Sobre el aumento de las retenciones y el impacto en los productores
El Gobierno aumentó en dos puntos porcentuales las retenciones a los derivados de la soja. De inmediato sectores del agronegocio se pusieron en pie de conflicto, pero la medida no afecta a quienes cultivan la oleaginosa. El rol de las grandes exportadoras y, con los precios internacionales en alza, la posibilidad de aumentar las retenciones a los grandes productores.
El Gobierno aumentó dos puntos porcentuales los derechos de exportación de los principales derivados de la soja, llevando su gravamen específico del 31 al 33 por ciento, equiparándolo así al que tributa la exportación de granos sin procesar. Esto se da en un contexto de suba vertiginosa en la cotización de dichas materias primas, con lo que es casi imposible concluir que esta alza de retenciones le genere alguna dificultad económica importante a la cadena de producción sojera.
Mientras escribo estas líneas el aceite de soja cotiza (considerando el precio internacional al que accede la argentina, el llamado “FOB puertos argentinos”) a 1690 dólares y la harina a 570. Dos meses atrás los valores eran 1260 y 450 respectivamente, con lo que han crecido alrededor de un 30 por ciento en pocas semanas.
La existencia de diferencias en las alícuotas impositivas entre el grano y sus derivados es un tema históricamente discutido. Están puestas allí para beneficiar al conglomerado procesador, conformado por empresas (fundamentalmente, propiedad del capital extranjero, como Cargill, Cofco, Bunge y Glencore) tan gigantes como su influencia, supuestamente favoreciendo la “industrialización” del poroto de soja dentro del país (concedamos por un momento el llamar “industrialización” a esas actividades de bajísimo valor agregado).
Esto sencillamente ocurre porque el grano conforma su precio igualándolo al valor internacional menos sus retenciones del 33 por ciento. Y a ese valor, entonces, lo puede adquirir la industria local, para luego de un mínimo procesamiento revenderlo pagando impuestos sólo del 31 por ciento, quedándose así con la diferencia.
¿Es realmente necesario ese dos por ciento para favorecer la industrialización fronteras adentro? ¿O es sólo es un regalo, un bonus, que el Estado les da a ese núcleo de grandes firmas? Como en este país nadie revisa los costos de las empresas, eso lo sabrá Dios.
El mecanismo recién descrito implica por lógica que en teoría la supresión de aquel diferencial no tiene efectos sobre el precio al cual venden sus granos los productores primarios. Simplemente deshace el beneficio que estaba siendo apropiado por las aceiteras, hecho que cuenta con algún antecedente en los liberales tiempos de la presidencia de Mauricio Macri.
El precio a los productores antes y ahora es conformado en relación a la mercadería que vendían: el grano. Desde diversos medios, sin dar mayores precisiones, se anuncia un inevitable impacto sobre las cuentas de los chacareros vía una caída de la cotización de la soja pues la industria tendría una menor “capacidad de pago”. Tal razonamiento implica el supuesto de que previamente el diferencial de retenciones, puesto allí en explícito socorro de las aceiteras, no estaba siendo apropiado por éstas, sino que graciosamente lo cedían a los productores, cosa que a partir de ahora ya no podrían hacer.
A quien escribe esto le parece una total y completa fantasía. Sólo puede registrarse realmente una baja en las cotizaciones de la soja si la medida actúa como una suerte de señal coordinadora que posibilite el aumento en el grado de colusión de las grandes empresas. Vale decir, que logre que éstas se pongan aún más de acuerdo entre sí y la utilicen de excusa para disminuir artificialmente los precios. Hecho que no se puede descartar de plano pero que ciertamente es una invitación a incrementar la intervención estatal en este eslabón de la cadena agroindustrial, y no a disminuirla como reclaman los voceros oficiales y oficiosos de las aceiteras.
Otro punto, quizá el más importante, a seguir es qué destino tendrá el excedente de dinero recaudado, que se ha calculado en torno a los 400 millones de dólares. Existe la clarísima necesidad de que esos fondos se destinen a paliar las urgencias que padece el pueblo argentino (en temas alimentario, de salud, de trabajo). Sería francamente de lamentar que, por el contrario, el dinero se utilice para pagar la deuda con el FMI (en un acuerdo que, por cierto, el organismo había pedido por la suba de impuestos).
Concluyo estas líneas transmitiendo mi esperanza sobre que esta coyuntura permita abrir un debate más amplio sobre la forma en la cual se aplican estos tributos en la Argentina. No ya a los derivados de la soja, sino en general.
Señalo como problema principal el que se constituyen (por su volumen) en el método fundamental de captación de excedentes agrarios por parte del Estado, y son cobrados sin ningún tipo de diferenciación que considere la capacidad económica de las unidades productivas sobre las que finalmente recaen.
Así, las retenciones disminuyen los ingresos por tonelada en igual proporción de un chacarero que explote 100 hectáreas sojeras, que los de un gigantesco pool que haga lo propio con 20.000 hectáreas (¿Que implican una facturación de cuánto en este momento? ¿2500 millones de pesos al año, en un tentativo cálculo a mano alzada?). Y dicha igualación, se recalca, es sobre los ingresos, merced a las economías de escala en todo tipo de costos que el grande puede aprovechar, resulta sobre la rentabilidad mucho más gravoso el impuesto para los chacareros. La política fiscal aparece así como regresiva, y da combustible al proceso de concentración económica que está convirtiendo nuestras icónicas pampas en un desierto verde.
En este sentido, es muy de lamentar que iniciativas que propusieron —vía un subsidio cruzado— segmentar las retenciones no hayan tenido la continuidad que merecerían. Es un buen momento para volver a intentarlo, sobre todo considerando los niveles a los que han trepado los precios internacionales de los alimentos, factor que le da un empujón adicional a nuestra inflación doméstica, ya de por sí una de las más altas del mundo.
Con un ojo puesto en atender las situaciones de sequía que se han dado en esta campaña agrícola, una segmentación de retenciones que implique subas para los productores a gran escala y un mantenimiento o acaso una rebaja a los chacareros no tiene por qué implicar una baja en la recaudación estatal. Al contrario, desde el momento en que el 26 por ciento de los productores controla el 77 por ciento de la soja (el cultivo más difundido) es posible repetir las (mejorables) experiencias de 2015 y 2020 (de compensaciones a los pequeños productores), cuando se han demostrado que políticas así son completamente factibles y beneficiosas, tanto para chacareros como para el Gobierno.
Diego Fernández es miembro del Centro Interdisciplinario de Estudios Agrarios (FCE-UBA).
Fuente: Agencia Tierra Viva