Argentina: que haya árboles en todas partes
Esta es la primera parte de un viaje que fue hecho hace un poco más de 3 años. La situación de marginación y pobreza de estas comunidades del noroeste de la provincia de Córdoba casi no ha cambiado, siguen siendo expulsadas de sus tierras y perseguidas judicialmente para garantizar el modelo sojero de producción agrícola
VER FOTOS AQUÍ
En la actualidad, el 82% de los productores en el país corresponde a familias campesinas y trabajadores rurales que ocupan sólo el 13% de la tierra. Mientras el 4% de las llamadas “explotaciones agropecuarias” es dueña de casi el 65 % de la tierra utilizada para la producción. Se estima en 200 mil las familias campesinas que fueron expulsadas del campo en los últimos años; aún así la pobreza rural alcanza a un 50 % de los pobladores. El monocultivo de soja ha destruido enormes superficies de bosques y liquidando otras actividades agropecuarias. La lucha de estos campesinos sigue siendo fundamentalmente la de defensa y recuperación de sus tierras.
El siguiente texto es un extracto de un diario de viaje que no pretende ser más que eso. “Nosotros somos un árbol y queremos que haya árboles en todas partes, queremos que sea cada vez mas grande el monte” (de un almanaque de APENOC)
"Ustedes llegaron, nosotros estábamos ahí haciendo un asadito para esperarlos y una de las cosas que nos resultó graciosa es que llegaron a la misma velocidad que venían en la ruta, en algún momento hubo hasta interferencia para darnos la mano, ni el tiempo de reconocernos en un contacto", comenta La Chueca durante esa sobremesa extendida hasta el infinito. Estaba definiendo de alguna manera a esta trouppe urbana de viajeros por las tierras del noroeste cordobés.
Cuatro compañeros de diversas experiencias y extracciones, que por esas vueltas que conjugan deseos individuales y colectivos, nos atrevimos a invadir los tiempos y las casas campesinas de dos organizaciones que llevan a delante la lucha por la defensa de la tierra en Argentina: el MOCASE, Movimiento Campesino de Santiago del Estero y APENOC, Asociación de Productores del Noroeste de Córdoba.
Ismael llega después que nosotros, casi de noche, las luces de su auto destartalado transforma por unos segundos la escena de ronda y mate con que su compañera nos recibe. La ronda es la forma de encuentro comunitaria, es la que nace del mate, es la que permite mirarse a las caras y escucharse cuando se habla entre iguales, así sean tres o doscientos. Las clases en las aulas y las misas de las iglesias no permiten el mate, ni a los iguales. Las rondas son la forma que adquieren las reuniones de las comunidades campesinas nucleadas en APENOC, a donde no solo se juntan a tomar mate y donde el cuidado de las formas construye el contenido.
Ismael y su familia viven en Las Abras, una comunidad sin agua, lo que genera la falta de todo. Su padre y su abuelo nacieron y murieron en este lugar del noroeste de Córdoba. El monte espinoso que inunda esta tierra sirve de alimento para las cabras y de leña para el carbón. La agricultura terminó cuando llegó el dique en la década del 60 con la dictadura de Ongania y las comunidades dejaron de recibir el agua del río, éste aminoró su caudal y secó la tierra para beneficiar a otra, la de los empresarios de la zona, los dueños del progreso. Aún así, en estas condiciones la comunidad de Las Abras se ve amenazada por ellos, la extensión al infinito del cultivo de la soja en los últimos años, produjo un corrimiento de la franja ganadera y estas tierras anteriormente despreciadas por el capital, se transformaron en valiosas para los grandes terratenientes vacunos del norte de la provincia.
Ismael no tiene tierra, la perdió cuando se fue a la ciudad y la ciudad, como nos cuenta, lo perdió a él.
Con sus finos modales y su enorme figura recortada por el contraluz del farolito nos habla de organización y lucha, mi cámara extraterrestre e invasora queda sola, a un costado, en el piso.
El monte, a simple vista desde la ventanilla del viajero, desde la ruta; no presenta novedades, no ventila secretos, es uniforme y chato, descolorido. No deja ver sus riquezas y habitantes, ni las innumerables sendas, casas y animales que contiene la planicie espinosa. Ellos también se esconden.
A las distancias en el monte no siempre se las puede medir con números, si el viajero desprevenido llega a internarse en él, los referencias que puede llegar a lograr para llegar a la casa de tal o cual comunidad no varían del “ahí nomás” o “el camino que se abre a la izquierda del árbol”, y los caminos son solo para las zorras, cuyas antiguas ruedas de madera se adaptan con mayor facilidad que las de una 4x4 y la mula hace el resto del trabajo.
Los tiempos de las comunidades son los de la tierra, los de los ciclos naturales, los la vuelta de las cabras a las casas. Los relojes solo sirven si tienen un calendario que espere la corta y escasa temporada de lluvias.
La siembra solo puede realizarse en lugares donde el agua se acumula de forma natural, formando pequeños oasis rodeados de cardos y barreras de espinas que cuidadosamente arman las manos del monte para evitar la entrada de chivas que compiten en destreza con los monos arrojándose de los árboles para lograr el alimento.
Se siembra alfalfa y bufel, un pasto adaptado a terrenos desérticos que adquirió la organización y que los campesinos nos lo muestran con orgullo casi paternal.
Jorge nos recibe en su casa de material, unas de las pocas que vi en la comunidad de San Roque, la antena de la radio instalada en su casa irrumpe en la monotonía del paisaje, lo mismo sucede con ese extraño artefacto de aspecto satelital: la pantalla solar que los abastece de luz eléctrica y que merece un párrafo aparte por la discusión que generó su adquisición y distribución. Había que definir a que familia le correspondía tenerla. El debate duró dos años. Las comunidades mantienen una reunión mensual que dura dos días para tratar sus temas y este, el de las pantallas, se extendió durante 24 reuniones, discutir a que casa le correspondía les llevó 12 meses. “¿Cuánto hace que no tenes pantalla? Nunca tuve. ¿Estas apurado?” nos cuenta La Chueca sobre el tono de las discusiones “ Los criterios fueron algunos de participación, otros de necesidades y tuvieron que hacerse comunes dentro de la organización para que atraviesen a todas las comunidades porque con la repartija de las tortas se ve cuan capitalistas estamos adentro”.
A Jorge no se le nota mucho el capitalismo, ni por dentro ni por fuera, o por fuera mejor dicho lo muestra con toda su crudeza de marginación y exclusión, pero sus palabras son las de un hombre libre.
El mediodía se presenta nublado y fresco, raro para esta zona donde el verano es de 45 grados. La caminata a la que nos invita Jorge por sus corrales de cabras y pastos se transforma en agradable a pesar de abrojos en nuestras zapatillas. En su campo, o el campo de la comunidad, no hay alambrados que dividan la propiedad personal, las majadas de cabras se mezclan unas y otras vagabundeando entre las espinas, el paisano no acostumbra a pastorearlas, generalmente esa tarea la tiene el perro que se cría con ellas y termina siendo una cabra mas.
En los últimos tiempos Jorge descubrió que el alambrado servía no solo para dividirlos, sino para protegerlos, para marcar su territorio ante la aparición de supuestos dueños de papeles que amenazaban con dejarlos afuera. Al trabajo lo encaró toda la comunidad, las comunidades vecinas también salieron con hachas y palas para abrir cortadas y alambrar kilómetros de monte durante jornadas interminables, en algunos puntos, relata Jorge, llegar al punto donde habían dejado de alambrar les llevaba mas de tres horas de caminata.
El estanque de agua que se acumula de la lluvia es vital y de uso común, parada obligatoria al final del día de cuanta vaca o chiva camine por la zona. El agua para las casas se recoge de los techos de chapa, es agua potable, de lluvia; Jorge nos cuenta que a veces no alcanza y hay que salir comprar en el pueblo en Serrezuela donde las cosas y los hombres se venden.
Las relaciones que uno descubre de a poco en las comunidades se muestran, aparecen marcadas como la de una gran familia extendida, casi siempre te hablan del hermano del primo de la cuñada cuando nombran al vecino – “Hay conocer el mapa sexual de las comunidades, para entender las tramas internas que aparecen en las reuniones” - nos dice una voz autorizada.
Jorge nos cuenta que está solo, que no formó familia. Si la formó su cuñado Agustín que cría y alimenta a sus 7 hijos con su majada y su tunal después de quedar solo cuando su esposa murió de cáncer. Le pido hacer una foto de él y sus hijos, y nos invita a conocer su casa, un rancho muy antiguo con el techo de paja y el piso de tierra. Le pregunto por las vinchucas y el me relata de su Chagas, de su imposibilidad de realizar trabajos duros, producto de la taquicardia que siente al agitarse. Le pregunto por los médicos sin encontrar respuesta y me invade la impotencia, la angustia de saber que a mi Chagas lo controlo en forma periódica y lo trato con costosos estudios a los que él jamás accedió.
Las tierras de San Roque lindan con un campo militar que se encuentra en la frontera con la provincia de la Rioja, lo usan el ejército y la aviación para realizar ejercicios de combate. Jorge nos cuenta anécdotas de bombas que explotan y aviones caza en vuelos amenazantes al ras de sus techos, de bombas que no explotan y pobladores que las llevan se souvenir a sus casas, de cuerpos despedazados de militares que no aprendieron bien su oficio, sus palabras resuenan en mi cabeza como adelantos de un futuro Vietnam.
Fotografías y texto de Luis María Herr - para Prensa De Frente
Fuente: Prensa de Frente, 14-5-07