Argentina: los indios extranjeros del general Harguindeguy
En épocas donde todo se vende y se arrasan los bosques milenarios y las pampas llenas de pájaros, los pueblos que viven de hace siglos y que siempre cuidaron la naturaleza como si fuese el único paraíso –y esto lo dijo Humboldt y no yo–, siguen incansablemente luchando –poniendo el cuerpo y no las armas– por el derecho a vivir en sus tierras
Las bombas siguen cayendo en el mundo, ahora, al parecer, hasta se forman en la leche de las mamaderas de los bebés que suben a los aviones. El mundo del capitalismo y las religiones. ¿Qué nos puede esperar todavía? Todo es lucha por el poder y hay iglesias que señalan que el pecado está en el amor. El sexo es malo acaba de decir por radio el rector de la Universidad Católica de La Plata.
Pero hay seres humanos, los pueblos originarios que habitan en las pampas y bosques de nuestro país que, pese a toda la tragedia que han sufrido desde hace siglos, siguen luchando por sus derechos. Sí, los pueblos originarios. En épocas donde todo se vende y se arrasan los bosques milenarios y las pampas llenas de pájaros, los pueblos que viven de hace siglos y que siempre cuidaron la naturaleza como si fuese el único paraíso –y esto lo dijo Humboldt y no yo–, siguen incansablemente luchando –poniendo el cuerpo y no las armas– por el derecho a vivir en sus tierras.
Sí, lo que acaba de ocurrir en el Chaco nos tiene que avergonzar a todos los argentinos, a todos los argentinos sin excepción. El gobernador Nickisch se ha comportado como en los tiempos de Roca, cuando uno de sus intelectuales, Estanislao Zevallos, dijo en un debate parlamentario –en plena “Campaña del desierto”, a la cual, seamos justos, habría que llamar ya “Campaña de exterminio”– las siguientes palabras cristianas y occidentales: “Se decía que estos indios debían ser tratados con arreglos a la civilización y a la humanidad, colocándolos bajo el amparo de las leyes que protegen a los habitantes de la república. Y yo debo decir que si fueran considerados habitantes del territorio y como tales sometidos al rigor de las leyes, habría sido necesario pasarlos por las armas (fuera del amparo que la civilización y la humanidad otorgan a los buenos habitantes de un país”) (citado por Briones y Lenton). Sí y a partir de Roca, los argentinos nos fuimos “civilizando” cada vez más. Miremos esta cita de nada menos que el general Albano Harguindeguy, el ministro del Interior de Videla –el de la “desaparición de personas”–, quien en el congreso del centenario del genocidio cometido por Roca, realizado claro está en la ciudad rionegrina de General Roca, dijo que “la campaña del desierto logró expulsar al indio extranjero que invadía nuestras pampas” y agregó frente a historiadores y profesores del sistema: “Difundan ustedes incansablemente las enseñanzas que la historia nos brinda, porque son ustedes los más indicados para conformar el espíritu nacional y tienen en este tema una fuente inagotable de inspiración” (expresiones citadas por la antropóloga Briones). ¡Qué bruto, mi general! Usted justamente llama indios extranjeros a los que vivieron siempre en estas tierras que para ellos no tuvieron fronteras; usted, justo, de quien como yo, nuestros antepasados descendieron de los barcos. Usted los llama extranjeros. Además dice que lo que hizo Roca “tiene que servir de inagotable inspiración a nuestra civilización”. Se ve que aprendió bien, señor general, con la desaparición de personas. Podríamos llenar tomos del racismo de estos “próceres positivistas”. Como Joaquín V. González, ministro de Roca, quien en 1913, en su discurso ante el Senado, dijo nada menos que “felizmente, las razas inferiores han sido excluidas de nuestro conjunto orgánico; por una razón o por otra, nosotros no tenemos indios en una cantidad apreciable, ni están incorporados a la vida social argentina” (citado por Lenton). Recuerdo cuando en la secundaria nos obligaban siempre a leer los libros de Joaquín V. González. Sí, los aborígenes fueron excluidos, y en qué forma, a pesar de que, según estudios antropológicos, el 56 por ciento de la población argentina tiene precedentes de los pueblos originarios, para no hablar de muchos notables de nuestra independencia y de nuestra cultura.
Pero si bien esos pueblos fueron dejados de lado por la Argentina moderna, ellos no se rindieron. En 1946, los coyas y otros jujeños y salteños realizaron el “Malón de la Paz” (qué hermoso nombre en comparación con las palabras de los que hemos citado a favor del genocidio de Roca). La Paz. Iniciaron su marcha desde bien al Norte y llegaron a Buenos Aires luego de varias semanas de marcha. En todo el trayecto fueron aplaudidos por los pueblos que atravesaron. Sólo pedían que se les diera tierra para poder vivir con sus familias, que se les devolviera algo de lo que la llamada civilización les había robado. Llegaron a Buenos Aires, los recibió el presidente Perón, se les dio albergue en el Hotel de Inmigrantes (fíjese el lector qué fantasía de la realidad) y a los pocos días, por la fuerza, se los llevó a un tren de carga y se los devolvió a la tierra de donde habían venido. Sobre el caso se publicó un libro, La resistencia seminal, del antropólogo Arturo Sala. Y ahora está por publicarse un profundo estudio, de Marcelo Valko, titulado Los indios invisibles del malón de la paz, que ayudará a conocer la verdad sobre ese hecho y la increíble reacción de los poderes políticos de esa época.
Hace pocos días, los descendientes de los integrantes de ese Malón de la Paz iniciaron el segundo y obtuvieron parte de lo que reclamaban. Llegaron a Purmamarca y allí se firmó el acta por la cual se entregarán tierras a las comunidades. Al firmar, los representantes comunitarios pronunciaron la bella frase: “Jamás las tierras son entendidas como negocio. Tenemos el concepto de que son prestadas por las generaciones venideras”.
En cambio, en el Chaco, todo fue muy diferente. El gobernador no recibió a los representantes de las comunidades tobas, quienes iniciaron una huelga de hambre y acamparon en la plaza principal ante el desprecio total del poder político frente al pedido de diálogo del Instituto del Aborigen Chaqueño y los representantes de los pueblos indígenas de esas latitudes. Porque la realidad es que esos pueblos viven en la indigencia más absoluta y piden desde hace décadas títulos de tierra a comunidades para trabajarla y poder vivir con dignidad, como lo hicieron sus antepasados antes de las llamadas conquistas. Todo lo que se ha dicho oficialmente sobre los tobas en el sentido de negarse a trabajar es una mentira “civilizada”. Ya lo puso de manifiesto el profundo estudio de Bialet Massé, en 1904, donde escribió en Las clases obreras argentinas a principios de siglo: “Me fijo en primer término en el indio, porque es el elemento más eficiente del progreso importante en el Chaco: sin él no hay ingenio azucarero, ni algodonal, ni maní, ni nada importante. Es él el cosechero irremplazable del algodón; nadie lo supera en el hacha ni en la cosecha del maní”. Sobre Bialet Massé se ha filmado un documental de gran valor. Tendría que ser mostrado en todos los colegios y universidades para aprender la profundidad de la injusticia que se cometió con los pueblos originarios y los trabajadores en general y sus familias.
Y en la huelga de hambre de los miembros de las comunidades chaqueñas, en la propia Casa de Gobierno, ni siquiera se ha atendido el estado grave de la salud de los peticionantes. El gobernador radical ha sugerido que todo eso fue iniciado por sus enemigos políticos. Es muy fácil recurrir a esos argumentos. Señor gobernador: esos seres humanos, pobladores desde hace siglos de esas tierras, quieren eso que les corresponde: tierra. La antropóloga Graciela Elizabeth Bergallo ha escrito sobre esta falta de justicia en el Chaco: “No sé si hay palabras que sean suficientes para calificar la actitud e indiferencia del gobierno chaqueño ante los reclamos indígenas. Todas las excusas son insuficientes y estrechas, sólo ponen de manifiesto la decadencia, inhumanidad e incapacidad del cuerpo político para hacerse cargo de los derechos reclamados. ¿A qué intereses son serviles?”.
Después, denuncia “el negocio realizado con las tierraspúblicas, parte de ellas comprometidas como reserva para la población indígena” y finaliza con palabras severas que demuestran toda la indignación por la forma en que se niegan la realidad y los derechos de todos: “El gobierno provincial será el único responsable de la tragedia que pueda acontecer”.
Mientras tanto, otra llamarada de indignación se enciende en tierras argentinas: Pulmarí. En el Neuquén de Sobisch. Allí los pobladores de la tierra han comenzado a ocupar las tierras que la naturaleza les dio y que los políticos de siempre venden por su cuenta, dan en concesión o como se llame. Por ejemplo, al empresario italiano Domenico Panciotto se le dieron tierras donde se encuentra el arte ancestral mapuche: cementerios y pinturas. Y Panciotto las utiliza con muy buenas ganancias en lo que se llama el “etnoturismo”, para europeos aburridos que quieren ver cómo eran esos salvajes, esos bárbaros, al decir de Roca. Por supuesto, lo primero que hizo Panciotto fue alambrar todo, como buen empresario capitalista. Le preguntaría al desaparecedor Harguindeguy, él, que llamó a los indios “extranjeros”, si Panciotto es el verdadero argentino que merecemos.
Fuente: La Jornada