Suplemento Ojarasca N° 183
Pasados engaño y desengaño, la vida y la lucha siguen para los pueblos indios, en sus propias tierras en primer término, pero también todas sus diásporas a las ciudades del norte y a casi la totalidad de Estados Unidos.
Los desafíos que enfrentan no cambian con una elección, por “histórica” o históricamente lamentable que sea. Apenas ayer los pueblos peruanos votaron por Ollanta Humala, y ya salió igual que los que dijo que iba a cambiar.
Los pueblos de México están acostumbrados a la cuenta corta del ciclo milpero y las cuentas largas de la historia. Para su desgracia, y la de los que poblamos estas tierras, los pueblos también están obligados a considerar las cuentas alegres de los inversionistas, verdadero cáncer terminal materializado en minas salvajes, hidroeléctricas brutales, autopistas transelváticas (o de la muerte), plantaciones industriales de semillas robot, complejos turísticos y rutas “ecológicas” donde regar los dólares.
En México se tortura, y no sólo en la guerra contra el narco, también en la guerra contra la gente en Chiapas, Guerrero, la Huasteca y Sonora. Contra los indios. ¿Y por qué? Porque estorban, están parados sobre el oro, el uranio y el agua que tan rentables les parecen a las bolsas de los súper ricos y los políticos que les sacan brillo a sus botas, repartiéndose alegremente “cuotas” de territorio o de recursos que saquear.
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Voltear al sur, mirar lo que acontece con los pueblos hermanos, es la verdadera vocación de México, por mucho que babeen los intelectuales anexionistas (ay-quién-fuera-Puerto-Rico) por empujarnos al norte. Tenemos tanto que aprender, bueno y malo pero afín, de Ecuador, Bolivia, Argentina, Chile, Venezuela, Uruguay, Perú. Vamos, hasta de Brasil y Panamá. Y no por lo que provocan los de arriba, sino por lo que los de abajo hacen, construyen, oponen, y contra todo pronóstico, aguantan. Se llama resistencia.