Teuchitlán, espejo del horror y la desaparición

Idioma Español
País México

Los hallazgos en el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, evidencian el horror sistemático que se ha instalado en el país. Los tres hornos crematorios y el adiestramiento forzado de personas desaparecidas no son hechos aislados, sino expresiones de una maquinaria de exterminio. Estas prácticas nos obligan a preguntarnos: ¿quiénes son los responsables en todos los niveles de esta violencia?

Las desapariciones y la violencia extrema no pueden entenderse como eventos desconectados o simples manifestaciones del crimen organizado. Se trata de un entramado mucho más complejo, donde convergen, como señala Daniel Vázquez [1], “estructuras criminales, estatales y empresariales que colaboran para violar derechos humanos. A la actuación conjunta de estas tres estructuras la llamamos redes de macrocriminalidad”. Estas redes son las que garantizan la impunidad. 

Desde el descubrimiento del campo de reclutamiento forzado en Tala en 2017 [2] hasta las innumerables casas de seguridad en la Zona Metropolitana de Guadalajara [3], la evidencia ha sido contundente. El hallazgo realizado por Guerreros Buscadores de Jalisco y Madres Buscadoras de Jalisco es también el último eslabón de una larga lucha de las familias de personas desaparecidas en Jalisco que desde hace décadas han impulsado procesos de búsqueda y develado el horror que vivimos. Sin embargo, la respuesta institucional ha sido la misma: inacción, omisión y, en muchos casos, colusión. La fiscalía de Jalisco no ha demostrado voluntad para investigar estos crímenes. Las omisiones no son inéditas, son el móvil diario de las investigaciones. La apuesta por no continuar las diligencias y actos de investigación, la resistencia para realizar acciones periciales y las limitaciones para las búsquedas en fosas son la muestra de esa apuesta por la impunidad y la opacidad.

Los campos de exterminio y reclutamiento como el de Teuchitlán no pueden operar sin un marco de protección que los permita. El crimen organizado ha permeado las estructuras estatales hasta el punto en que distinguir entre actores legales e ilegales se vuelve cada vez más difícil. Aquí es donde el concepto de redes de macrocriminalidad resulta clave. No se trata solo de cárteles operando en la clandestinidad, sino de una estructura donde el Estado mismo facilita o, en el mejor de los casos, ignora estas prácticas. Esta realidad obliga a replantear la manera en que entendemos la violencia en México. Como advierte la socióloga feminista Maria Mies: en un sistema donde la vida está subordinada a la producción de ganancias, la acumulación de fuerza de trabajo solo puede lograrse con el máximo de violencia para que la violencia misma se transforme en la fuerza más productiva [4]. En el contexto mexicano, esto significa que la desaparición y el exterminio no son meros efectos colaterales de la mal llamada “guerra contra el narcotráfico”, sino procesos integrados en un modelo de acumulación, despojo, control territorial, extracción de rentas y disciplinamiento social.

Responder a la pregunta sobre quiénes son los responsables es fundamental para entender la magnitud del problema. En la narrativa oficial, la violencia se reduce a la pugna entre cárteles, lo que oculta la participación de otros actores clave. Grupos criminales han desarrollado modelos de control que incluyen el reclutamiento forzado, el adoctrinamiento violento y la desaparición como herramienta de dominación territorial. El Estado ha tenido un papel que va desde la omisión hasta la complicidad activa. La militarización no ha reducido la violencia; al contrario, ha fortalecido a las redes de macrocriminalidad al integrarlas dentro de las estructuras estatales. Empresas y redes económicas, tanto legales como ilegales, sostienen estas dinámicas a través del lavado de dinero y la explotación de territorios y personas. La impunidad es el hilo conductor de esta estructura. Como señala Ana Laura Magaloni en su estudio sobre el Ministerio Público [5], “la procuración de justicia en México carga a cuestas todos los vicios de su historia que han quedado tatuados en el diseño institucional, los métodos de trabajo y las prácticas con las que hoy opera”. No es casualidad que las investigaciones sobre desapariciones se frenen o que los procesos judiciales se diluyan en la burocracia. El diseño institucional ha sido construido para la opacidad y la impunidad.

Ante este panorama, es evidente que las herramientas tradicionales del sistema de justicia no serán suficientes para desmontar estas redes. Se requiere una justicia transicional, es decir, un conjunto de mecanismos extraordinarios diseñados para enfrentar violaciones masivas a los derechos humanos y transformar las estructuras que las han permitido. Un modelo de justicia transicional y humanitario en México debería incluir el esclarecimiento de la verdad a través del mapeo de las estructuras criminales, estatales y empresariales responsables del exterminio y desaparición de personas. También exige el reconocimiento del papel del Estado y la llamada “iniciativa privada”, no solo como omisos, invisibles o afectados; sino como actores que han facilitado estas prácticas, así como el desmantelamiento de estructuras criminales e institucionales mediante la eliminación de redes de corrupción dentro de las fuerzas de seguridad y el aparato judicial. Cualquier proceso serio también debe garantizar la reparación a las víctimas, no solo con compensaciones económicas, sino con acceso a la justicia y garantías de no repetición.

La experiencia colombiana ofrece un referente clave para pensar en un modelo de justicia transicional en México que rompa con la impunidad estructural y no dependa exclusivamente de las fiscalías, como ocurre actualmente. A diferencia del modelo mexicano, altamente centralizado y burocratizado, en Colombia la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas y la Comisión de la Verdad han permitido la activación de múltiples instituciones con competencias diferenciadas para abordar las violaciones masivas de derechos humanos desde distintos ángulos. Esto ha significado no solo el enjuiciamiento de perpetradores directos, sino también la judicialización de empresas y empresarios que financiaron y participaron en el conflicto armado, algo impensable en México bajo el esquema actual de justicia penal ordinaria.

Además, Colombia ha incorporado en su discusión la necesidad de una ley de sometimiento [6] para grupos criminales que contemple la lógica de redes macrocriminales, en lugar de perseguir solo a individuos aislados. Este modelo permitiría el desmantelamiento estructural de las economías ilícitas y la rendición de cuentas de los actores empresariales, estatales y criminales que sostienen la violencia. En lugar de confiar exclusivamente en las fiscalías –instituciones que en México han demostrado ser ineficaces y, en muchos casos, cómplices de la impunidad–, un sistema de justicia transicional con herramientas extraordinarias permitiría no solo el procesamiento masivo de responsables, sino la transformación de las condiciones que han permitido que la desaparición y el exterminio sean prácticas sistemáticas.

La violencia en México no es espontánea ni incontrolable. Es resultado de un pacto de impunidad donde crimen organizado, Estado y redes económicas han encontrado formas de coexistir y beneficiarse mutuamente. El horror de Teuchitlán no es un caso aislado; es un recordatorio de que las desapariciones y los métodos de exterminio han sido integrados a la estructura social y política del país con claros fines económicos y de acumulación, en una guerra que produce múltiples y diversas ganancias. Como advertía Karl Marx en El capital, “la violencia es […] ella misma una potencia económica” [7]. En México, esta afirmación se materializa en la manera en que la violencia no solo destruye vidas, sino que sostiene economías, redistribuye el control territorial y fortalece estructuras de poder que se benefician del terror y la desaparición. La violencia no es un desvío del sistema, sino un mecanismo central de acumulación y dominación. Frente a esta realidad, la pregunta no es si el Estado puede frenar la violencia, sino si existe la voluntad política para desmontar las redes que la sostienen. La única salida es un proceso de justicia transicional que no solo castigue a los perpetradores, sino que transforme las condiciones estructurales que han convertido la violencia en una constante histórica.

Referencias

[1] Vázquez Valencia, Luis Daniel (2019). Captura del Estado, macrocriminalidad y derechos humanos, p. 19.

[2] Guillén, Alejandra y Petersen, Diego, “El regreso del infierno; los desaparecidos que están vivos”, en Quinto Elemento Lab, 4 de febrero de 2019, en  https://quintoelab.org/project/regresodelinfierno

[3] Ávila, Jonathan; Campos, Francisco; Franco, Darwin y Souza, Dalia, “Guadalajara. Zona de exterminio y desaparición”, en ZonaDocs, 19 de octubre de 2020, en  https://www.zonadocs.mx/guadalajara-zona-de-exterminio/.

[4] Federici, Silvia (2010). Calibán y la bruja: Mujeres, cuerpo y acumulación primitiva, p. 30.

[5] Magaloni, Ana Laura (2009). “El Ministerio Público desde adentro. Rutinas y métodos de trabajo en las agencias del MP”, CIDE (42).  https://cide.repositorioinstitucional.mx/jspui/bitstream/1011/751/1/98476.pdf.

[6] Gutiérrez, Edwin, “Gobierno radicó proyecto de ley de sometimiento a la justicia para bandas criminales”, Senado de la República, 15 de marzo de 2023, en  https://www.senado.gov.co/index.php/el-senado/noticias/4379-gobierno-radico-proyecto-de-ley-de-sometimiento-a-la-justicia-para-bandas-criminales.

[7] Marx, Karl (2013). El capital. Tomo I, volumen 3, Siglo XXI Editores, p. 940.

Fuente: Desinformémonos

Temas: Criminalización de la protesta social / Derechos humanos

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