Se hace terruño al andar. ¿Dónde termina la mano y empieza la piedra?
La segunda quincena de marzo el campo alzó la voz y mostró su rostro airado al coincidir tres grandes movilizaciones. El 15 se celebró en Tepexta, Puebla, la séptima Asamblea de Pueblos Serranos en Defensa del Territorio y la Naturaleza, y sólo quien conozca la escarpada región valorará lo que en brechas y veredas caminadas representa haber reunido ahí a tres mil personas, entre nahuas, totonacos y coyomes, provenientes de 90 localidades.
El 18 marcharon en la Ciudad de México 20 mil integrantes del Frente Auténtico del Campo en “rechazo a la iniciativa privatizadora de Ley de Aguas y al despojo de tierras que contempla la Ley de Hidrocarburos, y en defensa del presupuesto del campo”. Un día antes en Baja California unos 30 mil jornaleros agrícolas de San Quintín se fueron al paro y bloquearon durante 26 horas 120 kilómetros de la carretera Transpeninsular exigiendo respeto a sus derechos laborales.
En unos cuantos días convergieron tres vertientes del combate rural: la defensa de los territorios por las comunidades; la defensa de la tierra, el agua y los recursos productivos por los campesinos organizados, y la defensa de su trabajo y su dignidad por los jornaleros del noroeste.
De estos tres, el más activo es la defensa de los territorios. Y es que las peores dentelladas al patrimonio de los pueblos vienen de minas, presas, carreteras, urbanización salvaje, gran turismo... Pero lo que está en juego es la propiedad social de la tierra, principio que ha sido piedra angular del México rural durante la centuria pasada. Los poderes económicos y políticos nacionales e internacionales van sobre el usufructo campesino de las parcelas familiares y las tierras y aguas del común, una conquista y un derecho que son partes sustantivas del pacto social resultante de la revolución de 1910.
Peña Nieto busca llevar a término el ciclo neoliberal iniciado hace 30 años, consumando la privatización de los recursos naturales, de las actividades económicas estratégicas y de los servicios sociales. Pero el corazón de la contrarreforma está en acabar con la propiedad social de la tierra y con su apropiación colectiva por las comunidades.
En lo tocante al campo, todo empezó con la reforma de 1992 al artículo 27 de la Constitución, que al relativizar la condición inalienable de los ejidos y las comunidades permitía transitar de la propiedad social colectiva al pleno dominio individual y de ahí a la venta. Conversión privatizadora favorecida por acciones jurídicas como el Programa de Certificación de Derechos Ejidales (Procede) y políticas agrícolas pro empresariales que desalientan a la pequeña y mediana producción expulsando del campo a los campesinos. Por esos mismos años la reforma a la Ley minera, que concede a la actividad extractiva prioridad sobre cualquier otra, evidenciaba que los grupos de poder habían tomado la decisión de imponer la valorización privada capitalista de los recursos naturales sobre la apropiación nacional operada por el Estado y, en el caso de la tierra, sobre el usufructo campesino. Veinte años después, el ciclo concluye con la reforma energética que por una parte privatiza la extracción de combustibles fósiles y la generación de energía, al ceder las rentas a los particulares, y por otra conculca el derecho de los campesinos a las tierras al llevar a sus últimas consecuencias el principio, ya establecido en la Ley minera, de que las actividades asociadas con el petróleo y la electricidad tienen prioridad sobre cualesquiera otras.
Lo que sigue es la privatizante Ley de Aguas y luego incorporar a las leyes y procedimientos agrarios los cambios necesarios para que se facilite aún más el tránsito de la propiedad ejidal colectiva al pleno dominio individual privado, establecido en la reforma de 1992 al artículo 27 constitucional e impulsado durante tres décadas mediante programas de titulación. Lo que supone facilitar el procedimiento y, sobre todo, restarle atribuciones a la asamblea y al comisariado.
Para las comunidades y los campesinos defender la tierra y el agua es reivindicar un vínculo ancestral con la naturaleza que el Progreso se empeña en disolver. En Viernes o los limbos del Pacífico, Michel Tournier pone en boca de Robinson Crusoe esta moderna vocación racionalista:
“Yo quiero, exijo que todo a mi alrededor sea a partir de ahora medido, probado, certificado, matemático, racional. Habrá que proceder a la agrimensura de la isla, establecer la imagen reducida de la proyección horizontal de todas sus tierras, consignar esos datos en un catastro. Querría que cada planta fuera etiquetada, cada pájaro registrado con una anilla, cada mamífero marcado a fuego ¡No cejaré hasta que esta isla oscura, impenetrable, llena de sordas fermentaciones y remolinos maléficos, sea metamorfoseada, convertida en una construcción abstracta, transparente, inteligible hasta la médula!”.
Pero para las mujeres y los hombres de la tierra las cosas son distintas. Se hace terruño al andar. En su múltiple accionar, las comunidades humanas construyen espacios: ámbitos agroecológicos, económicos, sociopolíticos e imaginarios. Espacios unificados por el sujeto colectivo que los conforma pero aprehensibles mediante diferentes códigos: regionalizaciones por cuenca, planos catastrales, cartografías administrativas, mapeos lingüísticos…
Más allá de cartas de uso del suelo, mapas políticos o Guías Roji, el hecho es que las comunidades somos inseparables de los territorios que habitamos, de los sitios donde trabajamos, de las calles y plazas donde celebramos, de los lugares en los que votamos o nos abstenemos, de los espacios públicos donde protestamos contra los malos gobiernos, de los ámbitos entrañables que guardan nuestro ombligo y cobijan a nuestros ancestros.
Las colectividades no ocupamos espacios preexistentes somos el entorno que hemos construido, el territorio que hemos inventado. Y tenemos derecho a este territorio. A que se nos reconozca como usufructuarios y preservadores de un específico ecosistema, como dueños de la parcela que cultivamos y el lote que habitamos, como usuarios de las calles que caminamos, como ciudadanos de la localidad en que vivimos, como portadores de la cultura que nos identifica. Las comunidades tenemos derechos territoriales y en la centuria pasada su reivindicación dio lugar a revoluciones campesinas y reformas agrarias.
A todo esto los pueblos campesinos lo llaman tierra, entendiendo por tierra el lugar en el que, por medio de la ocupación y el trabajo, los colectivos se hacen uno con el entorno, transformándolo físicamente pero también nombrándolo, significándolo, y reproduciendo de este modo sus modos de vida. Espacios siempre en construcción mediante diversas prácticas: públicas o privadas; individuales, familiares o comunitarias; agrícolas, pecuarias, silvícolas…; gubernativas, comerciales, culturales…; rituales, cívicas, festivas… Espacios que son múltiples, fluidos, cambiantes, sobrepuestos, discontinuos, intercalados, disputados, rotos… Espacios transidos por el tiempo pues en ellos está impreso el pasado y se prefigura el futuro. Espacios desde los que un grupo se relaciona con otros grupos o con los centros rectores del conglomerado mayor al que pertenece… Espacios, en fin, donde cada quien pone su corazoncito, una maceta con flores y el centro de su cosmos.
Hay territorios jurisdiccionales, étnicos, agroecológicos, bioculturales, de planeación y de gestión… que es necesario defender. Pero al reivindicarlos no hacemos más que restituirle a la ancestral lucha por la tierra la polifónica integralidad que siempre había tenido y que se fue diluyendo cuando al concepto se le empezó dar un sentido puramente agrícola y parcelario. Se trata de una restitución que hace explícitas dimensiones jurisdiccionales, étnicas, ecológicas, bioculturales y de gestión que han estado siempre contenidas en la interminable lucha de los pueblos por la tierra.
¿Y los jornaleros de San Quintín? ¿Es que ellos no defienden territorios? En realidad sí. Los piscadores de Baja California defienden los territorios del cuerpo. Trabajar 14 horas diarias al sol cosechando a destajo jitomate, pepino o fresa; dormir en galerones insalubres; carecer de servicios médicos; si eres mujer, sufrir el acoso sexual de los capataces… y todo por un salario miserable, es una agresión a tu cuerpo y una ofensa a tu dignidad. El de los trabajadores del campo es un cuerpo invadido, humillado, envilecido… Los agrotóxicos contaminan tierras y aguas, y envenenan también a los que tienen que aplicarlos, y si la agricultura intensiva atenta contra la vida de plantas y animales, atenta también contra el organismo de los que en ella laboran. Defender a la vida es defender en primer lugar la vida de las personas. La madre naturaleza empieza en nuestros cuerpos.
¿Dónde termina el aire y empieza el ave? ¿Dónde termina el agua y empieza el pez? ¿Dónde termina el caballo y empieza el jinete? ¿Dónde termina el camino y empieza el caminante? ¿Dónde termina el surco y empieza el labrador? ¿Dónde termina el entorno y empieza nuestro cuerpo? La línea es borrosa porque entorno y cuerpo son un continuum apenas interrumpido por la piel. Por eso defender la tierra es defendernos a nosotros mismos.
Fuente: La Jornada del Campo