Política y alternativas
Una nueva evaluación del glifosato deja en evidencia aspectos de la regulación de la seguridad de los productos químicos, que en general permanecen ocultos a la vista pública. ¿Qué se debe hacer en Argentina?
El glifosato –el herbicida más ampliamente utilizado a nivel mundial– fue noticia en los diarios de mundo en marzo, después de que la Agencia Internacional de Investigación sobre Cáncer (IARC) anunciara que es “probablemente cancerígeno para los humanos”. La IARC, agencia responsable de proveer evidencia para las normativas de control sobre cancerígenos de la Organización Mundial de la Salud, completó, luego de un año de trabajo, una evaluación de la literatura científica disponible acerca del herbicida, encontrando: “evidencia convincente” de que el glifosato produce cáncer en animales de laboratorio, “evidencia limitada” sobre efectos similares en trabajadores agrícolas, y evidencia de que causa daño al ADN.
La evaluación de la IARC contradice rotundamente la visión de las agencias regulatorias más importantes del mundo. En 2014, por ejemplo, un estudio del gobierno alemán, en representación de la Comisión Europea, concluyó que no existía evidencia de que el glifosato fuera cancerígeno o mutagénico, ni que el herbicida presentara ningún otro peligro.
La IARC no tuvo acceso a nueva evidencia. Entonces: ¿por qué alcanzó conclusiones totalmente diferentes de las de la mayoría de las agencias regulatorias?
La respuesta es simple. Las evidencias sobre la seguridad química son a menudo incompletas, inciertas y ambiguas. Las agencias regulatorias, por lo tanto, en general deben tomar una serie de decisiones que no pueden ser resueltas exclusivamente sobre la base de la evidencia. Por ejemplo: ¿qué constituye un estudio confiable? ¿Cómo ponderar las contradicciones que presenta evidencia? ¿Cuánta más evidencia es necesaria (y de qué tipo) para validar una conclusión sobre peligrosidad o ausencia de la misma? Responder estas preguntas involucra juicios de valor. No parece sorprendente, luego, que muchas veces las instituciones no se pongan de acuerdo. Lo que parece sorprendente es la pretensión de certeza.
En general las agencias regulatorias son bastante reacias a reconocer que en sus evaluaciones intervienen juicios de valor, prefieren presentar sus evaluaciones como mucho más objetivas y consensuadas de los que son en la realidad. Esto se debe en parte a que la ciencia es una fuente poderosa de legitimidad. Además, reconocer la importancia de dichos valores sería una invitación abierta a escudriñar sus exámenes técnicos.
La evaluación de la IARC pone a las instituciones regulatorias en una encrucijada. Si aceptan explícitamente la validez de la evidencia presentada por la IARC, estarían invitando el escrutinio de sus evaluaciones y decisiones regulatorias. La única otra opción que tienen, por lo tanto, es insistir en que el reporte de la IARC es científicamente inválido o políticamente sesgado.
Esta última táctica difícilmente pueda utilizarse con la IARC, sin embargo. Se trata de una institución científica rigurosa e independiente como ninguna otra. Sus evaluaciones son conducidas por científicos prestigiosos de diferentes partes del mundo y están sujetos a una política de estricto control de conflictos de interés. Sus procesos de evaluación son transparentes, están guiado por criterios de evaluación explícitos y publicados, explicadas detalladamente en las monografías publicadas por la IARC y la evidencia que utilizan está disponible de forma pública.
Todavía no sabemos cómo manejarán este dilema las instituciones regulatorias, pero la estrategia de la industria agroquímica ya está clara: “Ciencia basura” fue la respuesta de Monsanto. La firma argumentó que “Los resultados [de la IARC] fueron obtenidos mediante la selección deliberada de cierto tipo de datos, lo que representa un claro ejemplo de agenda sesgada”.
Esta estrategia resulta curiosa porque inevitablemente invita a comparar el comportamiento de la IARC con el de las otras instituciones regulatorias que supuestamente produjeron evaluaciones más imparciales. Sin embargo, tales comparaciones tal vez no sean beneficiosas para estas instituciones.
Los lectores podrían quedarse pasmados, por ejemplo, al enterarse de que gran parte de la reciente evaluación toxicológica del gobierno alemán sobre el glifosato no fue en realidad escrita por los científicos que trabajan para el Instituto Alemán de Evaluación de Riesgo (BfR), sino por un consorcio de empresas agroquímicas.
Los funcionarios del BfR explicaron que, debido a la cantidad de evidencia, no tuvieron tiempo de explicar los estudios originales en detalle. En cambio basaron sus evaluaciones en las descripciones elaboradas por la industria agroquímica. Pero estas descripciones incluyen la interpretación y evaluación de confiabilidad de cada estudio, es decir las actividades que requieren el tipo de decisiones valorativas descriptas con anterioridad.
No sabemos si la evaluación del BfR es inusual porque fue esbozada por las mismas empresas cuyos productos debían ser evaluados, o si en realidad resulta inusual porque los expertos alemanes fueron lo suficientemente honestos para hacer esta práctica explicita. Pero si una de las naciones más ricas del mundo no posee los suficientes recursos para conducir sus propias evaluaciones de la evidencia toxicológica independientes, ¿cómo serán las prácticas de las instituciones regulatorias en el resto del mundo?
Argentina no es ajena a esta problemática. Pero con la centralidad que tiene el sector agrícola para el país la situación se torna más compleja. Existe una actitud generalizada reticente a escuchar cualquier voz que se levante para criticar un agroquímico. Mucho menos existe una predisposición a discutir de los procesos que se utilizan para evaluar su seguridad.
Sin embargo, con la difusión que el glifosato ha alcanzado en el país y la alta exposición que parte de la población tiene al agroquímico, es importante que los reguladores (y la opinión pública) no ignoren la evaluación del IARC argumentando que es sesgada o “ciencia pobre”. Por el contrario, ésta debería incentivar a los reguladores a re-evaluar el glifosato, y a explicar abierta y públicamente como se van a responder a las varias incertidumbres y ambigüedades acerca de la toxicidad del agroquímico que la evaluación de la IARC ha hecho explícitas. Nos merecemos una discusión democrática acerca cuál debe ser la respuesta adecuada
Quizás una revisión, aunque pueda significar en este caso una restricción al uso del pesticida, no sea un riesgo tan alto para el sistema como a menudo se piensa. Sabemos de la historia, que las regulaciones restrictivas han funcionado en el pasado mucho más como un incentivo para el desarrollo de nuevas prácticas y tecnologías, que para la destrucción de una actividad o sector. Quizás deberíamos ser ambiciosos esta vez y animarnos a pensar que el cuidado de nuestra población y una legislación progresiva, que ponga como prioridad reducir un riesgo potencial para la población, puede funcionar como un incentivo para el progreso más que una traba.
Fuente: Página 12