Las mujeres y la comida. Soberanía alimentaria y género
"Hay muchas cosas que nos diferencian como mujeres jornaleras, campesinas, consumidoras, del norte, del sur, del campo y de la ciudad. Pero hay muchas cosas que compartimos. En el terreno de la alimentación, la defensa de los cuidados y la lucha contra el mercado global, es más lo que nos une que lo que nos separa. Necesitamos atravesar la lucha feminista con la lucha por la soberanía alimentaria y la lucha por un consumo responsable agroecológico con la abolición de la subordinación de las mujeres respecto a los hombres".
Ecología global, seguridad alimentaria y feminismo
Por Pilar Galindo. La Garbancita Ecológica y
Mari García. Sindicato de Obreros del Campo-Sindicato Andaluz de Trabajadores
Todos los seres humanos precisamos alimentos nutritivos, saludables y en una cantidad adecuada para nuestro desarrollo en tanto que seres vivos y nuestras condiciones de reproducción. Bien alimentadas, las personas estamos menos expuestas a enfermedades y a la muerte prematura. Seguridad alimentaria es la capacidad de una población para disponer de alimentos nutritivos en cantidad y calidad suficiente. Es un derecho humano prioritario y condición necesaria para el desarrollo integral de la persona. Por el contrario, la inseguridad alimentaria es causa de la peor de las exclusiones: el hambre y la muerte por enfermedades evitables.
Una sociedad que se considera avanzada, civilizada y humanista, debe garantizar la seguridad alimentaria. Sin embargo, en la economía de mercado, la enorme creación de riqueza tiene como condición el aumento del hambre y las enfermedades alimentarias. Hoy no se producen alimentos para la seguridad alimentaria de una sociedad, sino para obtener beneficios en el mercado mundial. La escasez y baja calidad de los alimentos, pero también la nocividad de los mismos es la causa de la inseguridad alimentaria. Hambre y comida basura, los dos polos de la inseguridad alimentaria, son consecuencia de la industrialización y mercantilización de los alimentos. La inseguridad alimentaria afecta, por primera vez en la historia, a casi la mitad de la población mundial. Más de mil millones de personas con subnutrición crónica y cerca de dos mil millones de personas enfermas de obesidad, diabetes, estreñimiento, cardiopatías, etc. [1]. Ya no se trata sólo de millones de muertos anuales por desnutrición y carencia de agua potable, sino también por una alimentación enfermante (exceso de grasas, proteína de origen animal, productos químicos, sal y azúcar refinada) inducida por la publicidad de las multinacionales.
Inseguridad alimentaria y pobreza se dan la mano y afectan especialmente a las mujeres y a los hogares encabezados por mujeres. La causa es la desigual condición de hombres y mujeres, incrementada en los países empobrecidos, las clases trabajadoras y los colectivos marginados.
La soberanía alimentaria, condición para la seguridad alimentaria, es la capacidad de los pueblos para producir, distribuir y consumir sus propios alimentos. Este derecho necesita ciertas condiciones. No hay soberanía alimentaria sin lucha por la liberación, sin movimiento de autodeterminación de los pueblos, l@s trabajador@s y las mujeres para conseguir este derecho.
Esta lógica de producir y vender para hacer negocio y conformar un consumo adaptado a esta lógica, necesita de una cadena de subordinaciones: de la naturaleza a la actividad económica, del trabajo y los cuidados al trabajo asalariado, del valor de uso al valor monetario. La actividad humana debe comportarse como una mercancía, aunque no lo sea.
La subordinación de las mujeres a los hombres, aunque previa al capitalismo, le es funcional. La actividad de cuidados en el interior del espacio doméstico contribuye al proceso de producción de mercancías con un coste económico mínimo y oculto. La actividad de cuidados realizada por las mujeres es exhaustiva: crianza, alimentación y cuidado de niñ@s, ancian@s y también de hombres sin ningún tipo de minusvalía (que podrían cuidarse ellos solos). La actividad de las mujeres agricultoras en el interior de la explotación familiar, aunque se considera productiva a los efectos de la contabilidad nacional, tiene rasgos análogos al trabajo doméstico por su carácter no remunerado, su subordinación a la autoridad del varón y su contribución a la desigualdad de las mujeres que asumen parte importante del trabajo productivo sin recibir ninguna ayuda en el trabajo reproductivo y de cuidados que realizan en exclusiva.
El mercado global es capitalista y masculino. El progreso económico es a costa de la salud y el trabajo invisible de las mujeres en la esfera privada. Ninguna mujer puede reclamar a la sociedad lo que ha dado porque se le exige como prueba de entrega a su familia. Ninguna mujer puede abandonar esas tareas sin que caiga sobre ella la culpa. Pero la mayoría de los hombres lo hacen todos los días de su vida. La alianza entre el capitalismo y el patriarcado debe su fuerza a la explotación de los trabajadores, las mujeres, los pueblos y la naturaleza. Por eso la lucha de las mujeres para liberarse de la subordinación masculina no puede obviar los efectos de las crisis económicas, los desastres ecológicos, la desnutrición y las enfermedades alimentarias o inmunológicas originadas por la economía global.
El consumo se produce en la esfera privada donde se reproduce la fuerza de trabajo. El espacio familiar permite que los trabajadores sean devueltos al proceso de producción cada nuevo día descansados, alimentados y satisfechos. Quién se ocupa de ello y cómo lo hace, es indiferente a la economía y la sociología. La forma en la que se resuelve la producción y reproducción de la fuerza de trabajo, no es un problema social sino privado.
El capitalismo no ha inventado la escisión de la esfera pública y privada, de la producción y reproducción (cuidado) de la vida, pero se beneficia de ella y la lleva hasta sus últimas consecuencias. Gran parte de sus beneficios proceden de recibir gratuitamente de la sociedad (es decir de las mujeres) una actividad considerada improductiva a efectos de contabilidad nacional. Esta separación implica una dualidad de tareas y funciones hombre/mujer y la subordinación de las mujeres a los hombres, independientemente de su posición social. Pero la conquista de la igualdad entre hombres y mujeres no puede confundirse con la salarización del trabajo doméstico, con hacer emerger los costes materiales de dicho trabajo.
Las esferas de actividad social consideradas improductivas reproducen la base material de la vida en la sociedad: embarazos, crianza, cuidado de los enfermos, atender a l@s niñ@s en su formación escolar, en su educación ética y social, acompañarles en la construcción de su personalidad hasta que sean autónomos, el equilibrio emocional-colectivo de la familia, y el cuidado de hombres adultos y sanos que no requieren ser tratados como dependientes y, a su vez, pueden ser cuidadores. Estas tareas tienen un coste económico y requieren de una actividad que, si no es asumida socialmente (por el Estado, por la comunidad), recae estrictamente en las mujeres. Pero si para liberar de estas tareas reproductivas a las mujeres se hace una estricta valoración económica (salarizar el trabajo doméstico), quedan fuera los aspectos inmateriales y no mercantilizables de esta actividad: los cuidados que implican una experiencia, un gasto energético-emocional no regido por el salario. Por otro lado, la lucha de las mujeres para conquistar su independencia económica e igualarse así a los hombres, ha tenido como consecuencia, en el capitalismo, entrar en el terreno conquistado por el mercado sin abandonar la responsabilidad del cuidado que sigue siendo parte de la esfera privada. Muchas mujeres han salido al mercado de trabajo para ocuparse de cuidar a los hijos y mayores de otras mujeres, incluso dejando a los suyos lejos (mujeres inmigrantes en el mercado global). Las mujeres que aunque trabajen por un salario, no puede costear el trabajo de cuidados de su familia, encadenan a sus madres, tías para que las sustituyan, sin coste en una cadena de explotaciones en las que son víctimas pero también explotan trabajo ajeno. La solución por tanto, no es la salarización, ni el trabajo gratis, sino el reparto del trabajo de cuidados entre hombres y mujeres.
La industrialización y modernización se ha convertido en la aparente solución del mercado para facilitar y reducir la jornada de trabajo de cuidados de las mujeres con jornada laboral con la complacencia del colectivo masculino. Nos ha vendido toda suerte de electrodomésticos que incorporaban comodidades tecnológicas y reducción de tiempo de trabajo (variable, según las tareas) en lavado, planchado, limpieza. Esto, que por su consumo energético y en materiales, no es generalizable a toda la población mundial, ha supuesto un enorme negocio para la industria electrodoméstica, energética y química, sin que nadie se preocupe de las consecuencias en salud, de las ondas electromagnéticas, los productos químicos, las emisiones de CO2, el cambio climático, etc. En el terreno alimentario también nos ha promocionado como forma de reducción de tiempo de trabajo en los cuidados, el despliegue de alimentos procesados, precocinados que, no sólo nos cuestan más, sino que nos alimenta mal y nos enferman. El ahorro de tiempo en la alimentación, lo pagamos en cuidados a los enfermos. La ciencia y la tecnología al servicio de la economía de mercado no son neutras ni con la naturaleza ni con las mujeres. La modernización, mal llamada progreso, produce un deterioro acelerado de la naturaleza. Los desastres ecológicos tienen repercusiones más severas sobre las mujeres porque ellas son las primeras en sufrir los daños del medio ambiente sobre su propio cuerpo y el cuerpo de niñ@s y enfermos. El dominio explotador y tecnológico del hombre sobre la naturaleza y el dominio de los hombres sobre las mujeres constituyen una poderosa alianza a mayor gloria del capitalismo global. Olvidar esta alianza implica una grave pérdida para la lucha de las mujeres, que puede devenir en feminismo de estado o feminismo capitalista, al igual que, para el movimiento obrero, dicho olvido le condena a perseguir un socialismo machista y depredador de la vida.
La “modernización” alimentaria ha expulsado del campo y de la huerta familiar a mujeres y hombres. La producción agraria se ha convertido, fundamentalmente, en producción de materias primas alimentarias a gran escala generando concentración de tierras, monocultivos, mecanización e introducción de agroquímicos y transgénicos para aumentar la productividad y expulsión de pequeñ@s agricultor@s y jornaler@s, siendo las mujeres las primeras en salir.
La participación de mujeres en movimientos feministas, campesinos, ecologistas, de consumo responsable, presenta un potencial de convergencia para las luchas. Unas preservarán los bosques o los manglares de los que sacan el alimento para sus comunidades y familias. Otras protegerán las fuentes de agua potable, privatizadas y contaminadas por las multinacionales alimentarias. Otras, denunciarán la contaminación de los alimentos a la vez que promoverán redes autónomas de producción y consumo. Otras pelearán contra vertederos de residuos tóxicos, plantas nucleares, antenas de telefonía móvil, plantaciones transgénicas, etc. Cada vez hay más luchas contra las agresiones a la naturaleza perpetradas por nuestro modelo industrialista y consumista. La amenaza para la vida en el planeta interpela a todas las mujeres. Nuestra lucha para sobrevivir requiere de enfrentamientos contra las multinacionales y sus políticos a sueldo, pero también, nuevos acontecimientos económicos, asociativos y culturales en defensa de la vida, la seguridad y la soberanía alimentarias y la naturaleza.
La coincidencia entre la liberación de las mujeres y defensa de la naturaleza es más fácil percibir por parte de las mujeres del sur, más vinculadas a la tierra que las del norte, urbanas, de clase media y con una vida mucho más artificializada. En los países ricos hemos sido educadas como beneficiarias de la “modernización”. Aunque subordinadas a los hombres, estamos del lado de los beneficiados por el capitalismo patriarcal. Aún con dobles y triples jornadas, nuestras comodidades ocultan la explotación de la naturaleza y de otras mujeres. El capitalismo patriarcal y la civilización “moderna” desgarran la sociedad y manipulan la noción de bien común. Ya ni siquiera perseguimos una vida pacífica y segura para tod@s, sino que la parte próspera de la humanidad sea, al menos el 51% del total. No importa que grandes minorías vivan en simas sociales. Tampoco importa que las personas beneficiadas lo sean a expensas de las perjudicadas. Ni tampoco que el equilibrio del progreso dependa de la subordinación de la naturaleza a la economía, de la mujer al hombre, del consumo básico al consumismo irracional, del trabajo al empleo, de la participación a la delegación, etc.
Esta visión de la relación antagónica, en la que el otro no sólo es distinto, sino también subordinado y por tanto, sujeto de apropiación por un lado, y enemigo por otra, se ha desplegado a partir de la Ilustración como elemento constitutivo de la modernidad, del progreso, de la teoría económica y, sobreviviendo las teorías acerca de la naturaleza que priorizan la lucha constante por la supervivencia. En ambos casos, teorías de la naturaleza y del orden social ignoran o subordinan a estas “leyes” la simbiosis, la cooperación, el apoyo mutuo y toda una suerte de relaciones naturales y sociales que alimentan y mantienen la vida en lugar de destruir la vida de los otros para salvar la propia. Desde esta concepción, no sólo no se percibe el potencial enriquecedor que supone la diversidad de vida y culturas sino que constituye una amenaza para las formas homogeneizantes y estandarizadas de la globalización.
El ecofeminismo plantea la necesidad de una nueva cosmología y una nueva antropología que nos coloque, como seres humanos, en el lugar que nos corresponde, dentro y no sobre la naturaleza y que potencie la cooperación, el cuidado mutuo, el amor, como formas de relación entre los hombres y mujeres, y entre los seres humanos y la naturaleza [2]. Esto supone cuestionar la idea de que la libertad y felicidad del “Hombre” requieren de la emancipación de la naturaleza, mediante el dominio y control sobre ella para salir del reino de la necesidad en dirección al reino de la libertad. Este concepto de emancipación implica, necesariamente el dominio sobre la naturaleza, incluida la naturaleza femenina. Por otro lado, es la causa de la destrucción ecológica. El ecologismo ha ayudado, con la denuncia de las catástrofes provocadas por la aplicación de esta concepción de libertad humana a cuestionar las aplicaciones científicas y tecnológicas asociadas a estas teorías. El ecofeminismo, para ser ecológico y feminista, debe enfrentarse con la perversa emancipación que se deriva del progreso económico y tecnológico y su pulsión de dominar la vida y la naturaleza, sin olvidar que cualquier paso en la buena dirección implica, aquí y ahora, el reparto de trabajos y cuidados con los hombres. Esto significa remover las condiciones de vida de los beneficiarios de la globalización: el capitalismo y el patriarcado. No es de extrañar, que las clases medias de los países ricos, incluidos los sectores agrarios “modernos”, el sindicalismo y algunas corrientes feministas celebren, sin matices, la presencia de la tecnología en nuestra vida cotidiana y la presencia de mujeres a la cabeza de multinacionales, ejércitos y estados agresores.
No sólo no debemos intentar superar a la naturaleza sino, por el contrario, trabajar a su favor. Eso exige poner en primer plano las necesidades fundamentales: alimento, cuidados, afecto, cooperación, cultura y participación. Las mujeres urbanas debemos aprender de las campesinas una concepción de la supervivencia más austera en el consumo y más rica en las necesidades básicas de tipo social y afectivo.
Hay muchas cosas que nos diferencian como mujeres jornaleras, campesinas, consumidoras, del norte, del sur, del campo y de la ciudad. Pero hay muchas cosas que compartimos. Somos iguales, en la lucha por la igualdad respecto a los hombres en las organizaciones agrarias, sindicales, de consumidor@s, etc. En el terreno de la alimentación, la defensa de los cuidados y la lucha contra el mercado global, es más lo que nos une que lo que nos separa. Necesitamos atravesar la lucha feminista con la lucha por la soberanía alimentaria y la lucha por un consumo responsable agroecológico con la abolición de la subordinación de las mujeres respecto a los hombres. Denunciar los abusos de las multinacionales y educarnos en una cultura alimentaria que nos defienda de la publicidad engañosa y tomar la seguridad alimentaria en nuestras propias manos como padres, madres, niños y niñas. Crear las condiciones para que las mujeres participen en nuestras organizaciones y sean protagonistas.
MUNDO RURAL, SOBERANÍA ALIMENTARIA Y FEMINISMO
Por Isabel Vilalba, Sindicato Labrego Galego
En el discurso cotidiano y casi de manera imperceptible, se nos dice que los países más avanzados tienen una cantidad de agricultores y agricultoras realmente exigua, más bien un pequeño número de industrias que, o bien importando la mayoría de los alimentos o bien utilizando mano de obra en unas condiciones cada vez más precarias, abastezcan nuestras mesas, que el hecho de que estos alimentos estén llenos de residuos de peligrosos agrotóxicos o de variedades transgénicas, de inciertas consecuencias a medio y a largo plazo, no es un problema real dado que, otra vez de la mano de unas pocas firmas económicas, existe en el mercado una cantidad de complementos alimenticios, vacunas, medicamentos, etc., que garantizarán nuestra salud y, con mayor certeza aún, asegurarán la dependencia y el negocio de un importante conglomerado de multinacionales, que a día de hoy tienen mayor movimiento económico e incidencia en las políticas internacionales que muchos países.
De este modo las mujeres urbanas y del medio rural actuales hallaremos en la gran superficie comercial el máximo de la modernidad y la felicidad, con una aparentemente extensísima gama y variedad de marcas y coloridos envases que no albergarán otra cosa mas que productos llenos de residuos, conservantes, colorantes, espesantes y así un larga lista de poco claros E y supuestamente tendremos más tiempo para soportar maratonianas jornadas laborales, combinadas con maravillosos ejemplos de “conciliación familiar”, en los que, por supuesto, intentaremos emular a esas perfectas supermujeres –inteligentes, supercapaces, abnegadas y, como no, siempre bellas.
El caso es que en esta arcadia feliz, en una parte del mundo absolutamente privilegiada, de manera constante salen a la luz incómodas evidencias, como el hecho de que quizás estemos ante el primer momento de la historia en el que la esperanza de vida sea menor que en las generaciones anteriores, que a todas nos rodean cada vez personas jóvenes con mayores problemas de salud, que este intocable mercado con indecentes márgenes comerciales hace que muchas ciudadanas y ciudadanos tengan acceso a una alimentación de pésima calidad, y que las compañías farmacéuticas hayan encontrado en nosotras, las mujeres, un inagotable filón: vacunas para el virus del papiloma humano, partos medicamentalizados, fármacos para garantizarnos eternamente perfectas, antidepresivos...
El hecho de que la agro-industria no incluya las especificidades del organismo de las mujeres a la hora de determinar los efectos de la acumulación, por ejemplo, de plaguicidas o pesticidas ha hecho que en determinados ámbitos, en los que ya es mayoritaria la agricultura industrializada, sea habitual que muchas mujeres con treinta años tengan la menopausia, que prolifere el número de alergias y cánceres, que las niñas presenten un desarrollo hormonal prematuro o que aparezcan efectos sobre bebes absolutamente monstruosos. Parece que esos son daños colaterales asumibles por nuestra sociedad, que tampoco sabe o quiere saber que muchos de los alimentos que ingiere se han producido en condiciones de lo que ya se ha dado en denominar como la moderna esclavitud, por mujeres a las que en ocasiones hasta se les obliga a llevar compresas para que non tengan que ir al baño durante la jornada laboral, que se ven obligadas a llevar a hijas e hijos para realizar el trabajo que se les demanda, en tierras robadas a las campesinas y campesinos con violencia...
A diario a nuestro alrededor se quedan sin empleo cientos de mujeres con pequeños proyectos de producción y transformación de alimentos, proyectos diversificados y que son las que en mayor medida reúnen las condiciones de la tan cacareada sostenibilidad. Irene León y Lidia Senra, en su articulo Mujeres: gestoras de la soberanía alimentaria señalaban que las huertas domésticas que las mujeres mantienen son auténticas reservas de la biodiversidad y hacían referencia a un estudio realizado en Asia en el que en 60 huertas de una misma aldea albergaban 230 especies vegetales diferentes, siendo la diversidad en cada huerta de 15 a 60 especies.
En Europa, más de mil explotaciones agrícolas desaparecen cada día, según datos de la Coordinadora Europea de la Vía Campesina (2008), se eliminan los puntos de venta tradicionales a los que de manera mayoritaria acuden mujeres, y a diario salen nuevas restricciones, en nombre de una supuesta cuestión higiénico-sanitaria, hechas a medida de la gran industria, y que solamente podrán asumir las empresas con una facturación importantísima. Paradójicamente los grandes proyectos con grandes costes energéticos y que son los que generan gran cantidad de residuos y problemas son los que no tienen dificultad para reunir esos requisitos y además son apoyados con miles de millones de euros del erario público. En el año 2000, unos 2,3 millones de agricultores y agricultoras europeos recibieron tan sólo el 4% de las ayudas, mientras que el 5% de los mayores productores obtuvieron la mitad de las subvenciones.
Cuando hablamos de soberanía alimentaria como alternativa, nos referimos claramente a una nueva organización social, en términos de igualdad para las mujeres: en el acceso a recursos como la tierra, el agua o el crédito, en la toma de decisiones, en la disponibilidad de derechos legales... Tan sólo la observación de unos pocos ejemplos nos indica que se trata de un objetivo que hoy resulta lejano: las mujeres, por ejemplo, producimos el 70% de la alimentación en la mayoría de los países y tan sólo disponemos del 1% de la tierra; en los procesos de reforma agraria asistida por el mercado las mujeres tenemos mayor dificultad para que nuestras iniciativas sean apoyadas y normalmente sólo podemos adquirir las peores tierras, las agricultoras en muchas partes del mundo en las que el agua ha sido privatizada por grandes corporaciones como la Nestle o la Coca Cola sólo pueden acceder a aguas contaminadas sobrantes de procesos industriales. En Selingué, a pocos metros de un lago artificial construido por el Banco Mundial y en uno de los países más empobrecidos del mundo, las mujeres presentes en el Foro Mundial por la Soberanía Alimentaria de Mali (2007), en medio de los grandes discursos inaugurales de los políticos, lanzaron un grito desesperado: “No tenemos nada, necesitamos agua”.
La tecnología y los derechos de propiedad intelectual, constituyen otro de los instrumentos para expulsar a las mujeres de la producción de alimentos, pese a que históricamente hemos sido las encargadas de guardar y transmitir las semillas de generación en generación y de este modo se ha garantizado a lo largo de los tiempos la producción de alimentos para la sociedad. Y ello pese a que, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) en el mundo hay más de 1.600 millones de mujeres que viven en la zona rural y representan la cuarta parte de la población mundial, siendo la producción de alimentos la ocupación que representa su medio de vida fundamental.
En los diferentes países es, por otra parte, una constante la falta de derechos y reconocimiento legal de las mujeres campesinas, muchas veces sin ningún tipo de cobertura social o laboral. Sólo en Galicia más de 34.000 mujeres campesinas están consideradas ayuda familiar. El trabajo que desarrollan estas agricultoras y ganaderas en las explotaciones agrarias familiares contribuye a una bolsa común, aunque que sólo en la teoría, porque en los papeles va a un fondo que tiene un único titular: el hombre. Es un trabajo que legalmente non les proporciona a las mujeres de forma directa y personal ninguna remuneración, derechos sociales o identidad profesional, porque incluso se les cuestiona que sean trabajadoras. Tras un arduo camino de lucha y reivindicaciones por parte de las mujeres, finalmente, en la Ley de Igualdad y en la Ley de Desarrollo Rural Sostenible se ha recogido la necesidad y el compromiso de desarrollar la figura de la Titularidad Compartida. Después de esta larga espera, en el mes de marzo de este año, nos hemos encontrado con la sorpresa de que el Gobierno ha elegido hacerlo a través de un Real Decreto, de efectos totalmente limitados. Con el Real Decreto de Titularidad Compartida, se crea únicamente un registro administrativo, que no modifica los otros campos del Derecho que afectan a las mujeres agricultoras para estar en pie de igualdad con sus compañeros, tal y como se ha señalado desde el Consejo de Estado, quedando mucho por avanzar e incluso, con el peligro, de estancarse en un acto que no es en ningún caso la solución al problema.
En la soberanía alimentaria no es difícil construir una dimensión o discurso de género, puesto que este principio político es indisociable de otra organización social en términos de igualdad. Si realmente estamos escandalizadas por los mil millones de personas que pasan hambre en el mundo, por la desigualdad y la violencia hacia las mujeres que el modelo neoliberal versus patriarcal lleva asociadas, por la destrucción de nuestro medio ambiente, preocupadas por conseguir una alimentación sana y de calidad para nuestras sociedades tendremos que luchar por otro modelo de políticas de producción y distribución de alimentos que no coloque el beneficio y la acumulación del capital por encima de las mujeres y de los hombres.
[1] Informe de la FAO sobre Inseguridad alimentaria mundial 2009.
[2] Shiva y Mies. Ecofeminismo. Teoría, crítica y perspectivas. Icaria, Barcelona. 1997.
Fuente: La Garbancita Ecológica