Suplemento Ojarasca N° 180
Quechuas, aymaras, mayas y ngöbes conocen el rumbo que caminan. Se los negaron antes, y lo anduvieron sin embargo, mas hoy su urgencia es extrema y no sólo hablan por ellos y su sobrevivencia. Al oponerse a la minería brutal, al absurdo científico de los transgénicos, al arrasamiento militar y propagandístico, las marchas apuntan a algo clave: la salvación de la Madre Tierra, de las propias naciones, de la especie humana.
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La memorable movilización de los wixaritari en el desierto potosino para defender Virikuta, la oposición de los pueblos mayas en la selva de Chiapas al turismo empresarial, las agroindustrias y la locura extractiva, la defensa del río Yaqui por las tribus yoreme y la resistencia veracruzana contra la mina Caballo Blanco encarnan la misma lucha de las movilizaciones populares en Ecuador y Guatemala. Y no menos los ikoojts (huaves) del istmo de Tehuantepec contra las trasnacionales españolas y mexicanas que solapa el gobierno de Felipe Calderón —a quien financiaron su campaña fraudulenta hace seis años—, mientras publicita masivamente una presunta “energía limpia” que implica el despojo a los pueblos mareños y binnizá para beneficio de Iberdrola, Preneal, Wall Mart, Cemex, Femsa y Bimbo.
En el extremo sur de Centroamérica, los pueblos ngöbe y büglé luchan su parte contra las leyes mineras del gobierno de Ricardo Martinelli, tan neoliberal como el que más, bien dispuesto a la represión antimotines, el asesinato de indígenas y la criminalización racista. En Argentina los qom por fin alcanzan a ser escuchados en los tribunales. En Chile, los mapuche saben que la guerra contra ellos para expulsarlos de Wall Mapu va para largo. En México y en Perú la lista de agravios crece.
Son los invisibles de siempre, los que viven y llevan sobre sus hombros el peso de nuestro futuro como naciones soberanas.