Una multitud de razones para no dejarse
A los pueblos de México se les arranca, se les arrebata, se les despoja, se les contamina, se les deshabilita, se les explota, se les desplaza o expulsa, se les compra (o vende, según venga la subasta), se les engaña, se les mata. La ofensiva gubernamental que trajo el neoliberalismo y que no hace sino arreciar en el siglo XXI resulta una de las más brutales en la memoria.
Tejedora tacuate, Oaxaca. Foto: Teúl Moyrón C. |
Aunque con mayor variedad de recursos y afeites, es equiparable a la guerra no declarada del joven México independiente contra los pueblos originarios en el siglo XIX. Un exterminio en nombre, no ya de la cristiandad como en el XVI (el otro siglo peor para los pueblos, junto con los antes dichos) sino del progreso, la modernidad, el interés “nacional”. Llegados a 2016, no hay región del país donde los pueblos se encuentren libres de amenaza, si acaso no sujetos ya a procesos de persecución y despojo. En cada caso asoma la mano del Estado, aún donde actúa el crimen organizado o alguna transnacional.
Un principio jurídico se impone sobre los demás, incluso los derechos humanos elementales: el interés urbano, extractivo o económico está por encima de la legitimidad de los pueblos, la pertenencia ancestral, la preservación de la riqueza natural, la agricultura sana y sabia. Bajo tal principio, que allana el paso a denigrantes tratados y acuerdos internacionales, operan secretarios de Estado, jueces y magistrados, legisladores, banqueros, empresarios mamut, consejos de accionistas, fuerzas armadas, servicios de inteligencia, programas sociales, medios de comunicación masiva. Decenas de universidades privadas refuerzan este principio en la formación de profesionistas, científicos, “líderes” y educadores. Colonización mental absoluta.
¿El acueducto ladrón del río Yaqui? ¿Las tierras preciosas de San Salvador Atenco que devendrán aeropuerto? ¿El desierto sagrado de Virikuta versus la extracción de oro y plata? ¿El maíz transgénico y las plagas que acarrea (no sólo agrícolas, también sociales y económicas) contra los productivos maíces nativos en efervescencia milenaria? ¿La carretera panorámica que partirá a Xochicuautla? ¿El petróleo en el fracturable subsuelo de la Huasteca, o los pueblos totonacas, tenek y nahuas que llevan ahí más de mil años? ¿Los jornaleros trasplantados del sur a San Quintín, o las empresas foráneas que los esclavizan? ¿Los acuerdos que firmó el gobierno federal con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional ante representantes indígenas de todo el país como testigos, o los intereses que animaron al poder a desecharlos groseramente? ¿El viento domesticado en el Istmo de Tehuantepec por trasnacionales ibéricas, o las culturas mareñas de ikjoot y binniza’ que allí nacen? ¿Los zoque de Chimalapas que viven y protegen su selva, o los invasores chiapanecos, ganaderos blancos con pie de indio? ¿El derecho de Ostula a defenderse, o los intereses narco-turísticos de sus invasores?
En cada caso, el aparato del sistema dominante optará contra la razón a los pueblos. Con todo el peso de la ley y la no-ley obligará a acatar a los indios, sean nahuas de Ayotitlán o mayas de Campeche y Yucatán, o cualquiera de los hasta aquí mencionados. Mientras en las Cámaras, los cenáculos picudos y las conferencias de prensa se parlotea sobre diversidad, multiculturalidad o pluralidad, se impone por cualquier medio un sometimiento cuyo horizonte busca ser el exterminio. Recurren a la violencia, claro; policiaca, militar, paramilitar, criminal a secas. A confrontaciones partidarias. A la exponencial división religiosa, la compra de votos en asambleas ejidales clave, la amenaza de hambre que encubren las cruzadas contra la pobreza y el hambre, la manipulación mental que promueven las televisoras comerciales, el desmantelamiento de la educación pública y popular, la privatización de ríos, valles, cañadas, desiertos, poblados, zonas arqueológicas, sitios sagrados. Al arrasamiento de las identidades y los lazos comunitarios, la expropiación territorial por decreto debido al “mayor interés de la Nación”.
Y en todo, el signo de la guerra. Esa guerra de exterminio contra los indígenas de la que lleva 22 años alertando el EZLN, en contra de la cual los pueblos mayas de Chiapas se alzaron en armas y en la cual siguen con pie firme y autonomía decisiva. Es guerra el infierno de oro y opio que arrasa las comunidades de Guerrero. Es guerra la disputa que sostienen las bandas por los campos de cultivo y las rutas en Michoacán, Jalisco, Nayarit, Veracruz, Chihuahua, Durango, Zacatecas, Sinaloa, Morelos. Es guerra la depauperación sistemática de la Tarahumara, Zongolica, el Mezquital, la región Triqui. Son guerra las agresivas reformas constitucionales desde 1992. Y por si fuera poco, guerra significan el confidencial acuerdo transpacífico, el plan Mesoamericano, la reagrupación del Comando Sur del Pentágono y las calumnias contra nosotros de Donald Trump.
Asoladas por la bala, la propaganda y las limosnas, miles de comunidades indígenas en sus regiones de origen y sus enclaves de migración han comprendido que no cuentan con el Estado ni con sus socios. Nadie allá arriba. Queda organizarse, interconectarse, tomarse la palabra y las manos, arrimar los pensamientos. Los zapatistas acaban de reiterarlo. Organizarse. Establecer autonomía. Resistir es la estrategia polisémica y diversa, no sólo en defensa propia, también para defender la Nación de sus usurpadores, y para ganar tiempo.
Esos poderes que lucen imbatibles, esas industrias extractivas, esos inapelables talleres de sudor, esas máquinas de hacer dinero, esas guerras, esa economía de casino, esa legitimidad comprada, esa represión arbitraria, esa destrucción ambiental, esos partidos tan orondos, todos tienen los días contados. El suelo, el aire y la gente no dan para más. Si no cambian el ritmo y el rumbo, las instituciones se bloquearán. Y los pueblos que hayan resistido seguirán allí, aquí, al día siguiente, como hacen siempre. Quien no ha perdido todo no ha perdido nada, escribe Miguel Hernández. Más vale que la sociedad civil mexicana escuche más a sus pueblos, los honre mejor organizándose también y aprenda con ellos a no dejarse.
Fuente: Suplemento Ojarasca