el desarrollo, que proporcionan subvenciones y préstamos a los gobiernos del llamado Sur global, los bancos de desarrollo invierten en el sector privado buscando rendimientos financieros. Arguyen que las compañías dan impulso al crecimiento y al empleo y que, para que esto ocurra, quienes financian deben asumir riesgos, por ejemplo, mediante endeudamientos y fondos de capital privados. Unos cuantos millones de dólares de un banco de desarrollo les brinda a las corporaciones una forma de garantía que pueden entonces utilizar para recabar más millones de prestamistas privados u otros bancos de desarrollo, con frecuencia a tasas más bajas. Así es como juegan un papel crucial estos bancos de desarrollo en posibilitar que las corporaciones operen en el Sur global expandiendo sus mercados y su presencia en diversos territorios —desde plantas de carbón contaminantes en Bangladesh a represas hidroeléctricas en Honduras, o riesgosas plantaciones de soya [soja] en Paraguay— en modos que no podrían si no contaran con este apoyo.
Siendo organizaciones de la sociedad civil que trabajamos muy de cerca con contrapartes y comunidades en el Sur global, estamos muy familiarizados con el involucramiento de estas instituciones en la agricultura. Es difícil llamarle desarrollo a su contribución. Hemos presenciado que invierten primordialmente en compañías de agronegocios y en un modelo industrial de la agricultura que es el principal impulsor de la pandemia y de la crisis climática. Los bancos de desarrollo tienen pocos antecedentes de apoyo a sistemas alimentarios controlados localmente o a una agricultura agroecológica campesina, que son soluciones verdaderas a estos dos problemas.
Durante los últimos cinco años, por ejemplo, algunos grupos han trabajado juntos para apoyar a comunidades en la República Democrática del Congo, afectadas seriamente por una plantación de palma aceitera propiedad de una compañía canadiense que recibió 140 millones de dólares en financiamiento de numerosos bancos de desarrollo, incluidos unos 88 millones de dólares de CDC Group, un banco de desarrollo del Reino Unido. La compañía, Feronia Inc, en su mayor parte era propiedad de bancos de desarrollo hasta que entró en bancarrota este año y se le pasó a otro fondo privado con sede en el paraíso fiscal de Mauritius. Feronia, que nunca obtuvo ganancias pero pagó generosamente a su personal expatriado, se habría derrumbado hace años si no hubiera sido por la intervención de los bancos de desarrollo.
Se argumenta que la participación de esas instituciones proporcionaría a las comunidades locales que viven en las plantaciones y sus alrededores la posibilidad de hacer frente a sus antiguos agravios, que han existido desde que las tierras les fueron robadas a punta de pistola hace más de 100 años por el entonces gigante anglo-holandés Unilever y el rey Leopoldo de la Bélgica colonial. Sufrieron inmensamente durante el siglo pasado, y cualquier compromiso sincero con el “desarrollo” sólo podría ser posible si comenzara por responder al robo de sus tierras y bosques y condujera a la restitución de las tierras y a las reparaciones. Pero los bancos de desarrollo se resisten a cualquier movimiento significativo que asuma esta ruta. De hecho, ha sido todo lo contrario.
No han tomado medida alguna para responder a los conflictos históricos sobre las casi 100 mil hectáreas de concesiones de tierras o a las acusaciones de corrupción que persigue al proyecto. Sus planes ambientales, sociales y de gobierno (ASG) no hicieron nada por aliviar la pobreza en las comunidades. Y la participación de los diversos bancos no redujo las violaciones desenfrenadas de los derechos humanos contra los la población o quienes laboran ahí. Lo peor es que los bancos han actuado socavando los esfuerzos que la comunidad emprende mediante los mecanismos de reclamación que ellos mismos establecieron.
La realidad es que pese a los lineamientos o códigos de conducta ASG contra el acaparamiento de tierras, no hay modo en que las inversiones de los bancos de desarrollo en plantaciones industriales puedan contribuir a un “desarrollo sustentable”. Estas plantaciones son reliquias coloniales, diseñadas tan sólo para extraer ganancias para sus propietarios y producir mercancías de agrícolas de exportación para los compradores extranjeros. Requieren tierras robadas, mano de obra explotada y violencia armada para impedir que se subleven los trabajadores y la angustiada población. La creación de “empleos” y proyectos sociales, como las escuelas y las clínicas de salud al equipadas (que los bancos de desarrollo utilizan para justificar su presencia) es meramente el robo y la destrucción de tierras y recursos que la gente de las comunidades utilizaban para sustentarse a sí misma.
Seamos claros: los bancos públicos de desarrollo están desconectados de cualquier sentido de lo que significa lo “público” y de cualquier argumento sobre cómo debería ser el “desarrollo”. En la alimentación y la agricultura, la espina dorsal de nuestra existencia, financian a la agroindustria corporativa. No se crearon para apoyar ningún otro modelo y no tienen una capacidad real para hacerlo. Como la agricultura industrial es responsable de hasta el 37% de las emisiones anuales de gases con efecto de invernadero en el mundo, es claro el argumento para despedir a los bancos de desarrollo. Necesitamos un enfoque muy diferente de las finanzas internacionales que apoye a las comunidades en vez de a las empresas, y sistemas alimentarios libres de control corporativo.
- Para ver la declaración con las firmas (PDF), haga clic en el siguiente enlace:
Fuente: Farmlandgrab