Syngenta y el hambre
Pensar que las transnacionales y el corazón del modelo agroindustrial van a alimentar a la pobreza que fabricaron, es una pobre esperanza. Esa es la quimera en el país donde la convencionalidad política descubrió el hambre en tiempos de desolación sojera, dependencia feroz del agronegocio y el extractivismo brutal para subsistir, territorios vaciados de gente y de bosques, más de la mitad de los niños sometidos por la pobreza y condenados a una pésima alimentación por una industria que convierte el alimento en un negocio saqueado de soberanía.
Hay que comer sólo lo que ellos imponen. El resto no está a mano. El resto está en la tierra. Hay que sembrarlo. Lucharlo. Cultivarlo. Pelearlo junto a la tierra. Hacerlo propio. En un espacio que debería ser el mosaico de ataque al hambre. Ataque genuino. No el de la donación del 1% de la producción de semillas transgénicas y agroquímicos de Syngenta. Ni de la manipulación de alimento plástico y azucarado que decida la Coordinadora de Industrias de la Alimentación (COPAL).
Todos ellos. Syngenta. Copal. Todos en la presentación de “Argentina sin Hambre”, del candidato presidencial de la oposición política. Donde el presidente de Syngenta, Antonio Aracre, se sentó a la diestra de Felipe Solá, el rubricador de la entrada de Monsanto a la Argentina en 1996, hoy Bayer Monsanto, compañera de ruta de Syngenta. Y desde entonces, camino allanado a la transgénesis y al negocio incalculable de los paquetes tecnológicos con agroquímicos incluidos.
Todos ellos conmovidos por el hambre en la tierra larga de la selva al hielo. Donde debería crecer todo, la vida multiplicada en la tierra rica de las semillas y los polinizadores soberanos en los cielos y en las raíces. Todos ellos conmovidos en una tierra a la que escarnecieron y mortificaron. De donde tuvieron que irse los campesinos, los pueblos originarios, los pájaros y los montes. Todo para que un par de cultivos arrasaran con la vida pequeña que mantiene en equilibrio la vida grande, la que sostiene el mundo.
Son los mismos que se conmovieron en 2002, cuando el hambre arrasaba a los niños de las barriadas de toda la tierra larga. Y fueron ellos, con el programa Soja Solidaria, a darles de comer su invento forrajero destinado a los animales del otro mundo con el que estaban acumulando divisas a granel mientras las víctimas sistémicas apilaban platos vacíos.
Para el Foro Agrario, es imprescindible “una institucionalidad basada en un Estado planificador para garantizar la Soberanía Alimentaria de nuestro pueblo, con la articulación participativa y descentralizada entre el Estado, las organizaciones de productorxs y otras organizaciones del sistema agroalimentario y atendiendo particularmente a las reivindicaciones de los pueblos originarios, las mujeres y los jóvenes”.
Nada de esto se hace con Syngenta ni Copal. No se alimenta a los nueve millones de niños puestos en la pobreza por un sistema que se extiende por décadas si no es desde la tierra cultivada por pequeños productores. Que puedan comercializar libremente lo que producen, a través de la agroecología, sin venenos, sin paquetes tecnológicos, sin policía transgenética, soberanos en la producción y con la soberanía plena de los que comen. Solidarios, campesinos, originarios, mujeres, jóvenes y hacedores de nuevos mundos. Amasadores, como del pan, de una nueva sociabilidad humana. Que no se levanta con la levadura de Syngenta. Ni la de Copal.
Fuente: Pelota de Trapo