“La Argentina es un caso interesante de promesas incumplidas de transgénicos”
Pablo Lapegna reconstruye su minucioso rastrillaje por las poblaciones rurales del norte argentino para explicar las secuelas económicas y ambientales que provoca la soja.
En su libro “La Argentina transgénica”, el sociólogo Pablo Lapegna reconstruye su minucioso rastrillaje por las poblaciones rurales del norte argentino para explicar las secuelas económicas y ambientales que provoca la soja transgénica, una variante genéticamente modificada para resistir los herbicidas cuyo cultivo masivo se convirtió en la base del modelo socioeconómico que se instaló en la Argentina hacia los 90 y se prolonga hasta el presente.
Hace poco menos de dos décadas, el paisaje agrario empezó a dejar atrás su tradición maicera para incorporar una clase de soja resistente al glifosato –el herbicida que ha sido clasificado por la Organización Mundial de la Salud como “probablemente cancerígeno”– cuyo mayor atributo es que permite realizar dos cultivos al año y reemplazar los procedimientos de la siembra convencional que aceleran la erosión del suelo.
El resultado no se hizo esperar: actualmente unos 20 millones de hectáreas –la mitad de la tierra consagrada a la agricultura en la Argentina– está cultivada con soja transgénica, para la que se usan al menos 200 millones de litros de ese fertilizante por año, según advierte Lapegna en su libro “La Argentina transgénica” (Siglo XXI Editores).
El autor, doctor en Sociología por la Universidad del Estado de Nueva York-Stony Brook y actualmente docente de la Universidad de Georgia, analiza en su trabajo los daños que provocan las fumigaciones en las poblaciones rurales aledañas a los cultivos y documenta la secuencia de protesta que pasó de períodos de alta movilización en 2003 a las formas pacíficas de adaptación que se dieron desde 2009 en adelante.
—En su trabajo sostiene que pese a que la soja transgénica no garantiza un rendimiento mayor a los cultivos tradicionales, su utilización fue muy alentada en la Argentina ¿Por qué ocurrió eso?
—La Argentina es un caso interesante de las promesas incumplidas de los transgénicos, de cómo se vendieron con una promesa de rentabilidad y de relación más amigable con el ambiente. Hay todo un mito en torno a que la soja es más productiva que otros cultivos transgénicos pero en realidad la gran ventaja es que es más simple de reproducir y requiere mucho menos conocimiento, sobre todo en las condiciones ambientales y agronómicas locales. Eso generó que se haya expandido a zonas como el norte de Argentina, donde se ve el impacto socioambiental que desarrollo en el libro: la desforestación, el aumento de la violencia rural, los desalojos de pequeños productores o poblaciones indígenas y las consecuencias de que la soja sea transgénica.
Pero los agrotóxicos no sólo afectan a los viven cerca de la zona de cultivos sino que nos confronta a la manera en que nos alimentamos y cómo detrás de una verdura que compramos puede haber relaciones de explotación, o por el contrario el intento de comerciar de un modo más justo o producir en forma más agroecológica. Los transgénicos están generando hoy una serie de problemas ambientales y sociales de los cuales sólo se puede salir si pensamos un poco fuera de esa matriz y armamos un camino alternativo que pueda dar solución a la población en términos generales.
—El apoyo a la agricultura transgénica y a la economía extractivista es acaso uno de los pocos puntos de contacto que mantienen el gobierno anterior con el actual ¿Cómo se da esta continuidad?
—El modelo extractivo ha tenido en la Argentina una continuidad sin pausa desde que se asienta en los 90. Durante los años del kirchnerismo se profundiza y se prolonga hacia el presente, aún con la llegada de un gobierno de distinto signo político del anterior. Frente a eso, tenemos un ciclo que pasa de la protesta a la desmovilización por parte de los movimientos campesinos o de productores que responden a distintas estrategias que se van poniendo en juego de acuerdo al contexto. Este paradigma se ha profundizado en el gobierno actual con la expansión del agronegocio y sin contar con un área de gobierno que funcione como interlocutora del pequeño productor o agricultor familiar.
—No es una novedad la relación problemática entre los gobiernos progresistas y la preservación del medio ambiente ¿En el caso del kirchnerismo la tolerancia hacia multinacionales que han recibido objeciones por sus prácticas ambientales como Monsanto o Barrick Gold se explica por la activación económica que suponen el accionar de estas empresas en el país?
—Esas “concesiones” responden un poco a la lógica de que para redistribuir la riqueza primero hay que crecer. Si la economía no crece, no se puede redistribuir esa riqueza porque no hay. La paradoja que se genera a partir de una política tolerante hacia el cultivo con agroquímicos es que tal vez se logra aumentar el ingreso de ciertos sectores más rezagados pero después esa ganancia se diluye porque se utiliza para afrontar los gastos de las enfermedades que genera la exposición a esas sustancias tóxicas.
Los sucesivos gobiernos kirchneristas terminaron cediendo a grandes multinacionales como la Barrick Gold o Monsanto pero también a otro actor importante que está invisibilizado, que son las grandes compañías acopiadoras de granos, que son los grandes jugadores globales de los commodities, a los cuales se los benefició con grandes exenciones fiscales.
Si uno evalúa el ciclo progresista en América Latina se puede ver que este tipo de gobiernos redistribuyeron ciertos recursos y reconocieron derechos pero sin modificar la matriz productiva, es decir, sin tratar de revertir esta dependencia a las semillas transgénicas, a los agrotóxicos y a la gran maquinaria agrícola. Sí se reconoció a los pequeños productores a través de ciertas políticas pero sin redistribuir las relaciones de poder y tratar de hacer más igualitaria la relación entre esos pequeños productores y la elites agrarias en la Argentina.
Fuente: El Ciudadano