El mundo no aguanta más… Cambio climático, crecimiento económico y pobreza
En Copenhague se tendrá que pensar mucho más que sólo en mitigar o adaptar, como se viene impulsando, sino en discutir seriamente este alocado modelo de globalización consumista. El globo terráqueo no puede ni debe seguir las metas de consumo de Estados Unidos. No nos alcanza el mundo.
Debemos promover el decrecimiento económico sostenible, con más empleos verdes y solidarios en las economías hiperdesarroladas y la disminución de sus consumos desenfrenados (lo mismo que en los enclaves hipertrofiados y consumistas de los países pobres) y por otro lado, el crecimiento sostenible de las economías en desarrollo, para alcanzar una escala mínima de escala humana (alimentación, educación, salud, derechos al buen vivir).
Mientras las tasas de crecimiento de la economía global sigan expandiéndose en números totalmente desconectados de su base de sustentación real, la naturaleza, el camino de nuestra especie como tal es uno sólo: el abismo.
Según algunos analistas, la tierra se “inició” sin el hombre y también “terminará” sin él. Podemos concordar o no con parte de este mensaje, pero si entenderlo como un alerta temprano frente a nuestra irracionalidad económica y social. Es también un importante grado simbólico de la amenaza que representamos como especie para el planeta. Sin embargo, fue en el siglo pasado y en el que actualmente ya atravesamos, el momento en que hemos logrado desarrollos tecnológicos fenomenales y también vencido (en relación con nuestra historia), desequilibrios e inequidades humanas que eran realmente brutales.
Pero por otro lado, lamentablemente para la visión de la economía global y de la mayoría de los decisores políticos y de algunos líderes del mundo, la única manera de resolver la “ecuación económica y por tanto la del bienestar” es seguir creciendo. Y cuando, esta tasa de crecimiento sea, más alta, mejor. Solo algunos gobiernos, por convicción real como los de Evo Morales o Rafael Correa y otros quizás siguiendo la postura de moda de algunos economistas como Stiglitz, tal el caso de Nicholas Sarkozy, comienzan a incorporar en sus discursos la idea del bienestar humano, promoviendo el cambio de índices ya tan arcaicos para medir el “desarrollo económico” como el PBI por otros, que incorporen medidas como la calidad de vida de toda la población involucrada, o el “buen vivir”.
La propuesta no es menor en los tiempos que corren, cuando prácticamente asistimos a un nuevo y muy posible fracaso en la cumbre de Cambio Climático de Copenhague, y cuyos impactos se focalizarán mucho más sobre los países en vías de desarrollo que sobre los desarrollados y en particular sobre sus poblaciones más pobres y vulnerables.
La discusión mundial de los gobiernos, muchos científicos y grupos de presión se centran en los mecanismos de mitigación y adaptación que se requerirán para hacer frente al mismo, intentando salvaguardar con estos mecanismos, tanto a la generación actual como en particular, a las generaciones futuras y (por qué no decirlo) a las otras especies y ecosistemas del planeta.
Ya en 1990 se habían asumido, por parte de una buena parte de los científicos del mundo, los impactos catastróficos por venir con el cambio climático. Prácticamente 20 años después muy poco hemos hecho y en países como la Argentina la situación puede hacerse también, muy compleja. A pesar de ser “por país”, un estado que suma poco a los gases de efecto invernadero global (estos son en particular el dióxido de carbono, pero también el metano (aportado por la ganadería o los basurales por ejemplo), el óxido nitroso (proveniente de la industria y la agricultura), los hidrofluorocarbonos (refrigeración), perfluorocarbonos y el hexafluoruro de azufre), su perfil de aportes ha crecido en los últimos quince años, aumentando en un 50% en el caso de la energía, un 100% en relación a los procesos industriales, un 100% respecto de los residuos y un 30% considerando a la agricultura. No obstante lo más grave para el caso argentino tiene relación con los aportes dados, en particular en la última década (2000 a la actualidad) donde los cambios de uso del suelo devenidos en particular de la deforestación para liberar tierra de bosques nativos y también hasta de montes implantados para la agricultura, parece no tener freno. Incluso con la existencia ya de una legislación para la protección del bosque nativo, que por trabas burocráticas provinciales y ahogo estatal derivado en la falta de inyección de recursos económicos tiene al instrumento más en el papel impreso que en el terreno donde el bosque se hace papel.
Copenhague no es una discusión “ambientalista”. Se ha convertido en una discusión económica, donde unos países, los más ricos harán la mayor cantidad de esfuerzos por aportar la menor cantidad de dinero posible para subsidiar a las medidas de mitigación y adaptación de las economías pobres (¡y garantizarse el seguir con sus estilos de vida y de consumo!) y estas, asisten con “la esperanza” de lograr “fondos frescos” que les permitan, seguir subsistiendo.
Un tercio o poco más de la población mundial vive en áreas de borde costero hasta unos 100 km de esta línea. Es una de las porciones de la humanidad en mayor riesgo, por la llegada de mayores inundaciones y eventos climáticos extremos. Argentina no está exento de ello y los principales impactos se perciben ya en la Cuenca del Plata, en particular en su porción inferior. Pero también se encontrarán en riesgo el noroeste argentino y el noreste, situaciones a las que estamos ya sumando con claridad la mano del hombre, en particular por la implementación de un modelo extractivo agrícola, que está eliminando las áreas boscosas nativas.
El bosque no es importante sólo por su cuestión estética o paisajística. Lo es y mucho más por los servicios ambientales que presta: mitigación de las inundaciones, regulación del clima, atemperación de la sequía, mantenimiento de la biodiversidad, sostenimiento de la base alimentaria (miel de palo, carne de monte, medicinas naturales) de nuestros pueblos originarios y todo esto tiene valor y no solo el precio coyuntural de la tierra que lo sostiene.
Ese valor se entiende hoy más cuando en parte por estos efectos complejos e integrales se reflejan en la aparición de eventos extremos como sequías e inundaciones, con costos sociales y ambientales numerarios. Los más de diez millones de hectáreas afectadas y creciendo, deberían hacernos reflexionar a tiempo. Mientras en Entre Ríos y Corrientes se lucha contra la inundación, sacando ahora animales de lugares donde nunca debieron haber estado ni pastado o en el oeste, centro, sur de Córdoba, el Chaco, el oeste bonaerense, La Pampa o Santiago del Estero donde la sequía golpea sobre la soja por implantarse o recién implantada, donde tampoco debería nunca haberse sembrado o expandido hasta allí. Si no llueve de las casi 20 millones proyectadas para esta campaña, un 25% ya se verían imposibilitadas de ser sembradas.
Muchas de ellas (no todas), provenientes por supuesto, de tierras con bosque nativo, hoy deforestado. Catástrofe ambiental o imprevisibilidad humana. De ambas cosas y el cambio climático que comienza a sumarse por estas Pampas. Quizás como algunos investigadores plantean, habrá “más agua”, pero la recurrencia de fenómenos extremos obliga a prever formas de manejo más racionales y que acompañen a los ciclos de la naturaleza y no a los de la economía. En este sentido, en Copenhague se tendrá que pensar mucho más que sólo en mitigar o adaptar, como se viene impulsando, sino en discutir seriamente este alocado modelo de globalización consumista y algunos países de América Latina tienen propuestas y modelos que llevar y poder mostrar. El globo terráqueo no puede ni debe seguir las metas de consumo de Estados Unidos. ¡No nos alcanzan los mundos! China no debe tampoco seguir este modelo. Debemos seguir otro sendero. Promover el decrecimiento económico sostenible, con más empleos verdes y solidarios en las economías hiperdesarroladas y la disminución de sus consumos desenfrenados (lo mismo que en los enclaves hipertrofiados y consumistas de los países pobres) y por otro lado, el crecimiento sostenible de las economías en desarrollo, para alcanzar una escala mínima de escala humana (alimentación, educación, salud, derechos al buen vivir). Acompañar las tasas de crecimiento negentrópica (las provenientes de la única fuente verdadera de energía que es la solar), del 1 al 3% dependiendo de los ecosistemas y no mucho más. En los niveles tecnológicos actuales y de productividad global, el hecho que la tecnología haga crecer a la economía en niveles del 3,5% como mínimo, estaremos de seguro enfrentando problemas de empleo, siempre y cuando, no se piensen estos empleos de otra manera, totalmente distinta a la forma actual de ver el trabajo que es medido solo en términos de “productividad”. Es posible, que de cara al abismo, una humanidad más solidaria reconsidere la existencia de otras formas de entender el trabajo.
El último gran cataclismo financiero del año pasado tiró por la borda en poco menos de unos meses, las previsiones sobre el hambre en el mundo, planteadas por organismos como la FAO en su errática política de alimentación y aportó a la ecuación de la pobreza unos 1.100 millones de pobres y hambreados (en pocos meses, 200 millones más de hambrientos). El impacto climático, que es una consecuencia directa de las políticas de crecimiento de la economía industrial de los últimos 200 años, no puede ser pagado por ellos.
Los pobres no piensan en el cambio climático. Piensan en comer. Por lo tanto, la crisis financiera ha podido más (por lo menos más rápido) generar más daños a la población global que la crisis climática.
Pero esto ha sido solo una advertencia. El efecto combinado nuevamente en el futuro de ambas crisis tendrá consecuencias impredecibles. Hay que actuar ya, y la responsabilidad está en manos de las economías ricas, de la disminución de sus pautas de consumo de materiales y de energía y en los países pobres en resguardar sus recursos naturales, en ponerlos en valor real ya (quién valora los nutrientes que se “vuelan” hoy en Córdoba o el Chaco, el agua virtual consumida para productos de exportación que no necesitan los argentinos, los servicios ambientales que disminuyen o evitan inundaciones o catástrofes!) y en no seguir a pie juntillas, el canto de sirenas de la economía ortodoxa y la alocada carrera por el consumo superfluo, que nos ha traído hasta este punto.
Walter A. Pengue - Doctor Ingeniero Agrónomo. Universidad Nacional de General Sarmiento.
Autor del libro “Fundamentos de Economía Ecológica”, Kaicron Editorial ( ra.moc.norciak@norciak), Buenos Aires, 2009
Fuente: Ecoportal