Sumak kawsay
Los indios fertilizaron el imaginario político finisecular. Desde los 80s de la pasada centuria el liberalismo individualista comparte escenario con un pluralismo comunitario intercultural posible base de un nuevo universalismo. El Estado y la democracia ya no son lo que eran antes de la emergencia de los originarios. Pero si los referentes políticos mudaron, los viejos paradigmas sociales y económicos son más tercos y el proverbial desarrollo, mil veces adjetivado, sigue acotando el debate.
También ahí hay aportes: sumak kawsay, que se traduce como vida buena aunque significa estar en armonía con los otros y con la naturaleza, es la alternativa de los pueblos andinos y ya figura en las constituciones de Bolivia y Ecuador. Pero la disputa apenas empieza: mientras algunos debaten conceptos inéditos como neodesarrollo y postdesarrollo, los gobiernos, los partidos y los movimientos sociales discuten planes tangibles de lo que se sigue denominando desarrollo: en Bolivia el heterodoxo “capitalismo andino-amazónico” y en Ecuador el excéntrico “socialismo del siglo XXI”.
¿Utópicos contra posibilistas? No necesariamente, lo que pasa es que debaten cosas distintas. Hay acuerdo en que como destino manifiesto el desarrollo fracasó en su pretensión de dotar de sentido a la historia de los subdesarrollados, como fracasó su matriz conceptual, el progreso, que por casi tres siglos fue el alma de un mundo desencantado, el alma de la modernidad. Hay acuerdo en dejar de ver el futuro como destino, necesitamos jubilar el fatalismo histórico y el providencialismo, tanto el capitalista como el socialista. Pero esto no nos exime de seguir haciendo planes: planes de ingeniería social, planes de desarrollo si se les quiere llamar así. La condición es no perder de vista que se trata de medios y no de fines, de instrumentos y no de objetivos; porque el desarrollismo no es una filosofía de la historia sino un simple saber instrumental.
Tanto quienes postulan un neodesarrollismo posneoliberal como los más ambiciosos que preconizan el posdesarrollimo anticapitalista, alimentan sus propuestas con ingredientes acuñados en el curso del severo revisionismo al que durante medio siglo fue sometido el concepto desarrollo (hasta que, empachado de adjetivos, de plano reventó). Al desarrollo hegemónico, que primero era simplemente “estabilizador”, estatista y endógeno, y que luego se volvió desregulado, privatizante y extrovertido, se le exigió con razón: no apostarlo todo al crecimiento, priorizar lo social sobre lo económico, asumir integralmente su multidimensionalidad, atender a la sustentabilidad ambiental, acotar al mercado, reconocer la pluralidad, vincular local y global recuperando de paso lo nacional, gestionarse de abajo a arriba (...) Lo que está bien, siempre y cuando al mismo tiempo lo bajemos del pedestal. De otro modo corremos el riesgo de que sus flamantes sustitutos Sumak kawsay, en la Constitución de Ecuador, y Suma qamaña, en la de Bolivia, se empleen también como fórmulas comodín, como morrales para meter lo políticamente correcto y una vez adjetivados se vuelvan ídolos, deviniendo una suerte de desarrollismo travestido tan alienante como el anterior.
La debilidad del debate está en que se mantiene en el terreno del desarrollo y su matriz el progreso. Y el progresismo de cualquier signo es una fetichización del futuro: marcha en pos de un espejismo mudable al que atribuimos las galas societarias más entrañables del momento.
Progreso es una idea prescindible. Puede haber rebeldía sin paraísos prometidos. Una cosa es rechazar un presente que nos niega como seres humanos y otra afiliarse a un porvenir preconcebido –y precontratado– que nos aguarda con la limusina al final del camino. No importa si esperamos la opulencia libertaria del capitalismo, la opulencia justiciera del socialismo, o el reencuentro armonioso con la Pacha mama del ecologismo vernáculo. Hay que resistir, sin duda. Pero resistir es crear aquí y ahora modos de vida alternos –algunos escalables y potencialmente programáticos, otros efímeros e irrepetibles– y estos altermundismos artesanales y hechos a mano son fines y no sólo medios, son disfrutables por ellos mismos y no simples probaditas de la utopía por venir, son éxtasis societarios en curso y no módicos anticipos de una Arcadia siempre posdatada.
Rechazar la pretensión de que el progreso-desarrollo y sus tecnocráticos oficiantes le dan razón de ser a la vida y sentido a la historia no equivale, sin embargo, a desechar sus prosaicos temas. No podemos, por ejemplo, sacarle la vuelta al inhabitable neoliberalismo sin orientar el excedente económico al crecimiento de rubros socialmente necesarios de la producción; acotar la libre concurrencia caníbal supone ordenar y domesticar al mercado; en nombre de la eficiencia se causa enorme daño ecológico y social, pero siempre es mejor retirar los platos en montón que uno por uno (sin que se nos caigan por rebasar la capacidad de carga del sistema, que dirían los que saben); no escaparemos al colapso ambiental sin políticas orientadas a desarrollar tecnologías de repuesto, etcétera. Y es que organizar la producción y el consumo en gran escala reclama ingeniería económico-social, lo que conlleva rutas críticas, análisis de factibilidad, estudios de costo/beneficio. Si ha esto le queremos seguir llamando desarrollo, vale. Lo inadmisible no es que se planee, sino la dictadura que sobre la sociedad ejercen los inertes proyectos de desarrollo y sus acólitos tecnocráticos.
Planes de desarrollo como las “tres vías de modernización” que se impulsan en Bolivia, me parecen no sólo legítimos sino plausibles, aun si incomodan a algunos las resonancias cepalinas o maoístas de los términos. “Hay tres modernidades –dice el vicepresidente García Linera en una entrevista de 2007, publicada en el Observatorio Social de América Latina, OSAL, número 22– la industrial, la microempresa urbana artesanal y la campesina comunitaria”. Y entra al debate: “Este proyecto se distancia del desarrollismo (...), según el cual todos debían convertirse en obreros o burgueses. Acá estamos imaginando una modernización pluralista (que respete) la lógica microempresarial, campesina y comunitaria. Hay tres modernizaciones en paralelo, mientras que el desarrollo cepalino impulsaba una sola vía de modernización (...) Las posibilidades de transformación y emancipación de la sociedad boliviana apuntan a eso. A reequilibrar las formas económicas no capitalistas con las capitalistas, a la potenciación de estas formas no capitalistas, para que con el tiempo vayan generando procesos de mayor comunitarización que habiliten pensar en un poscapitalismo. El posneoliberalismo es una forma de capitalismo, pero creemos que contiene un conjunto de fuerzas y de estructuras sociales que, con el tiempo, podrían devenir poscapitalistas”.
Como se ve, ya no estamos hablando sólo de un Estado plurinacional que reconoce la diversidad de culturas, sus derechos autonómicos y sus dominios territoriales, sino también de la otra cara de la moneda: un paradigma pluralista de desarrollo o neodesarrollo que reconoce la diversidad técnica, económica y social realmente existente, y que asigna un lugar a lo industrial (privado o de Estado) y otro a la unidad doméstica (artesana o campesina). Un modelo bimodal donde coexisten dos racionalidades contrapuestas: la de la ganancia y la de la subsistencia, en una complementación dinámica e inestable donde lo que está en juego es si a la postre la lógica del lucro dominará sobre la lógica del bienestar y los campesinos y artesanos terminarán –como siempre– subsumidos en sistemas que los explotan, o si esta vez serán capaces de construir un orden socioeconómico inédito donde la economía moral impere no sólo en el nivel familiar, comunitario y regional sino también a escala nacional e internacional.
Dilema que conlleva distintos paradigmas de desarrollo pero que no se resolverá por la solvencia técnica de los planes –que es necesaria– ni por la calidad de sus operadores –que siempre hace falta– sino por la correlación de fuerzas, por las energías sociales que se pongan en juego. Porque más allá del posibilismo técnico-económico está la voluntad colectiva, están los grandes actores sociales convertidos en sujetos de la historia. Y es ahí donde la prepotencia desarrollista tuerce el rabo. La ingeniería social es un instrumento y quienes lo manejan deben “administrar obedeciendo”.
La vida buena no se mide por el PIB ni por otros indicadores más cálidos. Sumak kawsay no es otro desarrollo, un desarrollo con rostro humano, sino un modo solidario de hacer la historia, una manera generosa de estar juntos en nuestras diferencias. Es la posibilidad de mirar al pasado sin avergonzarnos, porque al fin hemos reivindicado a los que murieron en el intento. Es asomarnos al porvenir no como destino sino como sorpresa y aventura. Porque la libertad no es un atributo del neodesarrollo ni del posdesarrollo, la libertad es el modo humano de ser en el mundo.
En 1923, en la cresta de la ola de la revolución yucateca, decía Carrillo Puerto: “Los mayas están empezando a “vivir la vida de los hombres libres (...) Todo lo demás es asunto sin importancia”.
Armando Bartra
Fuente: La Jornada del Campo