Cuidar la tierra, curar con plantas: crónicas del feminismo comunitario en Jujuy
Mujeres indígenas de Jujuy usan hierbas medicinales para tratar enfermedades y trabajan con fibras de bambú que disputan al Ingenio Ledesma. Mientras comparten recetas y memorias de sus abuelas, van trazando caminos alternativos a un mal mayor: la fiebre extractivista que afecta sus territorios. Relatos de experiencias de feminismo comunitario en el norte argentino.
Llegar a Tilcara es pisar tierra quemada. Los kilómetros de las rutas nacionales 66 y 9 que llevan a la ciudad están regados por cenizas. Solo en los dos últimos años, Jujuy tuvo más de 380 incendios forestales registrados, en los que se perdieron 40.000 hectáreas, según el Ministerio de Ambiente de la provincia.
Cuando quedan atrás los restos del fuego y la ruta se sumerge en los colores de la montaña, pareciera no existir otra cosa. Tan altas como el cielo mismo, con cactus que parecen pequeñas pecas, los ojos las observan. Ven también los graffitis, pintados sobre los cerros: “Cuidemos la pacha, que solo hay una”. “Pueblos indígenas unidos por el agua”. “Morales represor”. En esa provincia, las comunidades indígenas llevan años denunciando y reclamando por la protección de sus tierras.
Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el cambio climático agrava la violencia contra las mujeres y las niñas. En la medida en que aumenta la regularidad con la que ocurren las sequías, migran los animales que pastorean o se desgasta el suelo, aumenta el tiempo y energía requerida por cada una de ellas para proveer a sus familias de alimentos. Además, las mujeres tienen hasta 14 veces más posibilidades de morir durante desastres ambientales. Por otro lado, han sido relegadas a llevar a cabo las tareas domésticas, como el cuidado de niños y mayores, la alimentación, la reproducción de la cultura y el suministro de agua.
Ante de la deforestación y las disputas por la tierra, en Jujuy el feminismo comunitario de mujeres indígenas unifica las luchas de recuperación de los territorios y de defensa de sus cuerpos.
El feminismo comunitario se construye como un pensamiento cosmogónico que reinterpreta las realidades de las mujeres indígenas dentro de sus comunidades, estableciendo nuevas relaciones de equilibrio que las fortalezcan frente a una sociedad patriarcal y machista. Las mujeres cuestionan con su práctica al feminismo urbano y blanco, que —dicen— no las representa. "Mi cuerpo, primer territorio de conquista" es una consigna regional. La violencia que sufre la tierra, la sufren también ellas. Desde el Observatorio Mumalá se registró, en 2023, un aumento del 35 por ciento de los feminicidios a mujeres de pueblos originarios desde 2015.
Una laboratorio de medicina ancestral en Tilcara
Las piedras se mezclan con el asfalto hasta convertirse en lo único que tocan las ruedas. La chofer se detiene frente a una casa, afuera se lee: "Estrella Azul". Una vivienda, en el barrio Villa Florida de Tilcara, fue convertida en laboratorio para mujeres indígenas.
Mónica Bertuzzi llegó a esa ciudad jujeña en 1983 desde Buenos Aires, cuando todavía era un pueblo habitado por muy poca gente y una infinidad de estrellas. En esa época llegaban pocos turistas, quizás en verano a casas de estilo colonial. Hoy es tierra de aventureros. “Estrella Azul comenzó como mi casa, después fue una quinta comunal y hoy es un espacio para disfrutar de la naturaleza. Las personas que hacemos uso del lugar cultivamos nuestras verduras, las compartimos con los huéspedes, reciclamos los desechos. Estamos en armonía con nuestra madre tierra”, relata.
Con el tiempo, la tecnología convirtió a este lugar en un laboratorio. Actualmente, se allí hacen actividades holísticas; desde la preparación de tinturas madre o mieles infusionadas hasta cremas. En esta pequeña casa de piedra, 40 mujeres indígenas y no indígenas forman parte de un proyecto de medicina ancestral. La propuesta, ganadora de la primera convocatoria de proyectos socioambientales de la red Banco de Proyectos Comunitarios Rurales, es un intercambio de saberes en salud comunitaria con plantas nativas propuesto por la Asociación Civil Coejhú y la Red de Mujeres Rurales de Argentina. Las invitadas llegan de otras partes de Jujuy —La Quebrada, El Bananal, San Pedro— y de otras partes del país —Formosa, Chaco y Buenos Aires—.
Las mujeres que hoy participan del laboratorio se presentan. Algunas lloran recordando a sus abuelas, hablan de sus conocimientos ancestrales y de la importancia de mantener el aprendizaje. Mencionan la dureza de la soledad en el campo y el desconocimiento que reciben por parte del mundo.
“Doy las gracias al creador por permitir que nos estemos viendo las caras. Esto tiene que ser una sola energía positiva hacia la tierra. Este es un trabajo sin fin para recuperarnos como mujeres y como naturaleza”. Esas son las primeras palabras en español de la ronda, las pronuncia Claudia Farías. Los mburruvicha (autoridades de las comunidades guaraníes) la eligieron, en 2018, por unanimidad como la nueva mburruvicha guasú del Pueblo Guaraní en Argentina. Ahora ella es la máxima autoridad.
Colgados en la pared, detrás de ella, acompañan su figura ramos secos; un halo de flores y hojas que brotan desde sus hombros. Los ojos de las mujeres que la rodean se posan sobre ella mientras habla.
“La tierra está enferma, nosotros la enfermamos. Somos tierra y ahora estamos enfermos: a veces espiritualmente, a veces nuestra sangre, nuestra vista. Para el gran creador la esperanza es la medicina ancestral que existe desde que existe el mundo mismo. Las abuelas que nos han criado nos han dado arandú, la sabiduría misma. Nuestros secretos se despiertan a medida que nos transformamos, la tierra está muriendo y necesitamos transformarnos ahora para salvarla a ella y salvarnos a nosotras“, afirma.
La sabiduría ancestral de la que hablan son conocimientos de las poblaciones indígenas, que resultan de sus experiencias con el entorno natural durante largos periodos de tiempo. Así, han aprendido no solo a administrar sus recursos —agua, animales, plantas, frutos— para que las generaciones que les siguen puedan cuidarlos de igual manera y aprovecharlos, sino también a adaptar sus actividades a los cambios del ambiente.
Muchas comunidades, nómades antes de la conquista española, aprendieron a asentarse en el territorio y a trabajar la tierra para cosechar. Pero hoy, al virus de la influenza, sarampión y viruela que ha exterminado sus formas antiguas de vida, se le suma una enfermedad gestionada por el hombre: la fiebre del extractivismo. Ante este calor y presión agobiante, surge el brillo de guerreras ambientales.
“Mi cuerpo es el primer territorio”, son las palabras finales de la exposición de Claudia.
"Nos enseñaron nuestras abuelas"
Las mujeres están paradas en los extremos de mesas de madera, situadas en el medio de la habitación. Un viento frío entra por las ventanas. Dos perros marrones y un gato blanco zigzaguean entre las piernas y se acercan a su dueña, Mónica. “Son todas hembras, esto es un matriarcado”, dice ella, y sonríe.
Sobre la mesa se extienden pétalos amarillos de flora nativa como el Sumalagua o Aguaribay, acariciados por los rayos de sol. A un costado de la mesa se encuentran los tallos, partidos en pequeños pedazos. Todos los elementos son puestos en filtros de café y luego metidos a presión en alambiques. La Sumalagua crece en todo el norte, particularmente en La Quebrada, donde se encuentra Tilcara. La planta debe medir más de un metro, con tallos verdes intensos cuyas hojas filosas cortan la piel mientras se camina entre ellas. Sus flores son amarillas, pequeñas y parecen hechas de papel.
Mientras el alambique hierve y se filtra el líquido, se comentan los usos de la planta: cómo preparar tés con ella, cómo moler las flores o utilizar los tallos más verdes para hacer un baño de pies. Hacen pequeñas rondas para hablar. Las más calladas toman nota, algunas graban a la persona que habla. “Toda la planta sirve”, se comenta.
Cuando traen nuevamente el alambique a la mesa, la pócima ya está lista. No serán más de 200 mililitros, suficiente para los frascos de vidrio que cada una llevará a sus casas. El sol ya no pica tanto sobre la piel, la gata y las perras duermen, la tensión del día se empieza a quitar de los músculos. Por algún motivo nadie habla.
“¿Qué pasa si no consiguen las cosas que necesitan para curar? ¿Hoy tienen las mismas cosas que antes?”, le pregunto a Claudia. Ella responde: “Tenemos menos territorio y en lo que nos queda a veces no crecen las cosas. Tenemos que buscar más lejos nuestras plantas. La tierra está muerta acá y nadie nos brinda ayuda. Pero nuestros hijos se siguen enfermando, nuestros compañeros siguen volviendo con heridas y nosotras necesitamos fortalecernos solas”.
A la salida del laboratorio, sentadas en las piedras del jardín, esperan Griselda Puca y su hija Trini. Griselda es mburuvicha de la comunidad guaraní en El Bananal, al norte de Tilcara. Así recuerda a su abuela Matilde: “Ella luchó mucho por defender la cultura y por permitir que las mujeres pudieran liderar. Vivió toda su vida en una plantación de cítricos en El Bananal e iba casa por casa para organizar a los hermanos, se relacionaba con la iglesia, iba a congresos, peleaba por la educación bilingüe. Era ella sola contra el mundo. Yo crecí viéndola, tomando sus tés y aprendiendo de toda esta cultura, mis derechos como mujer y mi obligación de defender este suelo que estoy pisando”.
Para ellas, la desaparición de la naturaleza significa sentir de cerca la pérdida de una maestra. “¿Pensaste alguna vez en tener que dejar tu casa por la crisis climática?”, le pregunto a Griselda. Ella responde: “No queremos. Es nuestra casa. Aquí tenemos nuestras plantas, nuestras casas, nuestros animales. No estamos pensando en irnos, pensamos en resistir a todo esto. Tenemos esta lucha porque nos enseñaron nuestras abuelas, porque somos mamás. Y ya no tenemos miedo, nos han tenido tanto tiempo escondidas aquí debajo de la tierra que nuestra piel se ha convertido en un cuero. Estamos preparadas”.
Piedra, cal y memoria
El Pucará de Tilcara es la voz de la tradición indígena, uno de los asentamientos prehispánicos más importantes de la Quebrada de Humahuaca. Las ruinas tienen la peculiaridad de ser una reconstrucción del camino original, un trabajo hecho por arqueólogos de la Universidad de Buenos Aires entre 1911 y 1928. Las mujeres se reúnen aquí para conmemorar a sus ancestros.
Aún se puede imaginar un niño tocando el erke mientras pasea por estas mismas calles, a una familia preparando chicha en un patio comunitario, mientras en otro algunas mujeres fabrican vasijas de barro para enterrar junto a sus difuntos.
La zona del Pucará es una de las que más sufre las sequías. A pocos kilómetros de distancia se encuentran las empresas que extraen cal en las bases de las montañas. El polvo, la sequedad del suelo y las condiciones nocivas del aire los fuerzan a dejar sus hogares.
La guía se acerca lento y una vez que todas están formadas en ronda, pide con voz dulce:
—Cierren los ojos e imaginen conmigo. Recuerden todos los afiches que leyeron en este lugar, fíjense que es lo que quieren que conecte nuestras historias, quieren nuestro olvido. Nosotros no somos un pueblo muerto, incluso cuando así quieren que parezcamos. Yo quiero imaginar y recordar este lugar no como una reconstrucción, sino como una comunidad donde hay vida, donde detrás de cada una de nosotras hay un ancestro, el sonido de la música, el olor de la chicha, la risa de mi tierra. Nadie va a poder nunca exhumar a las culturas aborígenes mientras nosotros, mientras nosotras, estemos vivas.
Sobre el Río Grande
Al día siguiente las mujeres de Estrella Azul viajan a San Pedro de Jujuy, al sur de la provincia, en las puertas del Ingenio La Esperanza. Allí buscarán plantas y piedras. La ciudad las recibe con una infestación de moscas. Allí recolectan plantas y piedras autóctonas y llevan adelante una ceremonia de agradecimiento a la Pachamama. “Todo esto es del bagazo. Se pudre lo que deja el ingenio y se llena de moscas. Hay toda una peste en el aire donde tiran la caña”, dice Claudia, y estira su mano sobre la bolsa de pan para espantar a los bichos. La humedad no ayuda.
Los ríos y los bambusales —las tierras cubiertas de caña— del ingenio, al igual que el balneario de San Pedro donde las moscas se golpean entre ellas, pertenecieron por siglos a comunidades guaraníes. “Todo esto antes era nuestro, lo privatizaron todo y nos dejaron esta franja. De acá sacamos muchas veces plantas para hacer nuestras medicinas y venderlas”, dice Claudia.
Las mujeres caminan por el camping municipal Jaque. Algunas prenden sahumerios con yuyos y agarran pasto del suelo para evitar que el fuego se apague. Mientras andan, van tocando los árboles, flores, arbustos y comentando sus propiedades. Y recuerdan cómo, de pequeñas, hacían las mismas caminatas con sus abuelas.
Una de ellas, Victoria (quien prefiere no dar su apellido) se para frente a un Jacarandá y lo observa: “Mi papá lo usaba para lavarse el pelo. Agarraba ramas, las partía al medio y con el pelo mojado las refregaba. Sirve un montón para dejar el pelo fuerte y crecen en cualquier lado. Como son árboles tan comunes, la gente los desprecia”.
En el camping existen alrededor de cien especies vegetales. La mayoría fueron plantadas en los últimos 30 años, luego de que el terreno se tuviera que talar para urbanizarlo. Las tierras que quedan sin urbanizar ya no tienen mantenimiento: los yuyos crecen, los árboles se llenan de claveles del aire y las botellas de plástico quedan tiradas al costado de la ruta.
Las mujeres continúan su camino, esta vez sobre el Río Grande en el Nuevo Puente San Pedro. Casi llegando al final del puente, los autos comienzan a tocar la bocina mientras miran al grupo de mujeres. Anita, hija de Victoria, sostiene una bandera del pueblo guaraní. Su mamá la mira. “Piensan que vamos a hacer un corte de ruta. Ya lo hemos hecho antes y nos deben estar mirando raro“, dice.
Victoria no es ajena a las rutas, ni a los cortes, ni a los empujones. A mediados del año pasado las mujeres de la comunidad guaraní de San Pedro acompañaron a las comunidades convocadas por el Tercer Malón de la Paz cortando la ruta que cruza el Río Grande. Lo hicieron en solidaridad a los cortes en la entrada al pueblo de Purmamarca.
El aire es tenso mientras Victoria, sus hijas y algunas mujeres se sientan sobre piedras al costado del puente. Esperan que la campinta (líder) les marque el camino más seguro para bajar al río.
“Éramos todas mujeres las que cortamos aquí, vinimos con nuestras niñas también. Venían algunos policías conocidos y nos decían: 'señora Victoria, por favor, váyase'. Otros directamente nos pateaban con las botas y las chicas que estaban atrás mío gritaban para que no lo hicieran. A nadie le importaba si nos pasaba algo. ¿Vos te pensás que nos consultaron para la reforma?“, cuenta la mujer.
Luego comienza el descenso. La llegada al río no es menos agraciada a los ojos, se extiende ante la vista como una antigua cicatriz del paisaje. La tierra está agrietada y aún contiene algunos murmullos del agua producto de las lluvias de días anteriores. El viento levanta un amargo olor a barro seco.
Las mujeres empiezan a juntar piedras. Algunas niñas se meten aún más profundo dentro del lecho del río para mojarse con los hilos de agua que aún corren. Trazos de violeta, blanco y celeste se amontonan cerca de los pies. Las piedras formadas de arcilla moldeada por el agua yacen completamente expuestas.
“Con estas piedras pintamos las máscaras del arete guasú”, susurra Claudia.
El arete guasú es la celebración sagrada del Pueblo Guaraní y tiene lugar todos los años en el Chaco Sudamericano. En el noroeste argentino es un encuentro donde se agradece por la prosperidad de la tierra a los antepasados. No es un carnaval, incluso aunque ocurra en febrero: es una celebración agraria con sentido mítico. Las máscaras son parte esencial de la festividad. Están hechas de palo borracho al cual llaman yuchán: el árbol que contiene los espíritus de los ancestros.
Construcciones con bambú en Calilegua
A 55 kilómetros de San Pedro, vive Rosario González presidenta de la comunidad Kolla-Guaraní de Calilegua. Las mujeres que la integran también trabajan con lo que da la tierra: específicamente, con el bambú. La comunidad vive a doce cuadras de la Intendencia del Parque Nacional homónimo, que cubre 76.306 hectáreas de bosque de yunga y considerado patrimonio de la humanidad por la Unesco por su biodiversidad. Alberga más de 270 especies diferentes de pájaros, jaguares y flora nativa.
Desde 2015 hubo siete intentos de aprobar concesiones hidrocarburíferas dentro de este área. La más recordada en el pueblo es la que se intentó otorgar a la empresa JHP International Petroleum Engineering y que fue anulada por la Legislatura jujeña, luego de un amparo presentado por guardaparques, el Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa) y Mujeres Indígenas de Calilegua.
Rosario llega casi veinte minutos más tarde del horario pactado para el encuentro. Se toma su tiempo para saludar a los muchachos que ocultan sus cabezas del sol rabioso con sombreros de paja. Están construyendo una nueva habitación para el centro comunitario. El quincho está hecho con cañas de bambú.
“Estamos escribiendo una nota a la empresa Ledesma para poder utilizar las cañas”, cuenta Rosario. “Ellos tienen el bambusal, con la caña hacen una barrera al costado del río que usan para regar, así no se desborda y no pierde agua. Nosotros le pedimos autorización para poder seleccionar y sacar el material para poder tener nuestras cañas para la construcción”, agrega.
Las mujeres trabajan con las cañas. Lo hacen usando un malacate, que es una herramienta para poder trepar los bambusales y cortar la fibra. Luego la dejan reposar casi un mes para drenar la savia y las tratan en unos piletones de cemento construidos por la comunidad.
Rosario relata: “Este territorio lo ganamos por posicionamiento, antes éramos una comunidad sin viviendas; teníamos quinchos, gallineros y chanchos sueltos. Con el tiempo la población creció, se hicieron viviendas pero el lugar nos quedaba chico. Ya son veinte años que somos dueños de nuestro territorio. El intendente, a finales de los años noventa, nos dio este lugar por el canal de riego que pasaba, así podíamos poner nuestras huertas comunitarias. Hoy ya está tapado por la urbanización; no podemos tener más animales, sólo huerta cuando conseguimos agua”.
La comunidad se llama Hermanos Unidos de Calilegua y agrupa a indígenas de las etnias colla y guaraní en el departamento Ledesma. Son 30 familias que cultivan hortalizas de forma agroecológica. También plantan sus propias hierbas medicinales, las mismas que Rosario pone en el mate. La mburuvincha (líder) comenta: “Acá no llueve hace casi un año. Tenemos sistemas de captación de aguas de lluvia para regar la huerta, pero todavía estamos esperando que caiga un poco más de agua. Alrededor a veces vemos que llueve un montón, y acá nos saltea… Estaremos malditos”, asegura. El fuego de los incendios forestales también avanzó sobre el Parque Nacional, en 2022, consumiendo alrededor de 7000 hectáreas.
“Todo lo que hacemos es para vivir mejor, ahora que pasa lo que pasa con la tierra. Nosotras lo estamos haciendo a pesar de que somos pocas. Muchos hombres acá ya no se encargan de las cosas, hace años que en la presidencia somos mujeres. Y prefiero hacerme cargo yo a que no se haga nada”, afirma Rosario.
Cuando ella se despide, el cielo está morado y el centro de la comunidad queda vacío. A excepción de una gata que alimenta a sus crías. Los coyuyos cantan despacito. La tierra de estas mujeres es una tierra gentil no por la violencia que las ataca, sino a pesar de ella. Ellas lo saben. Sus luchas son por las que van a venir y por lo que va quedar en el territorio.
Edición: Mariángeles Guerrero.
Fuente: Agencia Tierra Viva