Desde la milpa se mira el mundo entero —dieciocho años después—

Idioma Español
País México
PRIMERA PARTE

"Publiqué este texto hace casi 18 años, en diciembre de 2002, en la revista Rebeldía número 2, buscando que se reconociera la enorme pertinencia de mirar el mundo desde la milpa campesina, la milpa indígena, porque ahí se apersonaban todos y cada uno de los pisos sucesivos, de las capas acumuladas de ataques y normativas que acometen caciques locales, vecinos jodidos, jefes políticos, autoridades agrarias locales o funcionarios municipales, pasando por las diversas redes de corporaciones, dependencias gubernamentales, de economía y oportunidad, ecología, desarrollo, salud, participación política, educación y cuanta vaina se imagina uno. Desde milenios atrás hay un ataque sistemático contra quienes en libertad se han dedicado a cultivar su relación la naturaleza, con la tierra. Contra quienes, desde su labor de siembra y reconocimiento de ciclos, puede entender el mundo como casi nadie".

…pensamos que ya es suficiente, queremos ya ser. Mirar un poco al horizonte porque pensamos que el horizonte es la orilla. Pero cuando llegas tú allá, el horizonte está más allá,

más, más: es una orilla que no tiene fin.

Rómulo González Rebollar

(mazahua viejo de San Francisco Mihualtepec, estado de México)

A diferencia de cualquier otra clase trabajadora y explotada, el campesinado se ha mantenido siempre a sí mismo y esto lo hizo, en alguna medida, una clase aparte. En tanto produjo el excedente necesario, se le integró al sistema económico-histórico-cultural; como se procuró su propio sustento, sobrevivió en la frontera de tal sistema…

John Berger: Puerca tierra

Y te crees tan listo, tan sin fronteras de clase, tan libre,

pero seguimos chingando a los campesinos, según veo

John Lennon: Working class hero

Nota de actualidad

Publiqué este texto hace casi 18 años, en diciembre de 2002, en la revista Rebeldía número 2, buscando que se reconociera la enorme pertinencia de mirar el mundo desde la milpa campesina, la milpa indígena, porque ahí se apersonaban todos y cada uno de los pisos sucesivos, de las capas acumuladas de ataques y normativas que acometen caciques locales, vecinos jodidos, jefes políticos, autoridades agrarias locales o funcionarios municipales, pasando por las diversas redes de corporaciones, dependencias gubernamentales, de economía y oportunidad, ecología, desarrollo, salud, participación política, educación y cuanta vaina se imagina uno. Desde milenios atrás hay un ataque sistemático contra quienes en libertad se han dedicado a cultivar su relación la naturaleza, con la tierra. Contra quienes, desde su labor de siembra y reconocimiento de ciclos, puede entender el mundo como casi nadie.

La paradoja es que a la vez que se les aprisiona con embates, normas y disposiciones, nadie les mira, nadie repara en lo que hacen campesinas y campesinos (sobre todo quienes pertenecen a un pueblo originario) salvo para orillarles a la sumisión, a la esclavitud, al crédito forzado y así a la mala al peonaje por deuda, a la expulsión de sus tierras y que no puedan nada salvo trabajar para alguien aceptando cualquier condición de maltrato o precariedad.

Pero los guardianes y las guardianas del mundo siguen manteniendo su breve espacio de libertad, y tal vez este texto es una invocación, una vela de vida, para que esa existencia con rendijas de libertad siga siendo cierta, y con eso a la humanidad se nos abra una posibilidad de futuro en un momento en que todo parece haberse cerrado.

Como hemos dicho el cielo se desplomó y el piso se hundió, desbaratando el mundo por sus premisas forjadoras de la idea de someter, extremar, violentar para extraer ganancias sin miramientos.

Los megaproyectos y los adelantos tecnológicos, que hace apenas 18 años eran probabilidades e innovaciones extrañas, hoy son una realidad apabullante que amenaza con vaciar el campo sustituyendo a las personas que laboran la tierra por maquinaria, dispositivos y aparatos de “precisión” que suponen un grado de control que en realidad no tienen.

Hoy, los operadores de “control municipal”, funcionarios oscuros del gobierno, llegan hasta las meras comunidades y le sirven de intermediarios a las empresas. Y desde ahí van desgarrando los tejidos más cotidianos, envenenado la voluntad para que la gente acepte el gasoducto, la mina, el invernadero de “berries”, la granja industrial de cerdos, pollos o reses, el monocultivo de agave, de aguacate o limón, los desagües de aguas tóxicas como quieren hacer en el corredor Parque Ciudad Textil en Huejotzingo o ya de plano los embates e invasiones del crimen organizado que apenas asomaban a la opinión pública hace tres sexenios buscando que la gente se someta a cultivar amapola o mariguana, hoy la invasión es corrosiva y tienen cercadas las relaciones más cotidianas en diversas regiones del país.

Están los operadores de los programas también. Y en este gobierno, como con otro estilo en los anteriores, el gobierno busca hacerse presente.

Ahora los programas de compensación que en realidad son ayudas directas más parecidas a subsidios personales o hasta sueldos son lo que busca el gobierno de AMLO, como modo de apaciguar, de congraciarse y que le sirva de relaciones públicas, pero sobre todo es un modo de arrancar los tejidos comunitarios que todavía mantienen la memoria de una Revolución e infinidad de rebeliones durante la Colonia y el periodo Independiente. Es la bala de azúcar, que ya nombraban las comunidades de la Selva y Los Altos en Chiapas desde los setenta del siglo XX.

Fragmentar la comunidad, lastimar el consenso de las asambleas, incidir directamente en los modos milenarios de trabajar la tierra y relacionarse con el monte (como el embate que Sembrando Vida busca perpetrar contra los núcleos agrarios que mantienen sus tierras de uso común destinadas a la agricultura itinerante de montaña, justo aquélla que puede mantener viva la relación más profunda de la gente con su territorio).

Así, las llamadas Comunidades de Aprendizaje Campesino “introducen valores en trabajo, ahorro, salud y educación, lo que en principio parece bien; el problema es cuando el principio de su acción es que los ‘sujetos agrarios no cuentan con conocimientos’ y, no sólo eso, además del soslayo de saberes, está el presupuesto de que el ‘el pensamiento comunitario no es fácil y hay que desaprender para aprender’. Desde esta perspectiva, el sentido comunitario, que ha sustentado la vida productiva y simbólica de los pueblos, es un lastre para el beneficio individual del ‘sujeto agrario’. Como ‘ellos no saben’ y su milpa es ‘desordenada y sucia’ se les enseña a sembrar, una ‘siembra hilada’ le llaman los técnicos. Aspecto preocupante en muchos sentidos, pues al parecer se ignora que los campesinos (además de la siembra de sus cultivos, resultado del aprendizaje del entorno y derivado de un legado ancestral), muchos de ellos derivan su práctica de un saber donde las semillas guardan una relación simbólica, que pasa por el tipo y el número de semillas que se conjuntan en la siembra, relación entre cualidades y múltiplos que se vinculan con la fertilidad y la abundancia, principio que los técnicos desde luego no le prestan importancia. Son prácticas que no sólo son ignoradas sino que serán vigiladas, ya que el mismo programa prevé su buen funcionamiento a partir de la observancia por jóvenes becarios originarios de las mismas comunidades, encargados de garantizarlo y de reportarlo así a los técnicos, perpetuando así posibles conflictos al interior”. [1]

O como ocurre en Quintana Roo, con todo el embate reciente del megaproyecto integral que disfrazan presentando como Tren Maya cuando es en realidad una Mega Zona Económica Mundial donde se busca el acaparamiento multimodal de territorios [2].

Ahí, por ejemplo, como modo de romper el empuje comunitario en ejidos con asamblea y uso mancomunado de las tierras, ciertas personas, funcionarias de Procuraduría Agraria intentaron realizar una asamblea espuria con el fin de obtener “anuencia de la asamblea para que faculte al comisariado ejidal electo para actos de administración, suscribir títulos y operaciones de crédito y facultades amplias para pleitos, cobranzas y actos de dominio”. Facultades que exceden el mandato de lo que debería ser la labor de quien represente y respete a la asamblea. “De aceptar la asamblea este punto, estaría firmando su propia acta de defunción, pues además de que las supuestas facultades son ilegales (como eso de ‘actos de dominio’, que es entronizarse como quien hace y deshace en el ejido sin pedir permiso), el comisariado estaría muy expuesto de lo que gente ajena al ejido, puedan pactar con él o ella. La asamblea es el amarre del cuidado comunitario” [3].

Guerra a los sobrevivientes

Hace 18 años pensábamos que vivíamos una transición de época. Decíamos que culminaría cuando se hubiera impuesto en todos los rincones del globo una lógica de fragmentación y confusión. Y decíamos que eso era imposible. Aunque abarque al mundo, geográficamente, decíamos, no ha logrado invadir todos los tramados de relaciones, todas las veredas o enclaves de sentido existentes ni sus hilos invisibles. Si así fuera, resistir este proceso no sería imposible sino inimaginable. Ni la resistencia ni la esperanza existirían como idea.

Exacto. Lo seguimos pensando. Pero la pandemia del Covid es lo más cercano a una globalización sin vuelta, donde la sensación de perentoriedad e incertidumbre se instauró como para todos los rincones del planeta.

Ahora ya la mayoría del mundo NO es campesina —aunque los núcleos campesinos, los productores en pequeño, sean quienes siguen alimentando al grueso de la población. Es cierto que nunca antes fue tan frontal el embate contra la vía campesina.

En todo el mundo, no sólo en México, se quiere desaparecer a los campesinos, su tramado de relaciones.

Pero resulta que millones de campesinos, la gran mayoría abrevando de culturas indígenas, siguen dispuestos a sobrevivir. La lucha por la tierra no es por un pedazo de suelo, por una cosa. Es la cosificación de la tierra uno de los agravios que enlistan las comunidades.

La lucha por la tierra es una resistencia ante la avalancha de todo lo que se decide sin la anuencia y sin la participación de quienes guardan una relación con ella. La tierra no es una cosa, es una relación: de labor creativa, de celebración, de entendimiento, de crianza mutua.

Ya hemos documentado cómo tuvo que haber un proceso violento de acaparamiento de tierras para poder arrancar a la gente de su vida, “de los medios para proveerse a sí misma, conocida como la acumulación originaria. Y cómo esto ocasionó penurias enormes para la gente común” lo que logró desplomar la sustentabilidad de su vida e instauró un aislamiento, una fragilidad y una fragmentación de la que surgió el trabajo asalariado o esclavo, el trabajo sometido, y así sigue hasta nuestros días, pues esta relación de fragilidad impuesta está en el origen de toda acumulación [4].

El mero acto de fijarle un precio a la tierra de cultivo suena a afrenta, sean siete, setenta, siete mil o siete millones de pesos por metro, porque como decía uno de los campesinos de San Salvador Atenco entrevistados en el video independiente Tierra sí, aviones no, de Adán Xicoténcatl, “nadie puede pagar lo que esta tierra puede producir, si la cuidamos, de aquí al fin de los tiempos, con el trabajo de mis hijos, mis nietos y los tataranietos de mis tataranietos”. El argumento es incontrovertible. Por más “bien superior” que se pretenda invocar, cualquier expropiación añade otro elemento de agravio: la imposición.

Desaparecer a los campesinos, aparte de matarlos, implica condenarlos a su suerte en verdaderos enclaves de abandono, expulsarlos a la migración como jornaleros agrícolas, o convertirlos en frágiles obreros de las maquilas, por ejemplo, esa forma moderna de explotación sin los controles que antes tenían como obligación las empresas [5]. Las relaciones se desmadejan, las comunidades se dividen (y hay intención de dividirlas) las mujeres defienden la comunidad, asumen trabajos y cargos, mientras los gobiernos hacen la guerra a la gente.

Los datos hablan por sí mismos: hay 164 millones de trabajadores migrantes en el mundo de los 250 millones de migrantes que existen [6]. La ciudad de México es el espacio indígena más grande de todo el continente. En la capital se hablan 48 de las 56 lenguas de nuestro país. El campo se vacía, y cuando no, se reconvierte a barriada de un “medievo maquilero”.

Es un mundo donde las decisiones las toma gente ajena, lejos y a destiempo, sin importar qué piensen los afectados. Donde leyes, programas, proyectos, presupuestos y educación son cárcel y exclusión simultánea. Es fuerza, insisten, que estemos solos ante la ley y ante la aplicación sesgada de la justicia: donde el desvío de poder es el procedimiento usual en los países que poco a poco desmantelan o acomodan sus aparatos jurídicos para servir de tapete a las corporaciones, abriéndoles margen de maniobra mientras se les cierra los más canales legales a las personas y comunidades para defenderse [7]. Los cambios son tantos que la gente se pierde, y las personas y los colectivos resienten, al mismo tiempo, que se petrifiquen las condiciones de inequidad.

En un mundo así, la comunidad campesina es una de las pocas defensas ante la enormidad, una herramienta de transformación y recreación de sentido. Tener tierra, practicando las siembras propias, produciendo o colectando tus propios alimentos, eso que ahora conocemos como “soberanía alimentaria” y que antes con desdén se le ha nombrado “autoconsumo”, por más privaciones y trabajos que represente, es un resquicio, un refugio de independencia real ante el sistema que los quiere tragar. La defensa de la tierra y el territorio permite practicar un autogobierno, sistemas de cargo al servicio del pueblo, trabajo y visión en común.

No se trata de las comunidades ideales que los etnógrafos creyeron encontrar congeladas. Pese a la violencia y los problemas inherentes a todo conglomerado, estos colectivos reivindican la idea de lo comunitario: siguen creyendo en el ideal de lo social. De la responsabilidad puesta en común. No se trata de retornar a una era idílica de vida pastoral. Por el contrario, las comunidades campesinas (en nuestro país mayoritariamente indígenas) habrán de darse la oportunidad (porque nadie más lo hará) de transformarse en sus propios términos. Valorar, revivir y reivindicar su despreciada historia en sus tiempos y a sus modos seguramente llevará a confrontaciones con el universo que los excluye y aprisiona.

Hoy, toda comunidad es una bolsa de resistencia —sea que se organice para sobrevivir, para reflexionar sobre su condición, para protestar, para transformar condiciones locales y o coyunturales, sea que pase a la exigencia legal por los restrictivos canales legales y burocráticos, a la manifestación pública, a la acción directa, a la revuelta, o al levantamiento. Su mera existencia es una confrontación que le avienta a la cara del mundo una infinidad de historias no contadas.

La lucha por la tierra y el territorio es la resistencia ante lo que se avecina como predicción por todo el México invisible. Esto implica luchas ineludibles, imprescindibles y tenemos que reivindicarlas desde nuestros rincones. Contra cada disposición, imposición, devastación, persecución, despojo o exterminio. Son estas las resistencias puntuales, las luchas realmente existentes, inapelables, des-ideologizadas.

Hace 18 años, tras la matanza de Agua Fría en la Sierra Sur oaxaqueña la gente de los pueblos ya entendía que tras la matanza no había un conflicto intercomunitario que no pudiera haberse resuelto, y decían: “Nos quieren correr a los más posibles, ni nos preguntan, se quieren apropiar de recursos naturales, vienen por el hierro, el petróleo, la biodiversidad, nuestra mano de obra y nuestra tierra. Quieren imponernos una forma de vida, patrones de consumo, al tiempo que lo contaminan todo, dividen a las comunidades, introducen una educación menospreciativa, corrupción, prostitución, siembras ilegales, tráfico de enervantes y armas, y encima nosotros resultamos culpables”. Y ellos sabían. Se quería allanar el camino para las enormes minas de hierro a cielo abierto en la zona, la construcción de un larguísimo ferroducto desde Zaniza y Textitlán, ahí nomás de donde ocurrió el asesinato de 27 campesinos, hasta Salina Cruz, inventando culpables de esa matanza de Agua Fría, dizque por conflictos intercomunitarios por la tierra, por los permisos forestales, que hasta la fecha no terminan por documentarse fehacientemente. Así ocurrió de igual modo ahora con la matanza de 15 personas en San Mateo del Mar, varias de ellas asesinadas quemándolas, justo el día que se iniciaron las obras del Corredor Interocéanico en Salina Cruz.

Hay guerra abierta, pues. Con el camelo de los conflictos intercomunitarios se afirma la mano paramilitar, como ya lo demostró Acteal, Aguas Blancas, Agua Fría, Moisés Gandhi, El Charco, Iguala, y hoy San Mateo, Chalchihuitán y la Montaña de Guerrero. Lástima que los conflictos intercomunitarios, o agrarios, así sin explicarse, no alcancen a iluminar lo que está en juego. (Además, en muchas zonas, como en la Sierra Norte de Veracruz, en Jalisco y Nayarit, en la Costa o la Sierra o la Meseta de Michoacán, en el noroeste, en Sinaloa o en Sonora o en el profundo Tamaulipas del otro lado del país, en Oaxaca o Puebla, en el Sureste y en Chiapas, la lucha en defensa del territorio es todavía contra los caciques, los narcos y los intermediarios —y además contra los megaproyectos y contra el propio gobierno que no se pone del lado de la gente. 

Continuará...

Notas:

[1] Ver Eliana Acosta y Ramón Vera-Herrera, “¿Convertir en jornaleros a los guardianes milenarios?: Sembrando Vida va sembrando confusión”, Ojarasca 268, agosto de 2019.

[2] GRAIN, El mal llamado Tren Maya: Acaparamiento multimodal de territorios, febrero de 2020. https://www.grain.org/es/article/6416-el-mal-llamado-tren-maya-acaparamiento-multimodal-de-territorios

[3] Ramón Vera-Herrera, “Lo que es no se ve, lo que se ve no se cree”, Ojarasca 270, octubre de 2019

[4] Michael Perelman, The Invention of Capitalism.  http://citeseerx.ist.psu.edu/viewdoc/download?doi=10.1.1.372.4137&rep=rep1&type=pdf

[5] El artículo 123, que defendía a los trabajadores, está muerto (o lo secuestraron) porque con la “flexibilización del mercado laboral”, ninguna de las conquistas de 150 años tiene filo. Son prácticas comunes la inseguridad en el trabajo, horarios no continuos, contratos por hora y no por mes, a veces unas cuantas horas a la semana, por ejemplo, repartidas al antojo de los patrones, trabajo a destajo, terroríficas condiciones laborales plenas de riesgos, la imposibilidad de asociarse en sindicatos, contratos dislocados, es decir, contratos mediados por una agencia de empleos que impiden la contratación colectiva “consagrada por el 123 constitucional”. Dieciocho años después, los extremos a los que llega la precarización laboral son innombrables.

[6] Organización Internacional del Trabajo (OIT), Estimaciones mundiales de la OIT sobre los trabajadores y las trabajadoras migrantes.

[7] Tribunal Permanente de los Pueblos capitulo México (2011-2014), La audiencia final, sentencia, fiscalías y relatorías. Editorial Ítaca, 2016.

Fuente: Desinformémonos

Temas: Agronegocio, Crisis capitalista / Alternativas de los pueblos, Defensa de los derechos de los pueblos y comunidades

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