El fracaso de la “Súperagricultura”
La liberalización del comercio agrario y un sistema de producción industrial de alimentos han sido, como dos piezas de un mismo motor, los preceptos de las políticas agrarias europeas impulsadas en los últimos años. Pero la gran convulsión que estamos viviendo en los temas agrícolas y alimentarios exige una revisión profunda de sus resultados. ¿A dónde nos ha llevado confiar sólo en los mercados? ¿Qué ha representado una agricultura superproductivista? Los gobiernos europeos con las carteras de agricultura al frente, han iniciado sus reflexiones en Annecy (Francia) este mes de septiembre, que concluirán con una nueva reforma de la Política Agraria Común.
Desde las propias organizaciones campesinas y movimientos sociales, agrupados bajo el paraguas de la Plataforma Rural, el diagnóstico ya está hecho. Es contundente y se resume en una palabra: fracaso. La crisis alimentaria está ahí para corroborarlo. En Europa, igual que en el resto del mundo, hemos quedado indefensos frente a fenómenos como la especulación con las materias primas, el control oligopólico de los canales de distribución de alimentos o la competencia entre comestibles y combustibles (tres causas simbióticas del aumento de precios de los alimentos), al haber facilitado la continua desregulación de los mercados y la eliminación de mecanismos de control de la producción, por ejemplo, los aranceles o la intervención pública. Se ha confiado buena parte del abastecimiento de nuestra comida a las grandes corporaciones multinacionales en el mercado global perdiendo así cuotas de soberanía alimentaria.
Los últimos años de la Política Agraria Común han llevado al abandono de la actividad agraria a miles de pequeñas unidades productivas que no pueden competir en este entorno salvaje. Un categórico ejemplo lo podemos observar analizando el campo valenciano. Allí donde las naranjas representaron fuente de riqueza y motor de la economía valenciana y española, han desaparecido entre el año 1989 y el 2003 casi el 50% de los titulares de explotaciones. Esa ha sido la apuesta de la Unión Europea y hay que decir que ha salido como estaba previsto: se ha sacrificado a la agricultura familiar -garantía de una producción de alimentos de calidad y sostenible- hasta situarnos en cifras preocupantes (el porcentaje de ocupados agrarios del conjunto del Estado español se sitúa por debajo del 4%) y confiado el suministro de alimentos a la producción en terceros países. La UE -mientras sostenía lo contrario ante su opinión pública- no ha hecho otra cosa que adecuar la PAC a los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio, obligando a los agricultores a producir por debajo de costes, sustituyendo producciones tradicionales por monocultivos de exportación y finalmente poniendo en graves dificultades a la agricultura familiar de todo el planeta. Darwinismo en estado puro: "sólo resisten los más fuertes". Y así tenemos que más del 70% de la pobreza en el mundo es pobreza rural.
El modelo productivo industrial del monocultivo, de la súper especialización, la súper tecnificación, no es sólo corresponsable -junto a la liberalización del comercio agrario- de la desaparición de la pequeña agricultura europea, es también un devorador insaciable de recursos naturales. Si la agricultura nació como una forma de producir más alimentos por unidad de superficie sin necesidad de destruir ecosistemas, con la agricultura industrial actual nos estamos literalmente comiendo el mundo (destrucción de selvas y bosques, reducción de la biodiversidad de especies, reducción de los recursos marinos, etc.), limitando muy seriamente las posibilidades de abastecimiento alimentario en los países más pobres –donde el expolio y la destrucción de la naturaleza es más alarmante- y de las próximas generaciones. Y todo ello acompañado con un uso excesivo del petróleo que se requiere para la maquinaria agrícola, los fertilizantes, los agroquímicos y la trasformación y distribución de los alimentos. La agricultura entonces se ha convertido en una importante contribuyente a las emisiones de gases de efecto invernadero. De hecho, si tomamos los datos del famoso Informe Stern que en el año 2006 reveló la problemática del calentamiento global, tenemos que el 18% de las emisiones a nivel mundial se corresponden con el "cambio del uso de la tierra" (generalmente selva o bosques reconvertidos a la agricultura), mientras que el apartado "agricultura" (que incluye a la ganadería) emite el 14%. Sumando los dos ítems tenemos un 32% de emisiones atribuibles de manera muy directa al modelo agrario industrial. El mismo informe asigna un 24% de las emisiones al sector energético y un 14% al transporte.
Europa necesita una nueva política agraria que devuelva a la agricultura, la ganadería y la pesca su vocación primera: alimentar a los seres humanos. Europa, al igual que el resto de países y especialmente los países del Sur, debe recuperar el derecho a decidir su propio sistema alimentario, lo que significa hacer política real y asumir sus responsabilidades. La nueva Política Agraria Común debería apoyar una agricultura campesina y ecológica, ahorradora de recursos naturales y un elemento estratégico en la lucha contra el cambio climático. Debería abandonar la máxima de producir más con menos personas y priorizar el empleo agrícola y rural, fomentando las pequeñas y medianas explotaciones. Y, desde el respeto y el reconocimiento del derecho de los países del Sur a producir y desarrollar sus mercados locales, debería dar prioridad al comercio local y regional, relocalizando la agricultura.
Gustavo Duch Guillot. Director de Veterinarios Sin Fronteras