Una guerra contra lo que nos divide
El avance de la guerra en Ucrania ha oscurecido los problemas que están concretamente bajo nuestro control.
Este artículo forma parte de la revista Biodiversidad, sustento y culturas #112
No se trata de ignorar un conflicto que renueva la amenaza de una guerra nuclear global, sino de comprender la insignificancia de nuestros esfuerzos por resolver ese drama, cuando tenemos otros que de verdad nos deshumanizan.
Hay que reconocer que esa guerra, tema central de los grandes medios de comunicación corporativos, contribuye a nuestra alienación y apatía. El hecho es que dejamos de lado los problemas que sí están bajo nuestra responsabilidad y capacidad de actuación.
Claro que es inaceptable que 4 mil civiles hayan sido asesinados en Ucrania y podemos incluso comprender que algunos brasileños estén dispuestos a ir allí a morir jugando a la guerra. Pero eso no justifica el olvido de aquellos días en los que contabilizamos más de 4 mil muertos en 24 horas, bajo la desidia de un gobierno que hacía bromas relacionadas con el Covid. Y no sólo eso. La irresponsabilidad del gobierno, que también es la nuestra, no hace sino aumentar. Hay asesinatos con balas perdidas por parte de las milicias, hay genocidio contra los pueblos indígenas y verdaderos ecocidios en los biomas Pantanal, Cerrado y Amazonas.
¿O es que no tenemos ninguna culpa de lo que hacen los representantes de la sociedad que, instalados en el gobierno, están comprometidos contra el presente del pueblo y el futuro de la nación?
¿No nos compromete todo lo que percibimos que ocurre? La degradación moral instalada en instituciones fundamentales para la democracia, la desmoralización del contrato social, el desprecio a los derechos humanos y la señalización de la impunidad de todo tipo de delitos que acaban provocando tragedias dentro de nuestros hogares, ¿no tiene que ver con nosotros?
¿Y la guerra en Ucrania tiene que ver con nosotros? Sí, ¿exige y merece nuestra atención...?
Pero parece que ya no podemos entender, o prestamos poca atención al papel que jugamos en los engranajes que alimentan el odio y mueven esta máquina que produce víctimas y más víctimas, entre nosotras y nosotros.
Es difícil aceptarlo, pues parece que nos aprisionan con alguna fantasía activada por la necesidad de bloquear nuestra conciencia sobre nuestra responsabilidad en el caos que avanza aquí. Al fin y al cabo, ¿quién es el responsable de lo que llega a nuestras familias en forma de precio del pan, la carne, la gasolina, el hambre, la violencia y el miedo?
Mejor no ver nada de eso y abordar los asuntos de la guerra, reviviendo ahora en la madurez a aquellos niños entrenados para el mal que guardamos en lo más profundo de nuestra memoria... Nos han acostumbrado desde la infancia a “ver” la brutalidad como un método silenciador, anulador de derechos, ¿quizás algunos todavía se perciban como personas poderosas que se excitan por esa guerra lejana y los gritos de MITO, MITO, MITO en honor al presidente Bolsonaro?
La guerra, con su maquillaje mediático, no sólo nos distrae y engaña. Hace aflorar las tendencias latentes en quienes se desvían de sus rutas, que han interiorizado el uso de la violencia contra animales, niños, niñas y, especialmente, contra “sus” mujeres.
Y ellas, de quienes somos hijos, padres, hermanos, maridos, amantes o amigos se vuelven las mayores víctimas. Los números son asombrosos y han crecido dramáticamente desde el golpe de 2016. Un informe de 2021 afirma que en Brasil el 25% de las mujeres con más de 16 años sufrió algún tipo de violencia el año anterior. Son 17 millones de mujeres agredidas físicamente. Durante la pandemia, las agresiones ocurrieron cada minuto, y 75% de la sociedad es consciente de esta evolución. El 50% de la población declaró haber presenciado casos. En 70% de los casos la agresión proviene de un amigo o familiar, y 50% ocurre en el hogar. La importancia que le otorga gobierno la simboliza el desprecio del Presidente hacia las mujeres, expresado de modo grotesco y agresivo.
La violencia no se restringe a las mujeres adultas en Brasil. Cada 20 minutos una niña se convierte en madre. Los datos muestran que entre 2010 y 2019, 252 mil 786 niñas de 10 a 14 años, y 12 niñas menores de 10 años, quedaron embarazadas y dieron a luz. Esto refleja 25 mil 280 casos de embarazos de personas vulnerables, por año, o 70 delitos por día.
Estas niñas-madres, que viven situaciones equivalentes a la tortura, provienen de familias pobres de las regiones más pobres de Brasil. Son de color negro (negro y pardo). Pero en el Sur, las niñas blancas pobres son la mayoria (73% del total).
¿Y padres y madres? Son parte de la familia que amplifica el malestar general, en una sociedad donde la violencia extrema, el femicidio, se cierne como una amenaza real. Aquí, cada 6 horas y media horas una mujer es asesinada por ser mujer. En 2020 hubo 1350 asesinatos. Tres de cada cuatro víctimas tenían entre 19 y 44 años. La mayoría (61.8%) eran negras. Y los agresores fueron parejas o exparejas (81.5%), o familiares (8.3%) de las víctimas.
Entre 2020 y 2021, el número de delitos contra las mujeres simplemente se triplicó, de 271 mil 392 registros a 823 mil 127.
Según analistas, hay responsabilidad institucional en este caso, donde los datos reflejan el desmantelamiento de las políticas de combate al crimen contra las mujeres. En nuestro país, las mujeres experimentan, además de los riesgos de la vida, la clara negación de sus potencialidades y capacidades. Por tanto, afirmamos que, si no fuera así, si no fueran tan brutalmente silenciadas, ciertamente contribuirían decisivamente al fin de todas las guerras.
La intolerancia, el odio de los nazis en Ucrania y en todas partes, contra la gente pobre, negra, gay, indígena, o quien sea, se repite aquí, en el burdo machismo que prospera en nuestra sociedad y florece en este gobierno que no sólo desprecia sino que menosprecia y oprime lo femenino en todas las formas de vida.
Desde niñas que viven con miedo, obligadas a limitar sus sueños, hasta hacerles creer que existen —de hecho y por derecho— dimensiones a las que les es imposible acceder, millones de mujeres brasileñas esperan en sus casas el regreso de esos hombres que debaten sobre la guerra en Europa del Este en los bares de sus ciudades.
Saben que la violencia de la guerra no sólo comienza en la infancia y se sustenta en la violencia doméstica, sino que también y sobre todo se expande por la omisión de quienes no hacen nada por evitarla. Y todo ello agravado por nuestra tolerancia y pasividad ante gobiernos como el de Bolsonaro.
Superarlo requiere que reconozcamos que nuestra Ley Maria da Penha (ley 11.340/2006) sólo tiene 15 años y (sólo) desde 2012 establece que cualquier persona puede y debe denunciar la violencia percibida contra las mujeres en cualquier entorno.
Y es de esto de lo que debemos ocuparnos en los bares, en las colas, en todos los espacios de convivencia. Ésta es la principal guerra que nos interesa.
Pensando que este drama, así como otros que involucran el avance de los agrotóxicos, los transgénicos y los gobiernos protofascistas no se limitan a Brasil, amenazan de hecho a toda la humanidad, es necesario que nos demos cuenta que hay que hacer todo lo necesario por contenerlos, en América Latina.
Una vez resuelto esto, podremos dedicarnos a lo que ocurre al otro lado de los mares que nos rodean.
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