Más transgénicos, menos vida
Argentina y Brasil ya aprobaron el trigo HB4, es decir el trigo transgénico ya está entre nosotros. ¿Qué implica, cuáles son los riesgos y cuáles son los próximos pasos de las organizaciones que luchan contra los transgénicos en los alimentos? ¿Estamos a tiempo de frenar esta nueva avanzada del agronegocio? ¿Cuánto son capaces nuestros cuerpos y territorios de seguir soportando?
El 10 de noviembre Brasil aprobó la comercialización del trigo argentino genéticamente modificado por la empresa de biotecnología agrícola Bioceres y yo publiqué en mi cuenta de Twitter un mensaje desesperanzado. “Brasil aprueba el trigo transgénico. No tendremos ningún trigo que no sea genéticamente modificado”.
Enseguida tuve una respuesta: “No sé si esto resultará en que todas las harinas serán GM.” Quién me respondió fue Paulo Barroso, presidente del Comité Técnico Nacional de Bioseguridad (CTNBio), órgano brasilero responsable de la aprobación. Continuó: “Pero afirmo: será tan seguro como las harinas de maíz y aceites de soja utilizados desde hace 15 años sin problemas. Tan seguras como las vacunas de Pfizer y AstraZeneca, también transgénicas.”
La jactancia puesta en la seguridad no negaba sin embargo lo obvio: la propia entidad regulatoria de la bioseguridad no puede garantizar que otras variedades de trigo no transgénico seguirán existiendo. Con el maíz sucedió así. El cultivo tradicional fue progresivamente desapareciendo hasta que hoy los campos están prácticamente todos ocupados con una sola variedad, la creada por Monsanto. Las semillas locales, las que hacen a la diversidad de esos cultivos, están en peligro de extinción.
El 97% del maíz cultivado en Argentina es transgénico. En Brasil, el 96%. Los escasos cultivos de variedades criollas son conservadas, no sin dificultades, por comunidades ribereñas, indígenas y quilombolas.
Gran parte de la pérdida de la semilla criolla del maíz se debe a la imposición de la agroindustria que exige esa variedad. “El agricultor ya no produce para su propia seguridad alimentaria”, explican desde el Grupo Semillas, de Colombia. “Ahora se produce para el mercado, lo cual obliga a los agricultores a producir lo que el mercado pide y no lo que necesitamos y sabemos producir.”
Muchos se pueden preguntar por qué eso es importante.
El maíz criollo es diverso y por ende adaptable a distintos terrenos y métodos productivos. No es dependiente de más insumos que la inteligencia y los saberes colectivos que hallan en los territorios la forma más adecuada para cada variedad. Esa selección cuidadosa permite sembrar en suelos que para la agricultura industrial son pobres y despreciables. Son conocimientos y cultivos milenarios que luego devienen en una transformación culinaria también diversa, compleja y local: receta únicas, deliciosas y nutritivas. Los logros, del avance del maíz transgénico en estas tierras: el desplazamiento de campesinos, el aumento del uso de agrotóxicos y la sustitución de comida de verdad por ultraprocesados –eso que se cocina con el maíz BT–.
Lo mismo ocurre con el trigo, un alimento tan o más consumido que el maíz.
Pero los transgénicos se han convertido en algo más efectivo que un alimento: la promesa de algo mejor. La narrativa incluye modernidad en el campo, desarrollo en las comunidades, hambre cero y hasta más nutrientes. Un relato que se sostiene a fuerza de repetición, publicidad y la legitimidad incuestionable de un saber científico y tecnológico. Solo eso explica que a pesar de no haber cumplido ninguna de las promesas el modelo se sostiene pero además se profundiza. Y solo eso explica, también, el mensaje inmediato del presidente del Comité Técnico Nacional de Bioseguridad a una periodista.
La resistencia
Argentina fue el primer país del mundo en animarse a lanzar el trigo transgénico al campo y a las góndolas. Un cultivo modificado para ser resistente a la sequía y a un herbicida más tóxico que el glifosato, el glufosinato de amonio. Pero para que el lanzamiento fuera efectivo necesitaba de otro país, un socio comercial estratégico dispuesto a continuar con su comercialización fronteras afuera. Y ese país fue Brasil.
El proceso en Argentina no fue fácil, no por riguroso sino porque el lobby en contra esta vez incluyó grandes empresas productivas de trigo que no quieren que la transgénesis los contamine y obstaculice la comercialización con otros países que no tienen aprobado el invento: China y toda la Unión Europea.
Y en las últimas semanas encontró un nuevo obstáculo. El Ministerio Público y la Defensoría Pública argentinas solicitaron la suspensión provisoria de comercialización de la semilla, autorizada por el Ministerio de Agricultura en octubre de 2020.
A Brasil prometieron que no ingresará la semilla, el país será solo el socio importador. Por eso el debate gira en torno a los riesgos del consumo, al menos de inicio. El mismo día de la reunión decisiva, los funcionarios de CTNBio hicieron una poco común conferencia por YouTube en donde anunciaron “la aprobación de la harina del trigo HB4”. Información replicada en muchos medios cuando el documento de la deliberación no hace mención al término “harina” o similar, lo cual parece dejar una brecha para la entrada oficial de los cultivos en un futuro próximo.
Con la soja transgénica fue así: primero Argentina y luego el resto de América del Sur hasta llegar a un presente con más de la mitad de su superficie cultivable cubierta con ese transgénico.
“La contaminación del transgénico a otras variedades es inevitable pero también es una forma de apoderamiento”, destaca Fernando Cabaleiro, abogado y activista ambiental en la organización Naturaleza de Derechos en Argentina. Han pasado tan solo cinco días desde la aprobación del trigo HB4 en Brasil. Es martes y hablamos por teléfono sobre las implicaciones de la decisión política.
Apenas se supo la noticia, Cabaleiro y otros abogados y productores agroecológicos pidieron una medida cautelar al Juzgado Contencioso Administrativo Federal n.º 3, en la ciudad de Buenos Aires. Se trata de un acto de precaución frente a los riesgos inminentes de una decisión que en este caso es la aprobación para comercialización del trigo HB4 por parte del Ministerio de Agricultura de Argentina. Los solicitantes citan estudios importantes sobre organismos genéticamente modificados y su impacto en el medio ambiente y en la alimentación humana. La alteración en el perfil de las proteínas de las plantas es una de las alertas: 32 nuevas proteínas fueron identificadas en maíces transgénicos, de acuerdo con una investigación sobre cultivos transgénicos en Brasil, en 2013. Este estudio es uno de los importantes antecedentes científicos que dan cuenta del reduccionismo genético respecto de las alteraciones generadas en las plantas. Y poco se sabe sobre los efectos de estas alteraciones en el cuerpo humano y en los biomas.
Por otro lado, en la aprobación por parte del gobierno argentino no fueron presentados estudios sobre la seguridad y desarrollo del trigo transgénico en los ambientes en que sería sembrado. Una semana después, la justicia ordenó al Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca y a la empresa Bioceres, propietaria del trigo HB4, hacer públicos los documentos, estudios y ensayos referentes a la tecnología. El texto, firmado por el juez federal Santiago Carrillo, dispone que el Estado abra una instancia de participación ciudadana sobre el tema, conforme estipulado en el acuerdo internacional medioambiental de Escazú, del cual Argentina es parte.
El mismo juez también incorporó el pedido de los productores agroecológicos a una mega causa en contra de los transgénicos en Argentina, presentada en 2014 como acción colectiva para frenar todos los cultivos transgénicos en el país. A pesar de que la resolución del juez Carrillo no implica suspender la aprobación del trigo HB4 por parte de Argentina, es un importante instrumento de transparencia en el proceso de estudios y desarrollos de las tecnologías que afectan distintos ámbitos de la sociedad. Un proyecto con marcha avanzada desde antes de la aprobación de Brasil: Bioceres revela en sus informes de cultivo que ya tienen más de 60 mil hectáreas sembradas con trigo transgénico en Argentina.
“Lo particular de ese conflicto es que nos lleva a discutir todo el sistema de regulación de los transgénicos en Argentina”, afirma el ingeniero agrónomo Fernando Frank. Hablamos en la misma semana en que se publica el cuadernillo Amenazas a la Soberanía Alimentaria en Argentina, material de su autoría, a través de la organización Acción por la Biodiversidad. El agrónomo dice que estamos ante una disyuntiva con dos caminos posibles: los agronegocios transgénicos o la Soberanía Alimentaria. Así, con iniciales mayúsculas y con toda la capacidad productiva de cultivo agroecológico que tiene el país.
“No hubo participación ciudadana para la aprobación del trigo HB4”, sigue. “Los expedientes son secretos, los estudios son sesgados a algunas disciplinas que las empresas y el gobierno eligen priorizar en desmedro de otras”. Da un ejemplo muy explícito de los antecedentes de poca transparencia que maneja el lobby de las semillas: la propia conformación de la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (Conabia), instancia de soporte técnico-administrativo del gobierno nacional.
“Desde 1991, la Conabia, una comisión que supuestamente asesora y toma decisiones, tardó mucho en revelar su composición. Y lo que vimos es que están sentadas en la mesa de decisión, de evaluación y asesoramiento las mismas empresas que proponen las semillas, lo cual es inaceptable bajo todo punto de vista".
Un riesgo transfronterizo
Tras las fauces de Jair Bolsonaro, en dos años de su gestión, en Brasil fueron aprobados casi 1.500 nuevos pesticidas y los asesinatos a indígenas e incendios en Amazonia han alcanzados niveles de récord. Se deforestaron 13.235 km2 de área amazónica, la mayor tasa de deforestación en 15 años registrada por el Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales (Inpe), representando un aumento de 21,97% en solo un año. La pandemia tampoco impidió la invasión de tierras: el informe “Violencia contra los pueblos indígenas en Brasil” apunta a un incremento de 137% de explotación ilegal y daños en territorios indígenas desde 2018, y registró 182 asesinatos de indígenas en 2020.
“Mientras yo sea presidente, no habrá demarcación indígena”, suele decir Bolsonaro, reforzando su promesa de campaña. Y mientras impulsa leyes para facilitar la entrada de invasores a tierras indígenas, en gobierno de Bolsonaro empeoran los índices de hambre: actualmente, 19,1 millones de personas -o el 9% de la población- no tienen acceso pleno a alimentos, un retroceso a marcas de 2004.
Segundo país de mayor extensión de cultivo de transgénicos, con 52,8 millones de hectáreas (atrás solo de EE.UU. y seguido de Argentina), Brasil además aflojó las reglas de evaluación para aprobación de esas semillas por parte de CTNBio el año pasado. El órgano puede, entonces, aprobar un evento transgénico sin el debido monitoreo por considerarlo de “riesgo negligenciable”, un concepto subjetivo que sería aplicado a casos de “daño reducido y de incidencia insignificante en el tiempo probable de uso comercial”.
Así, el escenario es particularmente propicio para el avance sin freno de desarrollos como este: sin muchos estudios, sin mucha información pública, sin mucho ruido. El intento de instalar el debate en la agenda del país se enmarca en la dispersión frente a los otros temas urgentes y complejos como corrupción, violencia y hambre.
“Vamos a hacer una acción civil pública o una medida judicial por la anulación del acto de CTNBio de liberar la comercialización del HB4”, cuenta la abogada Naiara Bittencourt. La contacto para saber los próximos pasos de la Campaña contra los Agrotóxicos y por la Vida en Brasil, de la cual ella es integrante. Está en Londrina, en el sur de Brasil, donde lanzan un libro acompañado con semillas agroecológicas de la cooperativa BioNatur.
“Hay una resistencia grande en ambos países, y la organización de la sociedad civil argentina está mucho más fuerte que en Brasil. Pero acá tenemos un factor importante que es el descontento de los sectores productivos y de comercialización del trigo, de productos panificados”, dice por teléfono entre ruidos de conversación en el salón del evento. Reconoce que la tarea no será fácil.
Una encuesta difundida en octubre de 2020 por la Asociación Brasilera de la Industria del Trigo (Abitrigo) reveló que el 85% de los molinos de ese país rechaza el trigo GM y el 90% está dispuesto a interrumpir la compra del trigo de Argentina.
Fue así que, por primera vez y en un hecho impensable, en defensa de la agroecología y la soberanía alimentaria, a los activistas ambientales se les suman firmas de empresas patronales. Adhirieron al documento lanzado por la Campaña en rechazo al trigo HB4.
De hecho, el mismo día de la deliberación de CTNBio, la Asociación Brasilera de la Industria del Trigo emitió un comunicado lamentando que “Brasil pasará a ser conocido como el primer país a aprobar la utilización del trigo transgénico en el mundo”. Bittencourt alerta que “esto significa que ellos también están pensando en alguna medida judicial para bloquear esta liberación”. Pesa el rechazo del sector productivo pero no es muy optimista: ”Estas medidas suelen arrastrarse en el tiempo, en Brasil. Ya habíamos cuestionado el maíz transgénico en 2007 y en 2009, pero estas acciones todavía están tramitando”.
El campo en riesgo
Creadora de la tecnología HB4, la bióloga Raquel Chan, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Conicet), defiende que no es posible pensar la alimentación sin los transgénicos. “Vivir de la agroecología es una utopía”, dice por video llamada luego de la aprobación comercial del trigo HB4 en Argentina. “La agricultura familiar es maravillosa, hay que hacerla y promoverla, está bárbaro. Pero un país no vive de eso.”
Raquel Chan es prácticamente una heroína para un sector del campo. Directora del Instituto de Agrobiotecnología de la Universidad Nacional del Litoral (IAL, CONICET-UNL), lanzó anteriormente la soja HB4, presente en los campos en Brasil desde 2015. En esa oportunidad, conversamos sobre la investigación de su equipo de la tecnología HB4 y el modelo de producción de alimentos en el campo. Siempre que mencionaba el “campo”, se refería a la agroindustria.
Aunque solícita a mis preguntas, no dejaba de demostrar fastidio en volver a explicar lo que ya dijo una y otra vez. También se adelantaba a algunas. “Si me preguntás si soy a favor de los herbicidas, te digo: son hechos para matar a las malezas. De por sí, no pueden ser buenos. Pero hoy no se cultiva sin herbicidas. Hasta que se invente algo mejor.”
De todos modos, me explicó a detalle la historia del HB4. Me contó que el nombre de su tecnología viene del gen del girasol “HahB-4” – este que es insertado como el gen exógeno en el trigo y la soja HB4 –, una abreviación de “Helianthus annuus”, nombre científico del girasol; HB, un tipo de gen; y el 4, que es un número de orden. “La técnica de ingeniería genética permite hacer con mucho más precisión lo que ya hacían los agricultores en tiempos ancestrales.”
Según la científica, todo lo que comemos es alterado y nada es natural. Aunque “a ciegas”, la selección genética de ejemplares mejor adaptados de los cultivos ya es considerado una intervención humana. Así, creaciones como la soja y el trigo HB4, para Chan, representan un enorme logro de la ciencia pública, en una alianza entre el Conicet, la UNL y Bioceres. “Así, dejamos de ser proveedores de granos y materia prima y pasamos a un escenario en donde desarrollamos tecnología de punta”, dice. “Esto va a generar riqueza en nuestro país. Es lo que genera divisas y nos permite comprar cosas que no producimos en la región como los celulares y la computadora por la cual te estoy hablando. Entre soja, maíz y trigo entran el 70% de divisas de Argentina. Y eso no suplantas de un día para el otro, y menos con la agricultura familiar.”
Los productores argentinos defienden la idea contraria: que el modelo de producción agroecológico es totalmente posible.
Personas como Gonzalo Rondini y Noelia Prieto, agricultores de trigo hace seis años que están en Trenque Lauquen, en la provincia de Buenos Aires. Llevan adelante el proyecto Fincas El Paraíso, en el cual también siembran otros cereales como centeno y mijo. La variedad es una de las características de los cultivos orgánicos, una forma de mantener los suelos fértiles y ricos para los cultivos.
Es mañana temprano de invierno, y Rondini está abrigado. Toma mate mientras conversamos y puedo escuchar el ruido de animales al fondo. Según lo que me cuenta, mantener el suelo vivo es un trabajo constante de observación. Nitrógeno, zinc, potasio, carbono, microorganismos, una gramínea, el pastoreo de animales: todo esto es parte de la producción del trigo orgánico y de la rutina en las Fincas El Paraíso.
“Si empiezo a entender esa ecuación, el suelo se mantiene vivo y va a tener energía para dar alimento. Elegimos la fecha, miramos la luna, cuanta lluvia por delante tenemos. Quizá esperamos a la última lluvia del otoño para plantar el trigo”, cuenta Rondini. “Si se enferman, fabricamos insumos a partir de la materia prima que está en el mismo campo, con un poco de azúcar quizás, para dar comida a los microorganismos. Y ocurre todo lo que debe ocurrir. El que necesite glufosinato es porque no entendió nada de esto.”
Así, los productores agroecológicos lidian con la amenaza constante de los cultivos cercanos. Antes de cada siembra, suelen recurrir los campos vecinos a unos 1.500 metros para verificar que no hayan plantado sus variedades transgénicas en el mismo período. Esto, explica, porque el polen del maíz transgénico puede viajar esa distancia y contaminar su maíz orgánico, lo que haría perder su variedad. Ahora, en diciembre, es la época de hacerlo.
“Tuvimos que desarrollar herramientas para mantener esos cultivos limpios en el sentido comercial, cuidarnos de las malas hierbas, tener rendimientos aceptables para no ser solamente una acumulación de voluntades. Pero es difícil y complejo pensarse en este mundo que tenemos 50 hectáreas contra los campos de 450 mil”, cuenta Gonzalo Rondini. Agrega los costos de la desafiante tarea de sembrar soja no transgénica hoy en día: los análisis para verificar que la cosecha de soja no esté contaminada son caros, y, claro, va por cuenta de los propios productores.
“Los productores agroecológicos deben desarrollar propias herramientas, maquinarias y lugares de almacenamiento en un contexto en el cual el gobierno solamente le da créditos a Bioceres para desarrollar el trigo transgénico”, dice. En este contexto, el trigo HB4 trae incertidumbres de un riesgo inminente: “Nos estamos defendiendo de algo que no sabemos cómo nos va a afectar. ¿Quién va a controlar la contaminación de los transgénicos en mi trigo? ¿Cómo me protegen a mi, que tengo una semilla que hace 20 años no cambia y la defendemos y la queremos?”
Sus preguntas develan la diferencia de regulación que existe para los productores de orgánicos y los campos de la agroindustria. “Para producir orgánicos, mostramos al Senasa kilo por kilo lo que producimos. Y no hay forma de no tener un kilo anotado”, cuenta. “Y acá estamos pagando para sostener a la gente que nos controla mientras del otro lado hay gente que está produciendo con una escala quince veces mayor que la nuestra sin ningún tipo de control, ni en los tratamientos ni en la utilización de las semillas.”
Para entender más a fondo cómo sucede la contaminación genética, consulto a Alicia Massarini, doctora en ciencias biológicas, profesora de la Universidad de Buenos Aires e integrante de la campaña Trigo Limpio. “La posibilidad de que el trigo transgénico contamine a otras variedades de trigo es un riesgo casi inevitable”, dice con su forma tranquila de hablar. “Por un lado, en los procesos de acopio y transporte es imposible que las semillas no se mezclen. Por otro, si bien el trigo es una planta autógama, es decir, que se fecunda a sí misma, una proporción de alrededor del 3% puede experimentar polinización cruzada por el viento o por polinizadores.”
Massarini fue compañera de Andrés Carrasco, un investigador que demostró por primera vez la destrucción causada por el herbicida glifosato. Carrasco murió en 2014 y junto a él, Alicia Massarini pudo vivir en primera persona las consecuencias de impulsar aquella denuncia: ambos integrantes del Conicet (Carrasco llegó a presidir la entidad), sufrieron numerosos ataques por parte de interesados en mantener los transgénicos lejos del debate público.
Es un camino abierto para investigaciones que surgieron posteriormente, y hoy puede comprobar datos como el que Argentina tuvo un incremento de 1.279% en el uso de herbicidas en 20 años, entre 1991 y 2011. El dato más reciente da cuenta de que solo en 2018 fueron fumigados 525 millones de litros de herbicidas en territorio argentino. Un informe sobre los efectos de plaguicidas en niños en la región, publicado este 5 de de diciembre, demuestra en 55 estudios que en siete países de América Latina las enfermedades en niños crecen en pueblos de zonas fumigadas con agrotóxicos, o mismo en localidades distantes. Concluyen que “la exposición perinatal e infantil a plaguicidas contribuye sustancialmente a la aparición de enfermedades graves y disfunciones o discapacidad a lo largo de la vida”, entre ellos la pérdida del coeficiente intelectual y la discapacidad intelectual asociada, desorden hiperactivo y déficit de atención, daño genético y malformaciones congénitas y enfermedades como cáncer y leucemia.
En un artículo publicado en 2005, Massarini ya alertaba que la discusión sobre los cultivos transgénicos “no puede restringirse a la evaluación de argumentos científico-técnicos, sino que debe incorporar la consideración del impacto económico-social, ambiental y en la salud humana, así como el marco jurídico, ético y político en que se inscribe el problema.”
Es decir, un debate bioético. La aprobación del trigo transgénico y su comercialización implicarían, necesariamente, que se involucren distintos sectores de la sociedad. Sin embargo, por el contrario, la aprobación del trigo HB4 fue realizada en una reunión sigilosa de CTNBio.
En una Sudamérica que ha sufrido por tantos años la experiencia con la soja, el maíz y el algodón transgénicos, plantíos que siempre implican también fumigación y agrotóxicos, no es difícil imaginar lo que se viene para habitantes y territorios.
“¿Qué hacemos? Nos vamos o luchamos”, plantea el agroproductor Rondini desde su finca en Trenque Lauquen. “Irnos no es una opción para nosotros. Lo es tratar de defender lo que queremos, pedir el respeto que queremos como productores y tener las explicaciones necesarias para controlar esta tecnología que, para mi, es inviable y una realidad que no van a poder manejar.” Suelto el transgénico, ¿quién podrá controlarlo?
Alternativas y esperanzas
Salgo satisfecha del mercado de Bonpland, un local de alimentos orgánicos en Buenos Aires. Encontré frutillas de las solo duran dos días y saben muy distintas, tienen un color vibrantre y son una fiesta. Planeo hacer un budín al llegar a casa, combinar estas maravillas de rojo tan vivo con las naranjas que acabo de comprar en el mismo mercado. Los mezclaré con un paquete de harina de Fincas el Paraíso, la finca de Tranque Lauquen.
Algunas horas más tarde miro el budín recién salido del horno con la memoria reciente de todo lo que suena a un futuro próximo: este mismo budín, dentro de poco, puede ya no estar libre de agrotóxicos y transgénicos. Me genera agobio, una mezcla de sentido de repetición cruzada con la idea de que todo puede estar aún peor. Más de lo mismo cuando en realidad deberíamos abandonar este modelo de producción y consumo depredador.
Como una segunda porción de mi budín y repaso la respuesta de Paulo Barroso, el presidente de CTNBio que intervino en mis tuits. Según él, no hay que preocuparse. Estamos en buenas manos. La seguridad del recién aprobado trigo HB4 está avalado por 54 científicos de renombre que componen la CTNBio. “Estos científicos son profesionales que trabajan en instituciones de excelencia, como USP, Unesp, Embrapa, Butantan, UFRGS y UFPel”, dice, enumerando algunas universidades públicas de distintos estados de Brasil. “Los criterios utilizados en la evaluación de riesgo son internacionalmente aceptados (FAO, OMS etc.) y basados en la mejor ciencia”.
Pero a mí lo que me da tranquilidad, en realidad, son las historias de resistencia y las investigaciones científicas enfocadas en las comunidades y no en las empresas. Ahí está mi esperanza. En ejemplos cómo lograr el retroceso del gigante de alfajores Havanna, que desistió de su alianza con Bioceres y su trigo HB4. Me conforta que si bien las tecnologías y los manejos burocráticos son ya más sofisticados –y más dañinos, en la misma proporción–, también los ojos y oídos parecen estar más atentos: no hay indiferencia sobre la afectación al pan que comemos todos los días. En los fideos que preparamos a los niños y las galletitas, de apariencia inofensivas, pero con residuos de al menos nueve agrotóxicos, entre ellos, el glifosato y el glufosinato de amonio, descubrió este año el Instituto Brasilero de Defensa del Consumidor (Idec).
Termina el 2021, segundo año de pandemia, con un nuevo transgénico que se suma a la cuenta que un día tendremos que pagar. ¿Cuánto más pueden nuestros cuerpos y territorios soportar hasta que inventemos algo mejor?
Fuente: Bocado