Mayoristas que arruinan

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Quienes defendemos la soberanía alimentaria como un conjunto de políticas para la lucha contra el hambre, entre otras muchas cosas, partimos de un dato muchas veces olvidado u obviado: el 70% de las personas (mayoritariamente mujeres) que sufren la pobreza son agricultores y agricultoras de pequeña escala que no pueden vivir de sus producciones, y trabajadores y trabajadoras rurales para terceros, que reciben salarios insuficientes para una vida digna.

Por lo tanto entre las reclamaciones de este paradigma sobresalen aquéllas que quieren corregir las injusticias estructurales que provocan esta situación. Así, generalmente se enfatiza la urgencia de una reforma agraria que distribuya equitativamente la tierra entre quienes la trabajan, el acceso público a otros recursos productivos como el agua o las semillas, o directrices que protejan y apoyen la producción local, familiar y agroecológica asegurando también precios justos y no sometidos a la especulación del mercado internacional.

En este tercer aspecto me parece fundamental, como señala en su último informe el relator de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación, tener presentes aquellas políticas que minimicen el actual control que tienen las grandes empresas mayoristas sobre los proveedores de las materias primeras. Porque son éstas -que son muy pocas- las que tienen la batuta de marcar los precios de los productos básicos. Y los sitúan tan a la baja que empobrecen a quienes, como decía, los producen o indirectamente a quienes en régimen de aparcería, arrendamiento u otras fórmulas reciben salarios de miseria que se justifican en esos precios.

Entre las medidas que propone el relator quiero destacar aquéllas que deberían ser adoptadas por los Estados y administraciones. Primero, y complementariamente al apoyo que merece la pequeña agricultura, las administraciones deberían fomentar también la diversificación de canales de distribución, generando así más opciones y una mejor posición de negociación para los productores. Segundo, los Estados, más allá de reconocer a las organizaciones entre productores, como las cooperativas, deberían apoyarlas. Es sabido que este tipo de asociación mejora la capacidad de sus miembros para obtener precios más bajos cuando compran los insumos necesarios para sus cultivos y precios más altos cuando los venden; pueden compartir los riesgos entre sus miembros; y prestar servicios y organizar sesiones de formación para sus integrantes. Los Estados podrían también hacer sus compras para el sector público (alimentos para hospitales, escuelas...) directamente a la pequeña producción, pagando, lógicamente, al precio remunerativo que corresponde. Y por último, desarrollar a fondo la legislación que regula la competencia, no sólo para proteger a los consumidores finales frente a precios abusivos, sino también para frenar el excesivo poder y dominio de unos pocos compradores sobre los proveedores agrícolas.

En definitiva, las recomendaciones del relator son algunas propuestas oportunas, que abordan una deficiencia necesaria para alcanzar la soberanía alimentaria: reclamar a las administraciones públicas que reanuden su papel básico de intervención en la regulación de la cadena agroalimentaria, garantizando posibilidades para millones de personas que quieren vivir de los oficios del campo, del trato respetuoso con la naturaleza para la obtención de alimentos. Y ahí se insertan las declaraciones que el pasado 24 de febrero hizo el representante del matadero Erralde en la comparecencia en la comisión de agricultura del Parlamento vasco. Su experiencia -a contracorriente y sin apoyos- apostando por la producción local y los circuitos cortos de transformación, es un éxito que debería hacer reflexionar a quien corresponde.

- Gustavo Duch Guillot fue Director de Veterinarios Sin Fronteras, es colaborador de la Universidad Rural Paulo Freire http://gustavoduch.wordpress.com/

Fuente: ALAInet

Temas: Soberanía alimentaria

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