Argentina: Los ojos de Nicolás interpelan a la justicia

Idioma Español
País Argentina

Nico estaba condenado a un anonimato inexorable. Campesino, en medio de la soledad rural de Lavalle, vecino inmediato de las tomateras, crecería a los tumbos esquivando el veneno y sería, acaso, peón del productor o del fumigador. Son escasas las alternativas de la vida en esas coordenadas remotas de Corrientes.

Pero haber pisado con sus pies descalzos un charco de desagote de tóxicos en el Paraná le derogó cualquier posibilidad de futuro. Su prima, Celeste Estévez, respiró el veneno pero no le penetró por la piel. Por eso está viva hoy. Con todas sus secuelas. Pero a Nicolás, una oleada rabiosa del capitalismo más artero lo transformó en la primera muerte de los agrotóxicos, en abril de 2011. Al segundo suplicio de los tomatales lo sufriría José Rivero, un año después. También tenía cuatro años.

Desde hoy el tribunal ventilará públicamente que la aplicación de venenos para matar bichos y malezas se lleva, como daño colateral, la vida de los niños. Y a los que perdona les lega un futuro acotado, de pulmones insuficientes, de sangre a la que le cuesta circular, de piernas frías como Celeste.

Nicolás y Celeste vivían sitiados por el Paraná y los tomatales. La casita rural, puesta sobre el campo con pocas vecindades, un buen día vio crecer los sembradíos alrededor. Y un día peor los tomatales rodearon la casita, se metieron en el patio y las derivas de las fumigaciones entraban en casa sin pedir permiso, bañaban las cabezas de los niños e intoxicaban el barro con el que se construyen castillos con puentes levadizos donde ningún guerrero logra entrar. Pero la muerte sí.

Nicolás y Celeste jugaban en el patio tomado, que no tenía frontera. Y él se metió en el barro del charco de desagote. Porque hay pocas cosas más maravillosas que meter los pies desnudos en el barro a los cuatro años. O a los seis de Celeste. Pero ella miró desde afuera. Ambos aspiraron el veneno. Nicolás lo incorporó a través de la piel. Como José Rivero, que un año después vio morir a los perros y a los cerdos mientras amasaba la tierra húmeda en el patio. Pocos días después, los pájaros mareados lo vieron morir a él, en mayo de 2012.

El endosulfán fue prohibido después de la muerte de Nicolás. Siempre se espera un martirio para mellar las armas del asesino.

Julián Segovia es el abogado de la familia. Pertenece a Infancia Robada, la organización de Martha Peloni. Recuerda para APe que "Celeste estuvo en lista de espera para un transplante hepático”. Pero pudo llegar al Garrahan donde le practicaron una hemofiltración. Y le salvaron la vida. “Tiene secuelas como dolores, mala circulación y enfriamiento de las piernas.” Por eso la justicia que se pide es por la muerte de Nicolás y por las lesiones sufridas por Celeste. Que son permanentes. El endosulfán, si se inhala, se traga o se absorbe a través de la piel, afecta directamente el sistema nervioso central.

Nada les ha sido sencillo a los padres de Nicolás. Tuvieron que “recorrer 2 kilómetros hasta la salita de primeros auxilios, 10 kilómetros hasta Santa Lucía y, luego 17 kilómetros hasta Goya, más los 300 hasta la capital correntina, para buscar en 5 centros de salud un diagnóstico” (Mu, noviembre de 2012) que sólo sinceró la autopsia. Perdieron tiempo con evaluaciones falsas y hasta acusaciones de descuido. Cinco años después la Justicia abre apenas su casa para que entre Nicolás, flequillo rubión que casi le tapa los ojos y chomba celeste de cuello blanco, congelado en su pancarta de cuatro años. Nicolás, en una interpelación sistémica brutal, desafía a la justicia, pequeño y tan frágil.

El acusado es Ricardo Nicolás Prieto, horticultor. Un nombre. Que se diluye y se vuelve multitud en los expedientes de Monte Maíz, Bovril, San Salvador; de las zonas sojeras de Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos. En los niños con malformaciones, con cáncer, con piel de cristal, con pulmones de catarro eterno. Un nombre que si hay condena será una pequeña victoria. Pero excarcelable.

El primer juicio por la aplicación de agrotóxicos condenó al agricultor Francisco Parra y al aeroaplicador Edgardo Pancello, por las fumigaciones ilegales en el barrio Ituzaingó anexo, Córdoba. La condena estuvo fundada en la Ley Nacional de Residuos Peligrosos N° 24.051. La muerte de una chiquita vecina de una fábrica de bioetanol en Córdoba también está encuadrada en la misma norma legal. Mucho más dura, dicen los especialistas, que el propio Código Penal.

Prieto, su nombre y su desdén por la vida al regar con químicos tóxicos el aire, la infancia, los pájaros, la tierra y el río, puede convertirse en la primera condena por homicidio con el arma de los venenos sistémicos. Pero la responsabilidad de los desmontes para el monocultivo, de la transgénesis como política, de las fumigaciones indiscriminadas, de las malformaciones, del cáncer, de la piel de cristal, de los pulmones con catarro eterno, de las muertes de Nicolás y José y de tantos otros niños cuya intoxicación nadie avaló, de los emblemas vivientes como Fabián Tomasi, de la languidez de los bosques y del suelo, de los pájaros y la tierra, es mucho más amplia, más arriba, más estructural. Los Prietos y los Parra pagarán con un disgusto menor tanta muerte y tanto dolor. Pero los que mueven la maquinaria sistémica están de pie. Fuertes y entonados.

Sin embargo Abigail, Leila, Joan, Nicolás, José, Celeste, los hermanitos Portillo, Olivia y decenas más no nacieron alrededor del veneno por nada. Estuvieron allí, sufrieron, sufren, murieron, están, para poner nombre y cara y pancarta y desafío a quienes se sientan siempre a la diestra de los poderosos. Para dejarles en claro que son multitud. Ternura. Bandera. Emblema de algo que vendrá y será distinto. Y será.

Fuente: ANRed

Temas: Agrotóxicos, Salud

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