¿Qué celebramos? ¿Qué lamentamos?
Las batallas contra el despojo capitalista están en otros lugares y se dan de otras maneras. Las están librando los propios pueblos indígenas en diversos frentes
El título no es mío. Se lo tomé prestado a Fernando Benítez de un libro que escribió en reacción a las celebraciones que los estados nacionales impulsaron en 1992, a propósito de los 500 años de la invasión europea a esta porción del planeta Tierra que hoy llamamos continente americano y que los pueblos indígenas nombran de diversa maneras, según su lengua y la cosmovisión que reflejan. Lo uso porque me parece, como hace años a su autor, que nos puede servir para situar en su justa dimensión los alcances de la Declaración de Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, aprobada por la Asamblea General de la ONU el pasado jueves 13 de septiembre.
No tengo duda. Hay que celebrar que después de 22 años de consultas y diálogo entre los estados nacionales y delegaciones de organizaciones indígenas de varios países que participan en los foros internacionales, muchas no representativas de los pueblos indígenas, finalmente se haya aprobado la declaración, con el voto favorable de 143 naciones, cuatro en contra (Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Estados Unidos) y 11 abstenciones (Azerbaiján, Bangladesh, Bután, Burundi, Colombia, Georgia, Kenia, Nigeria, Federación Rusa, Samoa y Ucrania). El número de votos aprobatorios es importante porque refleja lo interesante de las demandas indígenas, aunque no necesariamente que se le esté atendiendo en los estados que votaron positivamente, como es el caso de México.
Hay que celebrar que en el documento se reconozca el derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación, en virtud de la cual “determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”, derecho reconocido desde la década de los 60 a otros pueblos, pero no a los indígenas; también que se reconozca el derecho de los pueblos a sus territorios, tierras y recursos que tradicionalmente han poseído, ocupado o utilizado; que a consecuencia de lo anterior se prohíban los desplazamientos forzosos; que se reconozca su derecho a promover su desarrollo y a crear y mantener sus propias instituciones educativas. Entre otros derechos contenidos en la declaración, estos últimos resultan muy importantes porque por ellos se colonizó y se continúan las políticas colonizadoras sobre los pueblos indígenas y, paradójicamente, por ellos se pueden emancipar.
Pero no todo puede ser celebración acerca de la declaración. Hay que lamentar, en primer lugar, el carácter jurídico de ella: una declaración. Muchos juristas, animados por el deseo de proteger los derechos indígenas, argumentan que tratándose de derechos humanos caben dentro del jus cogens –derecho de gentes–, y por ese solo hecho tienen validez y vigencia más allá del reconocimiento o no que las leyes hagan de ellos. Teóricamente tienen razón, pero en la práctica eso no funciona, sobre todo en sociedades racistas y discriminatorias, como en las que vivimos, y frente a gobiernos autoritarios que todavía padecemos. Lo que se necesita es un documento de carácter vinculante, valga decir, un convenio, pacto o acuerdo.
Hay que lamentar que otros documentos jurídicos de derecho internacional, éstos sí obligatorios para los estados que los han suscrito, contengan disposiciones contrarias a lo establecido en la declaración, y sean éstos los que marquen los contenidos de las legislaciones nacionales. En el caso mexicano, el convenio sobre diversidad biológica dio origen a la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente, que ha sido el sustento para despojar a los pueblos indígenas, con el argumento de la conservación ambiental o el pago de servicios ambientales; el mismo documento es cimiento de la Ley de Bioseguridad y Organismos Genéticamente Modificados. En el mismo sentido, el acuerdo sobre los aspectos de derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio da fundamento a la regulación de la apropiación de los recursos genéticos y el conocimiento tradicional indígena; el tratado sobre los recursos filogenéticos para la alimentación y la agricultura es el que sustenta la Ley de Producción, Certificación y Comercio de Semillas. Frente a estas disposiciones, la declaración queda sin validez.
Hay que celebrar, sí, pero no como si se hubiera ganado una gran batalla, porque no pasa de una pequeña escaramuza, muy lejos de los campos donde los pueblos resisten, por cierto. Los gobiernos lo saben, por eso aprobaron un documento de esa naturaleza y con ese contenido. Las batallas contra el despojo capitalista están en otros lugares y se dan de otras maneras. Las están librando los propios pueblos indígenas en diversos frentes
Francisco López Bárcenas
Fuente: La Jornada