Justicia para Estela: una victoria para la docencia fumigada
Tras años de gritar a los cuatro vientos que la infancia fumigada y las maestras rurales que se la juegan son un daño colateral de un sistema perverso, Estela Lemes recibió la sentencia favorable de la Justicia entrerriana. “El hecho de que no se haya podido determinar quién era la persona o responsable directo de fumigar, no implica tener por inexistente que efectivamente se fumigaba”, se lee en el fallo de la Cámara de Apelaciones de Gualeguaychú. Que condena a la ART (aquel invento neoliberal que formó parte de la flexibilización de las relaciones de trabajo) a cubrir todos los tratamientos de la maestra por las secuelas de “las intoxicaciones sufridas en su ámbito laboral”.
En 2016 inició Estela, la directora de la escuela 66, Bartolito Mitre, de las afueras de Gualeguaychú, la demanda judicial que arrastraba una historia larga que arrancó con las primeras fumigaciones en 2008. En ese tiempo eran 13 los gurises que iban a su escuela. Algunos vivían asentados en la zona. Otros, lo estaban ocasionalmente, hijos de trabajadores golondrina que como rabdomantes cosecheros recorren el país detrás de empleos fugaces como una temporada.
Eran días en los que la escuela era techo y trabajo para Estela, con esa hilerita de hijos que empezó a gestar a los 15, niña madre que se estaba pariendo a sí misma sin saber aún demasiado de la vida. Esa lluvia de venenos que le marcó los tiempos, le fue enseñando a la vez eso que hoy -con las convicciones amasadas a fuerza de militancia por la vida- sigue trasmitiendo en la escuela: “A los gurises les queda mucho el ejemplo de sus docentes. Por eso también es importante esto. Que sepan que hay que seguir luchando, que hay que defender la tierra que es la única que tenemos”, reivindica en entrevista con APe.
El puntapié para este recorrido judicial que acaba de concluir se inició una tarde de septiembre de nueve años atrás. Cuando ella y sus alumnos disfrutaban del recreo, Estela descubrió un mosquito fumigador que merodeaba el campo y percibió la deriva del veneno. Juntó a diez de los trece niños que estaban ese día en la escuela y los llevó adentro del salón. “Ellos no estuvieron expuestos a la fumigación. Pero muchos ya lo estaban desde sus casas. Algunos eran hijos de papás que eran peones de campos en los que se fumigaba. Les pedí que los llevaran al hospital. Algunos los llevaron, otros no. Y varios de los que no lo hicieron fue por miedo a quedar sin trabajo”, reconstruye hoy.
Aquel día Estela llamó a la policía. Y desde el alambrado, todos gritaban y hacían señas para que el mosquito se detuviera. Recién lo hizo cuando vació el tanque, en un punto que no tuvo final por las secuelas en el cuerpo de la maestra, y se derramó la última gota.
Reconstruir estos cinco largos años de recorrido judicial (que aún no cesa porque sostiene una demanda civil contra los propietarios del campo aledaño a la escuela) le comportó llantos, angustias y momentos de decirse basta a sí misma. “En lo legal fue una lucha muy solitaria. Junto a mis abogadas. No es casual que fuéramos todas mujeres”. Y reconstruye que “mucha gente me acompañó en algunos momentos y luego ya no lo hicieron. Otros, directamente no acompañaron. Hubo abogados que me dijeron que no hiciera juicio porque lo iba a perder. Quienes estuvieron siempre fueron mis hijos. Me acompañaron cuando yo estaba mal, cuando tenía muchos dolores, cuando me internaba para la rehabilitación. Cuando sentía la soledad de toda esta lucha. Cuando salimos a las calles. Mis siete gurises son mi puntal de vida y a ellos dedico este triunfo”.
Pero “hubo momentos en que sentí que no podía más. Tiempos en los que tuve que soportar que dijeran que yo mentía, que no estaba enferma, que no habían fumigado. Recibí amenazas cuando daba charlas. Pasé muchas angustias, con momentos en que sentí que iba a dejar todo porque no daba más. Pericias que me hacían en donde era claro que no se animaban a poner un resultado que fuese favorable a mí. Pero fue todo muy duro. Ahora la misma justicia reconoce que los agrotóxicos enferman, matan, que no es mentira”.
Las fumigaciones requieren de escasos minutos para destruir las vidas o generar enfermedades mientras que la Justicia camina con la lentitud de una oruga para definir como definió este abril pandémico que “los hechos están probados: el ámbito de la escuela donde daba clases la Sra. LEMES fue, increíble e inconcebiblemente, sometido a fumigaciones”.
Con fundamentaciones que rescatan testimonios incontrastables:
• La testigo Miriam Cabral sostuvo que "....los habían rociado con un mosquito desde unos 50 metros, porque había viento, sufriendo todos en ese momento picazón de ojos, falta de aire, existiendo un olor parecido al gamexane..."
• La testigo Daniela Rebora (cocinera en el lugar y madre de un alumno) declaró que “no se podía respirar y no se podía estar en el lugar, habiendo tenido que retirar a los alumnos del establecimiento porque varios de ellos estuvieron descompuestos”.
Veinte años después de su llegada a la Bartolito Mitre, veterana de fumigaciones múltiples que le significaron una vida con clorpirifós y glifosato en la sangre, Estela Lemes sonríe desde la puerta de “su” escuela. Son esos triunfos que parecen diminutos.
Pero que significan el combustible para continuar sembrando un sendero de victorias. La lucha eterna de las y los pequeños davides contra los goliats que abonan un mundo de inequidades. En los que todo vale para henchir de oro los bolsillos de los que se sienten dueños de la vida y de la muerte. En un sistema que privilegia la renta a la infancia. El veneno a la existencia. La producción de dolor a la veneración de la vida.
Fuente: Pelota de Trapo