Repensar (la producción d-)el pan, repensar (nuestra relación con) la tierra
El siguiente trabajo busca dotar de estatuto teórico político a las prácticas agrícolas que tienden a la autonomía y re-comunalización alimentaria como eje sobre el cual repensar la propia idea de Reforma Agraria, no ya como reparto de la tierra sino como re-entramarse en la tierra en forma de comunidades. Entendemos que en las agroculturas se disponen posibilidades ciertas de emancipación de la actual dinámica capitalista, siendo que allí se abren otras perspectivas ontológicas para las prácticas políticas que el tiempo del Capitaloceno demanda.
Repensar (la producción d-)el pan, repensar (nuestra relación con) la tierra.
Clave para una renovación (y radicalización) del pensamiento crítico y las energías
revolucionarias
INTRODUCCIÓN
La relevancia política de la problemática agroalimentaria ha sido insuficiente y superficialmente considerada por cierta tradición de izquierda. Nos referimos, específicamente, a las corrientes que fueran impregnadas por las concepciones evolucionistas y tecno-productivistas de la historia y las sociedades humanas y que, luego –tras el decisivo experimento stalinista– se consolidarían como la izquierda “oficial”. Para ésta –desde sus comienzos hasta nuestros días–, la cuestión agroalimentaria ha sido generalmente marginalizada, cuando no, directamente ignorada; sobre todo, en sus consideraciones sobre los sujetos y el modo de concebir los cambios políticos.
En el siglo xix, muchos de los análisis clasistas veían en el campesinado un sector anacrónico, una clase “en vías de extinción”. El proletariado industrial concentraba todas las miradas en cuanto sujeto histórico revolucionario ‘destinado’ a ser el partero que pusiera fin al capitalismo y diera a luz una nueva era política en la historia de la humanidad. Si esas visiones eran ya polémicas en aquella época, hoy resultan francamente inadmisibles. En pleno siglo xxi, diversas evidencias históricas y perspectivas de análisis muestran que lo efectivamente anacrónico y lo políticamente perimido han resultado ser justamente aquellas visiones de una izquierda prometeica, afiliadas a la religión del “progreso indefinido”, a la fe ciega en la neutralidad política del “desarrollo tecno-científico” y, sobre todo, aferradas a una concepción determinista de la historia.
Por un lado, centrando la atención respecto a los sujetos del cambio, si algo nos enseña la historia política de la Modernidad es que las grandes revoluciones de esta época fueron protagonizadas no por “trabajadores de las fábricas” sino por “trabajadora/es de la tierra”. Empezando por la propia revolución rusa (e incluso, la misma revolución francesa) y siguiendo por las revoluciones mexicana y china, hasta la revolución cubana y la sandinista, todas ellas estuvieron motorizadas por vastos grupos poblacionales básicamente dedicados a la (auto)producción de alimentos.
Por otro lado, en cuanto al modo de concebir los cambios, también parece hoy ya caduca la idea de confiar la esperanza al “desarrollo de las fuerzas productivas”. En el siglo xxi no resulta admisible pasar por alto la indeleble huella de destructividad y contaminación a gran escala espacio-temporal dejada por el tan mentado “progreso tecnológico” de la modernidad capitalista. Suponer que sería posible desligar y neutralizar los efectos de destrucción y contaminación inherentes al metabolismo urbano-industrial del capital para redireccionarlo hacia una sociedad justa, igualitaria y sustentable; pensar que la “aceleración” de ese mismo curso de “desarrollo”, que ese mismo patrón tecnológico, generará la solución a los problemas que ha creado, se parece más a una apuesta ciega que a una vía racional, política y razonablemente fundamentada de concebir/construir el cambio.
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Fuente: Bajo el Volcán