Senegal, entre la explotación y la resistencia
El colonialismo no acabó en este país africano, que además de pagar impuestos a Francia por las obras construidas durante su dominio, ahora vende porciones enormes del territorio a empresas de dudosa reputación.
“Sentimos como si ya no fuéramos parte de esta país”. Así resume el jefe Wouri Daillo, de la aldea de Njurki, la sordera con la que se reciben las protestas de la población local, ya sea por parte del gobierno o de las empresas que lideran los proyectos de acaparamiento de tierras en Senegal.
Por enésima ocasión, las compañías extranjeras se llevarán enormes ganancias y dejarán hipotecado el futuro de esta tierra y sus habitantes.
El proyecto Senhuile-Senethanol afecta a un área de 20 mil hectáreas dentro de la reserva natural Ndiael, en la región de San Luis, concesionada por 50 años a Senhuile SA, para realizar un proyecto agroindustrial.
La concesión se otorgó por primera vez en el año 2010 en Fayane, un área poco lejana, para la producción de biomasa destinada a biocombustibles. Esto ocurrió en el contexto de la crisis energética de 2007-2008, que empujó a Senegal –bajo los chantajes del Banco Mundial y otras organizaciones internacionales- a vender cada vez mayores porciones de su territorio, hasta llegar a un total de 844 mil hectáreas de territorio cedido entre los años 2000 y 2012. Los efectos del proyecto sobre la población ya son evidentes y provocan una firme oposición de la población local.
Gorée, la isla de los oximorones
La “puerta de no retorno” en Senegal está en la isla de Gorée, a tres kilómetros de las costa de Dakar; hoy en un museo, la Mansión de los Esclavos. Fue construida por los franceses en 1786, y fue el lugar en el que se concentró a los seres humanos esclavizados, provenientes de varios países africanos, antes de ser embarcados en los barcos negreros; antes de ser diezmados por las enfermedades y las privaciones a bordo de las bodegas que navegaron por el Océano Atlántico rumbo al continente americano. Para millares –nunca se sabrá cuántos-, el mar fue su tumba; a todos los demás les esperó un futuro de esclavitud en las plantaciones de algodón, café o caña de azúcar.
De la isla de Gorée, pasando por Ouidah –en la actual Benin-, y a lo largo de 5 mil kilómetros de costa, de Senegal a Angola, existieron decenas de puertos de las potencias europeas dedicados al comercio de los esclavos en el África occidental, y se estima que por ellos pasaron cerca de 12 millones de seres humanos. El comercio de esclavos fue el negocio más ventajoso en términos de rentabilidad, si se considera que los seres humanos fueron simplemente capturados o, como mucho, intercambiados por vino y tabaco con los monarcas locales; así prosiguió dos siglos, enriqueciendo a las naciones europeas que lo controlaron y poniendo las bases del subdesarrollo de los pueblos que lo padecieron. Dos siglos de generaciones de mujeres y hombres vendidos por peso y robados, junto a enormes cantidades de recursos naturales, del futuro y el desarrollo de sus países.
No hubo ninguna indemnización por parte de las potencias coloniales europeas, no obstante las peticiones, hacia los países víctimas de un sistema de expoliación así de enorme y sistemático –que si en el siglo XIX tuvo el rostro cruel de la esclavitud, hoy viste los respetables zapatos del débito, alargando hasta el infinito el subdesarrollo y la miseria.
Se habla poco del hecho de que hoy, 14 países africanos –entre los que se encuentra Senegal- estén obligados a pagar un impuesto colonial a Francia, para pagarle de nuevo a la “madre patria” la infraestructura que se construyó durante la administración colonial. Cada año, 500 millones de dólares van de África hacia las arcas del Ministerio del Tesoro francés, tanto así que en el año 2008, el expresidente Jacques Chirac declaró: “Sin África, Francia caería al nivel de una potencia del Tercer Mundo”.
Leopold Sedàr Senghor, padre de la independencia senegalesa y partidario del movimiento cultural de la negritud ratificó, como otros países africanos, el acuerdo de cooperación con Francia, enseguida de la independencia. Con base en este acuerdo, no solamente Senegal sigue pagando el impuesto de colonización, sino que está obligado a depositar sus reservas nacionales monetarias en el Banco Central francés, y puede tener acceso anual solamente al 15 por ciento de los pagos. En el mismo acuerdo se establece que la Hacienda francesa tiene prioridad absoluta en las contrataciones públicas y los suministros militares, que Senegal está obligado a usar la moneda colonial francesa (FCFA), que Francia puede intervenir militarmente en caso de conflicto, y que el francés es la lengua oficial del sistema educativo nacional. A partir de estos datos, resulta difícil imaginar un futuro de desarrollo para países como Senegal, todavía esclavo.
La isla de Gorée exhibe en sus colores los signos de la esclavitud antigua y nueva. Nos cuentan tanto la belleza como el dolor. El negro son las rocas de basalto de las que está hecha, como negros fueron los millones de seres humanos esclavizados. El verde son las jacarandas y los flamboyanes de la isla, así como las plantaciones a las que fueron enviados a trabajar al otro lado del océano. El rojo son las buganvilias y los hibiscos, así como la sangre derramada. De Gorée sorprende que tanta belleza pueda relatar tanto sufrimiento; un oxímoron hecho isla.
El Sine Saloum, a la delta del futuro
Al sur de Dakar se atraviesa la Pequeña Costa, un área costera de cerca de 60 kilómetros de playas de arena blanca, punto turístico durante todo el año. El turismo representa una parte fundamental de la economía del país africano; es la única fuente –junto con la pesca y la agricultura- de trabajo y supervivencia para la población.
Al interior de la Pequeña Costa y Gambia, se extiende la región de Sine-Saloum, por el nombre de los ríos que la atraviesan y que dan vida a un ecosistema único: 76 mil hectáreas de territorio que es Parque Nacional desde 1976. Aquí, el Atlántico invade al río Saloum, diseñando un intricado mapa de islas y canales, al borde de bancos de fango hechos de bosques de manglares.
Las piraguas se adentran en los bolongs, estrechos brazos de agua salobre entre las enredadas raíces leñosas de los manglares, refugio y sustento de una innumerable variedad de moluscos, crustáceos, peces y reptiles. Las mujeres de las aldeas sèrére que se encuentran a lo largo del río se ocupan de la recolección de las ostras que crecen pegadas a las raíces aéreas de los manglares, así como otras muchas variedades de moluscos, revendidos después en los mercados, repletos de gente, que se distribuyen a lo largo de toda la costa. Se trata de un lugar fundamental para el repoblamiento de los peces en esa área del Atlántico, y el tercer sitio en importancia ornitológica del África Occidental. El río y su ecosistema son vitales no sólo para la protección de tantas especies en riesgo, sino también para las 200 mil personas que viven en el área, ya sea en términos de oportunidades de trabajo como de aporte de proteínas a la alimentación de una población en pobreza extrema.
Esta gente, que no tiene escuelas ni instalaciones sanitarias adecuadas, sabe preservar con sabiduría y amplitud de miras un territorio tan rico como frágil. Sabe, esta gente que como casa tiene una choza hecha de lodo y ramas de baobab –y vive en aislamiento en la temporada de lluvias-, mirar al futuro. Le han ayudado en poco, y no el Estado.
En las aldeas, la población es de etnia sèrére, de religión predominantemente católica; es el segundo grupo étnico más relevante, después de los wolof, de religión islámica. En muchas de estas aldeas, los hombres jóvenes dan vida a pequeñas cooperativas propietarias de unas cuantas piraguas, con las que acompañan a los turistas en excursiones naturalistas, privilegiando un modelo no depredador. No tienen grandes operadoras turísticas detrás ni Organizaciones no Gubernamentales que las sostengan. En cambio, colaboran con la pequeña realidad internacional del turismo que privilegia los servicios turísticos ofrecidos por la población local para retener ahí el ingreso. No tienen carteles oficiales de ecoguías, ni siquiera están señalados en ellas –pero apenas se les ve moverse en el río, sabes que te debes fiar de ellos y que les puedes preguntar cualquier curiosidad que tenga que ver con botánica y ciencias naturales, así como pesca o cultivo de ostras. Hablan al menos tres lenguas y no tienen ningún diploma.
Entre las aldeas hay otras pequeñas realidades productivas, formadas solamente por mujeres, que preparan jarabes y mermeladas de las frutas recogidas de los árboles baobab, del jengibre, el tamarindo y otras plantas, colectadas de forma sustentable en la selva de Palmarin. Son siempre las mujeres las que se ocupan del secado de los moluscos y de la recolección de la sal. Escarban en la tierra agujeros de tres metros que se inundan de agua de mar durante las lluvias. En el periodo de secas, ya evaporada el agua, las costras de sal que quedan en los hoyos se recogen con las manos de las mujeres. Si se atraviesa el camino de tierra roja que une Plamarin con Djfer, se les ve bajo el sol calcinante, con la espalda encorvada y las manos talladas por la sal. Cada paso para sobrevivir dignamente aquí se acompaña de fatiga y sudor.
Tierra y libertad
La organización no lucrativa italiana Re:Common ( www.recommon.org), junto con Grain, organización internacional que lucha contra el acaparamiento de tierras, respaldan a CRAFS, una red nacional senegalesa de organizaciones campesinas y de la sociedad civil, para arrojar luz sobre un proyecto de acaparamiento de tierras en el nordeste del país, conocido con el nombre de “Senhuile-Senethanol”.
El proyecto afecta a un área de 20 mil hectáreas dentro de la reserva natural Ndiael, en la región de San Luis, concesionada por 50 años a Senhuile SA, para realizar un proyecto agroindustrial. Senhuile es una empresa controlada por la italiana Tampieri Financial Group Spa (con el 51 por ciento de las acciones), y por una sociedad mixta de empresarios senegaleses y extranjeros (con el 49 por ciento).
La concesión se otorgó por primera vez en el año 2010 en Fayane, un área poco lejana, para la producción de biomasa destinada a biocombustibles. Esto ocurrió en el contexto de la crisis energética de 2007-2008, que empujó a Senegal –bajo los chantajes del Banco Mundial y otras organizaciones internacionales- a vender cada vez mayores porciones de su territorio, hasta llegar a un total de 844 mil hectáreas de territorio cedido entre los años 2000 y 2012.
El proyecto inicial de 2010 fue suspendido por el gobierno senegalés después de los enfrentamientos que produjeron la muerte de 2 campesinos, a causa de la oposición de las comunidades rurales a la realización del proyecto. Sin embargo, la propuesta fue resucitada en el año 2012 por el presidente Wade, que eliminó algunas restricciones ambientales de la reserva Ndiael y concesionó el área para el cultivo de semillas de girasol. Hasta hoy es poco claro qué se producirá ahí, y es todavía más oscura la estructura corporativa a la que obedece Senhuile.
En el área afectada por el proyecto viven alrededor de 9 mil personas en 37 aldeas, en su mayoría pastores y campesinos que practican la agricultura de subsistencia. Las comunidades locales fueron excluidas del proceso de decisión sobre el desarrollo del área que habitan, pero pudieron vislumbrar, desde el principio, los daños de una explotación intensiva, ya sea en términos ambientales o de sobrevivencia de la población.
El primer efecto es que la mayor parte de las aldeas deberán desplazarse lejos del área, y que los campesinos, aún si eran empleados en los cultivos, pasarán de un usufructo personal de la tierra, ligado a la sobrevivencia familiar, a ser empleados asalariados de una producción a gran escala.
Para el pastoreo hay que considerar que los cerca de 100 mil cabezas de animales necesitarán un área de cerca de 58 mil hectáreas, frente a las apenas 20 mil que –hipotéticamente- quedarán a su disposición.
Los efectos del proyecto sobre la población ya son evidentes y provocan una firme oposición de la población local. Se multiplican las áreas de pastos y agricultura que son ya inaccesibles, y se pone en entredicho el acceso a los recursos hídricos, lo que obliga a las mujeres y niños -quienes se ocupan del aprovisionamiento de agua- a recorrer hasta 10 kilómetros más para obtenerla. Los caminos son vigilados por guardias privados de la empresa que obstaculizan el acceso a pastos, campos, recursos hídricos y otros espacios comunitarios (cementerios y escuelas). Una porción enorme del territorio que, junto con su riqueza natural y humana, es vendido por el Estado a una empresa sobre la que hay múltiples sospechas. Porque el aspecto más grave de este caso no es solamente la indeterminación sobre la futura producción, y las consecuencias que tendrá sobre la vida de las poblaciones, sino también la estructura financiera a la cual se confió todo esto.
Senhuile es una sociedad compuesta por la italiana Tampieri –que controla el 51 por ciento de la propiedad-, mientras el 49 por ciento está en manos de Senethanol, constituida en Dakar con únicamente 15 mil euros de capital de inversores senegaleses (de los que no se conocen los datos) y extranjeros de pasado bastante oscuro, que a su vez dieron vida a una sistema de sociedad –o para decirlo mejor, de cajas vacías- registrado por aquí y por allá en el mundo, sobre todo en paraísos fiscales como Panamá. Los actores principales de la sociedad económica son Benjamin Dummai, israelí con nacionalidad brasileña, condenado en su país por evasión fiscal y fraude financiero; Gora Seck, empresario senegalés activo en el sector minero, y Harmodio Herrera, panameño protagonistas de diversos escándalos internacionales ligados a estafas fiscales, y quien gestionó sociedades de conveniencia prácticamente en cada paraíso fiscal en el mundo. Es a ellos a quienes el gobierno senegalés les vendió millares de hectáreas de territorio, engrosando las filas de países del sur del mundo (sobre todo en África) que venden recursos, riquezas y soberanía a los intereses financieros especulativos.
“Sentimos como si ya no fuéramos parte de esta país. No nos dan ninguna consideración”, señala Wouri Daillo, jefe de la aldea de Njurki, que así sintetiza la sordera con la que se reciben las protestas de la población local, ya sea por parte del gobierno o de las empresas que lideran los proyectos. Se trata del enésimo proyecto de acaparamiento de tierras en África por parte de empresas extranjeras, que se llevarán enormes ganancias a sus compañías, hipotecando el futuro de una tierra frágil y de su pueblo, obstinado y digno.
Fuente: Desinformémonos