La ruina del campo
"¿Qué lógica es esta de tener a los países que pasan hambre produciendo alimentos para los países ricos que podemos pagarla? Ninguna. Bastantes años y muchas injusticias arrastra este modelo como para no exigir –toda la ciudadanía– dignidad en nuestro medio rural, y dignidad para el trabajo de alimentar al mundo, aquí y allá."
Hablemos de negocios. Uno, usted es propietario de cinco hectáreas de naranjos en la huerta valenciana y la temporada se ha dado bien. Si vende al precio promedio del sector entonces la diferencia entre ingresos y gastos ha sido de aproximadamente 6.000 euros. 6.000 euros de pérdidas. Dos, usted ha producido durante este año 750 corderos y los ha podido vender todos. Entonces su cuenta de resultados indicará en números rojos, 11.000 euros. Y tres –para no aburrirles con más datos–, pensemos en una explotación de olivares en secano para producir el reconocido aceite de oliva mediterráneo. Si dispone de 20 hectáreas al precio promedio de la campaña ha perdido 200 euros por hectárea, unos 4.000 euros. Estas cifras, que afectan a todos los sectores (agricultura de huerta, de cereales, de frutales, etc. y ganadería de todas las cabañas), indican la gravedad por la que pasa el sector rural en España. Y, con toda seguridad, es desde esta grave crisis colectiva que los tres sindicatos mayoritarios del campo se han puesto de acuerdo para coordinar conjuntamente sus movilizaciones, en concreto convocando a un paro agrario el 20 y 21 de noviembre, que finalizará con una manifestación el mismo día 21 en Madrid.
Con esas cuentas que les he presentado no es de extrañar que, en los últimos cinco años contabilizados, se hayan perdido del orden de 124.000 empleos. A nadie le gusta trabajar para perder dinero. Por qué la mayoría de las pequeñas fincas agrarias son deficitarias tiene, desde mi punto de vista, dos explicaciones. Por un lado la matemática: ventas menos costes igual a beneficio. Y en los últimos años, de forma continuada, la tendencia ha sido un aumento en el precio de los insumos (muchos de ellos están ligados al petróleo, por ejemplo, los fertilizantes o el uso de maquinaria) hasta un aumento total del 35% en ese mismo periodo. Mientras que el precio al que las campesinas y campesinos venden sus productos ha sufrido, en un sólo año, descensos que pueden ir desde el 60% de la sandía o el 50% de las patatas hasta un descenso más moderado del 10% del pollo o la lechuga. Pero el saldo siempre es negativo.
La segunda explicación tiene que ver con elementos más estructurales y el modo en que estamos definiendo con decisiones políticas (o con no decisiones) el modelo de producción de alimentos que queremos para nuestro país. Y aquí hay que ser rotundos. Todo apunta hacia una agricultura sin campesinos, en manos de la gran agroindustria y ahora –como una punta de lanza– las grandes cadenas de distribución. Sin la regularización de los mercados y disminuyendo las ayudas a la agricultura familiar –estas son las pautas europeas–, sólo sobreviven los más grandes, los más fuertes. En este caso las grandes cadenas de distribución que ya se han apoderado del 80% de todas las compras que se realizan, provocando el cierre de los pequeños comercios a un ritmo de 11 establecimientos diarios. Con tan absoluto control, los supermercadísimos se permiten el lujo de presionar a la agroindustria –si hace falta saliendo a las estanterías con marcas blancas– para obtener precios más bajos, que esta traslada hacia los productores y productoras con los resultados que ya hemos visto.
Y nos falta un dato para entender todo el panorama. Los precios a los que cualquiera de nosotras o nosotros pagamos los alimentos. Efectivamente los últimos meses, con la crisis general encima, el precio de los alimentos ha bajado (un menos 2,4%, el último IPC alimentario), pero esta rebaja llega toda por el estrangulamiento de los precios a los productores. Son ellos los que la asumen, no las grandes cadenas ni la agroindustria. Y así queda claro donde están los beneficiados del modelo. Los cálculos que presenta la organización agraria COAG son claros. Del campo a la mesa, un producto agrario ha multiplicado su precio en seis veces, y del campo a la mesa un producto cárnico lo ha multiplicado más de tres veces.
Pero no quiero hablar más de “números y negocios”, porque si definitivamente este es el abordaje que le damos a la actividad agraria –la actividad que desde el usufructo de la naturaleza es capaz de entregarnos los alimentos que necesitamos para la vida– difícilmente le daremos el trato que amerita. Que el campo se arruine no es sólo una preocupación para los agricultores, lo es para el resto de la ciudadanía, y por eso el paro organizado por los sindicatos cuenta con el apoyo de otros sectores aglutinados bajo el paraguas de la Plataforma Rural. Las labores agrarias son el motor principal del medio rural y con ellas debilitadas, como una cascada, desaparecen muchos puestos de trabajo y otras actividades paralelas como la transformación de alimentos, los cuidados del monte y los paisajes, la preservación de culturas y tradiciones, etc. No podemos permitirnos dejar la alimentación en manos de tres o cuatro conglomerados empresariales que producen alimentos como si produjeran cualquier bien industrial. Su modelo pasa por deslocalizar la producción a terceros países, donde las normativas sanitarias y medioambientales son más permisivas, y donde van para aprovecharse de mano de obra que estrujan olvidando sus derechos, laborales y humanos. ¿Qué lógica es esta de tener a los países que pasan hambre produciendo alimentos para los países ricos que podemos pagarla? Ninguna. Bastantes años y muchas injusticias arrastra este modelo como para no exigir –toda la ciudadanía– dignidad en nuestro medio rural, y dignidad para el trabajo de alimentar al mundo, aquí y allá.
Hoy la industria alimentaria alardea de producir a precios bajos, pero –apunten–, si esta estrategia competitiva les lleva al control total, y todo apunta hacia eso, jugarán con los precios y con los consumidores. Disculpen, acabé hablando otra vez de precios y economías.
Gustavo Duch es ex director de Veterinarios sin Fronteras y colaborador de la Universidad Rural Paulo Freire