“La dependencia pasiva es incompatible con la dignidad” José Ingenieros, Las Fuerzas Morales, 1925. La semilla y los animales domesticados han sido para el agricultor la base de todo su sistema productivo y quienes aseguran su sustento. Han formado parte desde el origen, de una necesidad y búsqueda de mejora, transmitida culturalmente por generaciones, en un sistema de intercambio entre los pueblos que persiste hasta nuestros días. Un proceso de domesticación, que ha permitido la evolución humana durante miles de años. La apropiación de parte de este conocimiento productivo, ha sido el objetivo comercial de muchas corporaciones, que de la mano de mecanismos legales de dominio y otros desarrollados por ingeniería genética – que restringirían biológicamente la posibilidad de guardar semilla viable -, podrían llegar a poner en riesgo la Soberanía Alimentaria, de las naciones subdesarrolladas, que basan su sistema económico social en la producción primaria. A ello se suma la indefinición sobre Políticas Agrícolas Sustentables, que al no ser claras, han facilitado la orientación de sus sistemas de producción sólo en función de las demandas externas, lábiles y coyunturales, facilitando la pérdida de la diversidad productiva y el acceso a los alimentos básicos. El caso de Argentina, por su historia productiva y la rica diversidad de recursos y alimentos en el marco de una democratización alimentaria que hoy día ha perdido, es paradigmático.
Desde los albores de la agricultura, el Hombre ha elegido, mejorado y guardado semilla, que le permitiese asegurar cosechas suficientes para su sustento y supervivencia. Sólo en América, la producción de alimentos se sustentó en el aprovechamiento de casi 100 plantas distintas – bajo infinidad de variedades - que antes de la llegada de los europeos, contaba con un sistema de producción, almacenamiento y distribución de alimentos que daba de comer a sesenta millones de habitantes. La oca, el apinchu, el ullucu, mashua, aracacha - todas raíces - que junto a más de 700 variedades de papa, contribuyeron a una dieta mejorada además, con leguminosas como los porotos (pallar, purutu, tarui, chuy) y finalmente optimizada con la domesticación del maíz o zara y la quinoa. Cultivaban nuestros ancestros cientos de variedades del primero, como el muruchu o maíz duro, la capia o tierno y hasta el cam-sha (maíz tostado) que no es más que el famoso “pop-corn”. Las mujeres preparaban harina de maíz moliendo el grano sobre lozas de piedra. Con esta cocinaban diferentes tipos de pan (zancu, tanta, huminta). La machka era la harina tostada endulzada con miel – energizante para los niños - y hasta mezclada con agua, la aprovechaban para hacer vinagre. De las cañas hacían miel, pues las cañas eran dulces y las hojas servían como alimento para los animales. Hasta algunos tipos de hongos que salían en la mazorca en pie, y la oscurecían – los upa – eran preparados como un guiso especial. Sólo una muestra de una rica y amplia biodiversidad – no sólo agroambiental, sino sociocultural - que permitió el desarrollo de nuestros pueblos meso y sudamericanos y que luego se repetía mundialmente, sentando las bases alimenticias de otras naciones del orbe. Riqueza culinaria y alimenticias, que se difundió sin restricciones, y permitió que países del ahora mundo desarrollado recibiesen y aprovecharan libremente variedades y líneas de cultivos tan importantes como la papa, el tomate, maíz, girasol de nuestro continente y de otros como el trigo, avena, soja y arroz que se han convertido en la base alimentaria global, en detrimento muchas veces de las especies y variedades locales. De todas formas, si bien ya concentrada en menos variedades el proceso de selección y mejora estuvo en las manos del agricultor, quién recurrentemente guardaba e intercambiaba con otros productores, distintas semillas para las siguientes estaciones. Más cercanamente, se suma a este proceso de domesticación práctica, el aporte de la ciencia del mejoramiento vegetal, que facilitó un incremento importante en la productividad de los cultivos, pero por otra parte, no pudo aportar una solución a la creciente crisis por el acceso a los alimentos, que se hace evidente con la llegada del profundamente cuestionado modelo de la Revolución Verde .
Así el proceso de manejo de la propia semilla por parte del agricultor y los programas convencionales de mejora comienzan a revertirse en muchas regiones, a comienzos de este siglo con la llegada de los nuevos conocimientos del “vigor híbrido”. Las semillas híbridas son la primera generación descendiente de dos líneas parentales distintas dentro de una misma especie. El éxito en esto, estriba en que son muy pocos, los que conocen estas líneas parentales – los breeders y sus empresas – que tienen en general un mayor rendimiento y que de querer reproducirse en generaciones sucesivas, segregan, y pueden dar una nueva generación, con plantas y rendimientos desuniformes. El agricultor entonces, debe comprar ahora la semilla todos los años, para asegurar su cosecha, trasladando parte de su renta a las manos de las compañías, dueñas del manejo del material genético y sus cruzamientos. La base de las patentes y el dominio del mercado mundial estaba siendo sembrada.
Desde este punto, las grandes compañías de semillas comienzan a acumular un creciente desarrollo económico y manejo de la agricultura mundial. “Las corporaciones transnacionales vinculadas a la producción agropecuaria y la salud, han concentrado un enorme poder” , y nuestro país ha sido uno de los nichos mundiales donde este crecimiento se ha hecho más notable.
El éxito en la hibridación comercial se ha dado en cultivos como el maíz, el girasol y el sorgo, pero aún no se ha podido ampliar al arroz, el trigo y la soja, especies que a diferencia de las anteriores – que se utilizan como alimento para el ganado como el maíz y el sorgo – son la base alimentaria de una importante porción del mundo. En estas variedades, en mucha menor proporción que en épocas anteriores, y bajo una mayor uniformidad luego de la Revolución Verde, los agricultores han pretendido continuar guardando sus semillas, lo que atenta según las compañías contra sus intereses comerciales, que ven en esta ancestral práctica un riesgo y daño económico, y una de las fuentes del atraso – según su opinión, social y económico - en que se encuentran vastas regiones de nuestro planeta. Es comprensible la racionalidad crematística de estas acciones, pero la seguridad alimentaria mundial, o de por lo menos las regiones más pauperizadas del mundo no puede dejarse solamente al albedrío y juicio del interés privado.
Así como en el siglo pasado fueron los híbridos, en el nuevo milenio son las semillas transgénicas, las nuevas vedettes de alta respuesta ofrecidas a los productores. Estas semillas, por lo menos en esta primera generación, han sido desarrolladas por compañías de alta tecnología, cuyo poder se concentra en poco menos que cinco corporaciones y que detentan el 32 % de la producción alimenticia mundial, el 85 % del mercado global de agroquímicos, el 100 % de las semillas transgénicas y son intensamente protegidas por el sistema de patentes que les asegura beneficios extraordinarios. Pero además, es importante comprender cabalmente que la Ingeniería Genética es una tecnología tremendamente poderosa y con impactos aún impredecibles. Además, desde el punto de vista legal cuando las patentes, los fees a la investigación incorporados en el costo de las semillas, los sistemas de regalías extendidas o la propia estructura de control jurídico fallan – especialmente en los países subdesarrollados – las compañías han logrado – que ingeniería genética mediante – crear una tecnología que permitiese controlar de forma absoluta la producción y el abastecimiento de semillas: las tecnologías Terminator. Es ésta la principal aplicación de una patente genérica, para el “control de la expresión de los genes de las plantas” . Es básicamente un mecanismo suicida genéticamente diseñado para que se pueda activar por un estímulo exterior específico. Como resultado, quien intenta resembrar estas semillas, encontrará que las mismas se autodestruyen (no germinan, germinan mal, no fotosintetizan o necesitan de “arrancadores”), y por tanto, no habrá ni cosecha ni alimento posible. Inclusive en la actualidad se están desarrollando semillas suicidas cuyas características genotípicas pueden ser activadas o desactivadas mediante el uso de un inductor químico externo mezclado con los agroquímicos patentados por la misma compañía .
Para los países en vías de desarrollo, el riesgo – no ya ambiental ni comercial – sino para la propia seguridad alimentaria, es incalculable.
Argentina - el segundo productor mundial y en superficie ocupada con cultivos transgénicos - ha tenido fallas – que son ampliamente destacadas por las compañías y sus grupos representativos – en cuanto a la imposibilidad de un control eficiente del circuito comercial de las semillas. Así una primera estrategia comercial fue reducir al mínimo el fee tecnológico y el precio del glifosato – el herbicida asociado al paquete tecnológico especialmente de la siembra directa – en hasta tres veces menos que en el país del norte, permitiendo al productor, una reducción de costos en su sistema de control de malezas importante El productor guarda a veces semilla pero esa reserva a veces es excesiva, y favorece un mercado paralelo de semilla no fiscalizada. Actitud que en lugar de favorecer la diversidad de opciones – en este caso entre OGM y No OGM – fomenta el camino por otra vía paralela de concentración de un solo tipo de producto y nos condiciona aún más, como monoproductores de transgénicos. Hoy en día, luego de siete años de siembra de soja transgénica, vemos las consecuencias.
La falta de políticas adecuadas, facilitó una expansión sin precedentes de un único cultivo – la soja – en detrimento de otras producciones, y la Nación ha perdido su diversidad productiva. La próxima campaña será aún más intensa, y los demás cultivos (maíz, girasol y otras producciones como la lechería, producción cárnica) siguen reduciéndose o expandiéndose hacia áreas marginales. Una vez agotada la renta con la soja transgénica, ya se ha previsto seguir el mismo modelo con el maíz y el girasol. El problema no estriba en el “cultivo”, sino en el modelo de intensificación agrícola industrial altamente degradante de los recursos.
No sólo los pequeños y medianos agricultores, que ven día a día como sus bolsillos se engrosan por los dineros aportados por el arrendamiento y por otro lado, la destrucción de sus campos por el monocultivo, sino los consumidores, urbanos y rurales se ven perjudicados al no acceder a la canasta amplia y diversa de alimentos (que históricamente, ricos y pobres “supimos consumir”) y a precios accesibles siempre en Argentina.
Las sucesivas administraciones nacionales han facilitado la conversión de un sistema de producción rotacional agrícola y ganadero que favorecía una disponibilidad y calidad proteínica alta para la población sobre la base de carnes de alta calidad (más huevos, más leche, más granos!) hacia una monocultura sojera y con proteína vegetal de menor riqueza. Con ella se ha intentado alimentar a nuestros compatriotas pauperizados. Sin percibirlo aún, enfrentamos una Batalla por la Proteína de mayor calidad, que nuestros dirigentes todavía no alcanzan a percibir, facilitando la degradación alimenticia de la población local para enriquecer las dietas de las economías más desarrolladas. Hemos perdido la soberanía alimentaria.
Entendemos a la “Soberanía Alimentaria como el derecho de la Nación a definir su propia política agraria, de empleo, pesquera, alimentaria y de tierras de manera tal que sea ecológica, social, económica y culturalmente apropiadas para sí y sus condiciones únicas. Esto incluye el verdadero derecho a la alimentación y a las formas de producirlo, lo que significa que todos los pueblos tienen el derecho a una alimentación sana, nutritiva y culturalmente apropiada, y a la capacidad para mantenerse a sí mismos y a sus sociedades”.
Es claro entonces que Argentina en este sentido no encuentra el rumbo. Es más claro aún que la recuperación de la Soberanía y la Seguridad Alimentaria no puede estar en mano solamente de ciertas corporaciones industriales y grandes productores, sino que es un debate social amplio y plural el que deba analizar el camino a seguir.
No esta una discusión sobre “un cultivo” en particular. La soja ha facilitado – no por acción propia, sino por la “suerte” de buenos precios en el mercado internacional – el ingreso de beneficios a ciertos productores capitalizados, situación que no se plasma con amplitud en la sociedad. Habrá que dirimir la distribución de los nuevos y futuros beneficios, facilitando estos procesos productivos pero de una forma más sustentable, que por beneficiar a unos pocos, puedan poner en riesgo tanto al ambiente, del cual emerge nuestra producción, como al conjunto social.
Por otro lado, se deberán analizar y discutir, cuales son las herramientas más beneficiosas para una sociedad que por muchos años, no tendrá lamentablemente, nuevo acceso al empleo y por tanto a muchos alimentos. Caso contrario la brecha entre ricos bien alimentados y pobres subalimentados seguirá ampliándose día a día.
Entonces los instrumentos local y socialmente apropiables, la difusión de prácticas de producción y sistemas autosuficientes, apoyados en una fuerte componente agroecológica – independiente de los insumos externos como semillas compradas, agroquímicos y demás – han mostrado ser una salida viable, para rescatar a la población más pobre. Sistemas urbanos, periurbanos y rurales, que en esta etapa postcrisis se expanden por doquier y facilitan el acceso a los alimentos de los ciudadanos, el intercambio en ferias francas de productos y semillas, la compra de productos más sanos, sin agroquímicos (orgánicos) y mercados justos. Son estos sistemas los que realmente han logrado solucionar en la parte que les toca el acceso a alimentos diversos y la crisis del hambre en la Argentina . Son estos sistemas, de alta eficacia social y de una muy baja inversión monetaria con alta productividad local, los que los gobiernos nacionales, provinciales y municipales deberían apoyar, evitando la dependencia clientelar de la dádiva. Aquí es la gente, quién con sus manos, herramientas y la tierra, produce, consume y comercializa. La Agroecología , ciencia agrícola con la gente, promueve la recuperación de la Soberanía Alimentaria y no la privatización de la ciencia y la tecnología agropecuaria que fatalmente estamos observando pasivamente en la actualidad.
El riesgo de una Ingeniería Genética agropecuaria, expansiva y no regulada, debe ser analizado y discutido cabalmente y profundizar en el análisis multicriterial de todos los instrumentos disponibles en sociedades en vías de desarrollo como las nuestras, que no producen realmente estos desarrollos científicos sino que son “compradores” de los mismos. La vuelta a “desarrollismos” para unos pocos, puede hacernos caer en errores que pueden impactar no sólo al sistema científico tecnológico – con una dilapidación a veces, de recursos sin alcance ni beneficio social!, que ya hemos repetido en otras épocas – sino a la sociedad en su conjunto. “La biotecnologia, entendida como Ingeniería Genética en su versión más dura, consiste en la introducción de material genético de una especie en el de otra, utilizando los métodos del ADN recombinante. El ámbito de aplicación, éxito o fracaso, acaba aquí. No corresponde al biotecnólogo evaluar otros posibles factores o consecuencias de los organismos o los productos por él fabricados. No puede hacerlo, porque no entra en su ámbito de competencias, o de objetivos. No se le puede pedir, por ejemplo, que se responsabilice, científicamente, de las consecuencias medioambientales de los productos que ha fabricado, simplemente, porque carece de las premisas científicas que le pueden llevar a tales conclusiones. Y por la misma razón que no se le puede pedir responsabilidad científica fuera de su ámbito de laboratorio, tampoco puede emitir una opinión científicamente autorizada (es decir, una conclusión) sobre la aparente inocuidad de las incidencias medioambientales de los productos biotecnológicos” . Probablemente, los ecólogos, los expertos en genética, los ingenieros agrónomos y por cierto un conjunto multidisciplinario de científicos de las ciencias exactas, naturales y sociales y sus instituciones colegiadas, académicas y de investigación, deberían desarrollar y expedirse sobre las líneas comentadas, analizando puntualmente los riesgos y beneficios de tecnologías tan modernas en la agricultura y de TODAS las alternativas disponibles para asegurar una alimentación más sana y equilibrada de una población que en definitiva, depende de sus decisiones. Bibliografía
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Tanto mi discusión sobre Batalla por la Proteína, como los análisis aportados sobre la Deuda Ecológica por sobrexplotación y subvaluación de nuestras riquezas naturales, son conceptos quizás novedosos pero que deberán incluirse en las agendas de nuestros decisores políticos y sociales, a todas luces que definirán claramente en las próximas décadas el “perfil del argentino y su medio, que sabremos conseguir”.
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