Uruguay: un negocio plantado. Padres, abuelos y padrinos de las plantaciones forestales
La política forestal mundial adoptada por Uruguay ha sido el común denominador de los sucesivos gobiernos democráticos posdictadura cívico-militar, sin importar su bandera. No obstante, debe reconocerse que el gobierno blanco de Luis Lacalle ha sido uno de los que más aportó para que esta política sectorial ganara la opinión pública y fuera centro de debate.
Esto ha sido recientemente evocado por Brecha (20-XI-09) en el artículo “Un campo acá, otro más allá…”. Sin embargo, resultaría demasiado simple creer que tanto los intereses especulativos como el supuesto éxito del sector forestal son obra exclusiva de Lacalle.
Difícilmente un gobernante tenga el poder suficiente para convocar y articular la voluntad de tantos funcionarios involucrados en políticas que trascienden al propio Estado y sus ocasionales gobiernos. Detrás existe una enorme pirámide de profesionales devenidos en una suerte de tecnócratas -públicos y privados, nacionales e internacionales- que permean todas las estructuras, tanto las del Estado como las de instituciones internacionales. Esto permitió a la política forestal implantada en Uruguay atravesar exitosamente todas las instancias de discusión parlamentaria, desde el primer gobierno posdictadura.
Un detalle “menor” mencionado por el periodista de Brecha en su nota nos puede servir de ejemplo: “Se definieron áreas de ‘prioridad forestal’, y se clasificaron los suelos…”. Estos suelos fueron clasificados como tales a principios de la década de 1970. Por entonces, avanzaba en el mundo una visión agroproductivista que habría de consolidarse en la “revolución verde”. Nada o muy poco se conocía sobre conceptos fundamentales, como “servicios ecosistémicos”, “externalidades ambientales” o “pasivo ambiental”. El lema era claro: un suelo producía algo de valor económico o no servía.
Bajo esta óptica, y en un Uruguay predominantemente granero y ganadero, el 11,2 por ciento (1.810.000 hectáreas) del territorio nacional fue destinado a cultivos forestales. Considerando el buen nivel de capacitación del equipo técnico responsable de esa misión, así como la visión de la época, todo hacía pensar que ese 11,2 era inmodificable o, en el mejor de los casos, reducible. Sin embargo, resultó todo lo contrario. El “día de los inocentes” de 1987 se aprobó la ley de promoción del sector forestal (15.939, del 28-XII-1987). Escasos meses después estos suelos de “prioridad forestal” pasaron a representar el 14,3 por ciento (2.314.000 hectáreas) del total; y apenas dos años después, en 1990, en el preámbulo del lanzamiento del Plan Nacional Forestal (1991), alcanzaron a 22,1 por ciento (3.575.000 hectáreas). Es decir, se duplicó la superficie de suelos originalmente prevista en 1971. ¿Cómo pudo suceder esto?
A mediados de la década de 1980 la comunidad internacional concuerda en dejar claramente documentadas las causas y posibles soluciones a los problemas ambientales y de desarrollo que afectaban al mundo. Este documento, dado a conocer en 1987, conocido como “Informe Brundtland” (o “Nuestro futuro común”, en su nombre original), fue fuente de inspiración de la “globalización” de los problemas y conflictos ambientales. El “mapa de ruta” delineado en el Informe Brundtland, entre otros, influyó fuertemente en la creación del IPCC (2) (1988).
En Uruguay, el Informe Brundtland promovió un “espíritu” internacionalista y de compromiso con la causa común ambiental. Los funcionarios públicos y privados se preparaban para las “rondas preparatorias” de la Cumbre de Rio (1992), la instancia internacional que más jefes de Estado convocó en la historia. En este contexto, se logra una voluntad política sin precedentes, por su celeridad: promulgar (entre la Navidad y Año Nuevo de 1987) la ley forestal.
Las agencias internacionales, tan solícitas ante los problemas del mundo, no podrían estar ajenas. Así, entre otras, la Agencia de Cooperación Internacional de Japón (JICA) presentó presurosa al gobierno uruguayo una propuesta acerca de qué hacer con los eucaliptos promovidos por la nueva ley. Su incidencia fue tal, que el texto promulgado en 1988, sobre el Plan Nacional de Forestación, se basó explícitamente en este estudio de la JICA (“Estudio de plan maestro para el establecimiento de plantaciones de árboles y utilización de la madera plantada en la República Oriental del Uruguay”).
El desconocimiento de nuestros técnicos, el vacío de información y también político, fueron piedras fundamentales para definir y construir el perfil del “Uruguay, país genuflexo” que campeó en la década de 1980 de la mano del terrorismo de Estado. Esta realidad contribuyó activamente a gestar un nuevo actor en la vida política del Estado, el tecnócrata. En la mentalidad tecnocrática, según Finzi (3) racionalidad y “verdad” están indisolublemente unidas, según un esquema reconocido casi universalmente en el pensamiento contemporáneo, en el que además la racionalidad está fundada sobre elementos meramente cuantitativos. Ya no habrá sitio para los juicios de valor, esto es, para los juicios que, por su propia naturaleza, no pueden fundarse sobre elementos cuantitativos.
Según Patricio Silva (4) “tecnocracia se refiere a la adaptación del expertise (“consultor”) a las tareas de gobierno, argumentando poseer una posición apolítica. De esta manera, los tecnócratas se justifican a sí mismos haciendo un llamado al expertise técnico basado en formas científicas del conocimiento, argumentando que ellos pueden entregar soluciones técnicas a problemas políticos. Basado en un concepto similar, Meynaud sostiene que la diferencia entre un técnico (technician) y un tecnócrata estaría determinada por el nivel de toma de decisiones en el que participa y en su grado de influencia ante los líderes políticos”.
De este modo, en un mundo donde la información es poder y donde ésta además crece vertiginosamente, los tomadores de decisión se tornan cada vez más dependientes de las consultas a expertos o consultores externos que les provean de datos predigeridos y tabulados, prontos para la toma de decisión. A pesar de que su tarea se limita sólo al reciclado de datos parciales generados por terceros, su síntesis se transforma finalmente en formadora de opinión pública. De este modo, su presencia e intervención en la gestión del Estado se vuelven indispensables para la conducción de algunas políticas sectoriales que exigen información altamente especializada.
El conflicto surge cuando la opinión del experto o consultor no es imparcial, como sucede muchas veces. Su pertenencia a grupos o corporativismos sectoriales, seguramente, ha de estar por encima del interés colectivo y aun político partidario, mal que nos pese.
Las campañas propagandísticas tampoco son ajenas a la consolidación de políticas sectoriales, en la medida en que son las que facilitan la construcción de consensos hegemónicos. Cabe sólo recordar aquella que acompañó la imposición del “Uruguay Forestal” y que llevó a la confusión conceptual entre “bosque o monte nativo” y “plantación de eucaliptos”. O la idea de lucro inestimable, como la de aquel folleto dirigido a convencer a abuelos a invertir en plantaciones forestales para sus nietos, para que éstos tuvieran mañana la posibilidad de estudiar en la Universidad de Harvard.
Aun cuando los discursos parecieran tan opuestos entre los sucesivos gobiernos, hubo una continuidad de la política forestal nacional por encima de toda ideología partidaria. Esto es lo que resulta más llamativo. ¿Estaremos a tiempo de reflexionar y generar un debate genuino en torno a estas políticas?
Anahit Aharonián, Carlos Céspedes, Claudia Piccini, Gustavo Piñeiro (1)
(1) Miembros de la Comisión Multisectorial
(2) Panel Intergubernamental para el Cambio Climático, por su sigla en inglés.
(3) Claudio Finzi en Il potere tecnocratico, Bulzoni, Roma, 1977.
(4) “Los tecnócratas y la política en Chile: pasado y presente”, publicado en Revista de Ciencia Política, volumen 26, Nº 2, 2006.
Fuente: Voz Entrerriana