La guerra de los transgénicos
Después de leer en trabajos y cables el uso actual de los transgénicos y la potencia de las empresas y monopolios que lo dominan en el mundo, pensé que estaba delante de un serial de ciencia ficción; pero no, era algo muy serio que hace más difícil este ya globalizado planeta y pone en aprieto a la sociedad actual y a casi todos los países que luchan por salir del subdesarrollo.
Mientras que naciones como Cuba, Venezuela, Nicaragua y algunas otras, en varios continentes, se empeñan en rescatar la agricultura y lograr una seguridad agroalimentaria que los libere de la dependencia de las grandes importaciones, otros, que fueron exportadores netos de granos, carne, bananas y otras materias primas, están sufriendo de carencia en estos renglones y han ido a parar a la lista de los importadores.
En los últimos 20 años este sector pasó, de ser uno de los más descentralizados, en manos de campesinos pequeños y medios, granjeros y mercados locales y nacionales, a ser la base de los monopolios mejores pagados.
El camino fue sencillo, comenzó con programas como el Tratado de Libre Comercio (TLC); integraciones económicas, convenios especiales para llevar los productos a los mercados de los países ricos y otros más donde la materia prima pasaba a ser procesada en las grandes industrias y devuelta en celofán, nylon y otros envases de calidad, creando ofertas, gustos y ambiciones que llenaban los bolsillos de los “grandes”.
Esta acción, casi de magia, convirtió los alimentos, cada vez más, en mercancías exportables, algo que en sí no era tan malo; pero que en realidad fue un mercado dominado por una veintena de transnacionales que tomaban la parte del león y dejaban en los países pobres, terrenos arruinados, agricultura desprotegida y campos con agroquímicos que envenenan aguas, bosques, ambiente y, la población.
El cambio, que no fue rápido, ni directo, tuvo como lema el acabar con el hambre en el mundo y llevó a muchos institutos de investigación, de los ricos, claro, a invertir en experimentos y estudios que dieron lugar a semillas más fuertes, productivas y por tanto a más alimento; pero, no acabó con el hambre, ni con los hambreados; sino que los aumentó, ya que alimentos y productos especiales, eran para los que podían comprar en este mundo donde las diferencias se ahondaron rápidamente.
Un ejemplo demostrativo está en los 20 años que van desde los 60 a principios de los 90, ya entronizada la “Revolución Neoliberal” y los países del sur que habían gozado de un excedente comercial agrícola de unos siete mil millones de dólares anuales, lo vieron desaparecer sin una contrapartida a sus problemas, económicos y sociales. Y lo que es peor; informes de la FAO señalan que hoy, los del sur se han convertido en importadores netos de alimento.
Para que los países pobres puedan en estos momentos lograr una agricultura sostenible, tal como estamos tratando de hacer los cubanos, tienen que invertir grandes recursos.
No es un mito, el 85 por ciento de la producción básica de alimentos mundiales se realiza con métodos artesanales, con semillas de libre acceso, agua corriente, sol, tierra y trabajo humano; pero los centros monopólicos mundiales hacen lo posible y lo imposible por disminuir esos lugares; gastan millones de dólares en propaganda para vender sus productos y de apropiarse de esos oasis de producciones naturales.
Las cifras existen: datos internacionales señalan que 1 200 millones de campesinos y campesinas que siguen sembrando y produciendo por métodos tradicionales, tienen sus propias semillas y no están en manos de los consorcios de la alimentación.
Algo más, y nos alegra, el 85 por ciento de la producción agrícola de países desarrollados, se consume cerca de donde se siembra, principalmente en mercados informales; lo que es un paliativo a las amenazas que para el medio ambiente, las aguas y los suelos imponen las transnacionales con sus métodos abusivos y tóxicos. Apoyar una opción como la nuestra es el camino acertado.
Fuente: Victoria