Reencantar el mundo
El feminismo y la política de los comunes
Dedicar un libro a la política de los comunes se puede interpretar como una muestra de ingenuidad ahora que las guerras nos rodean, la crisis económica y ecológica devasta regiones enteras y resurge el supremacismo blanco, el neonazismo y las organizaciones paramilitares, que actualmente operan con una impunidad casi absoluta en cualquier lugar del mundo. Pero es esa misma sensación de estar viviendo al pie de un volcán la que hace que sea incluso más importante reconocer que, entre tanta destrucción, está creciendo otro mundo, del mismo modo que crece la hierba entre las grietas del pavimento urbano, retando a la hegemonía del capital y el Estado y afirmando nuestra interdependencia y nuestra capacidad de cooperar.
Aunque se exprese de distintos modos ―commoning, el común, comunalidad [en castellano en el original]―, el lenguaje y la política de los comunes constituyen hoy la expresión de ese mundo alternativo. Porque lo que representan los comunes en esencia es que se ha asumido que la vida no tiene sentido en un mundo hobbesiano, en el que cada persona compite con todas las demás y la prosperidad se alcanza a expensas de otras personas, y que así nos dirigimos hacia el fracaso asegurado.
Este es el sentido y la potencia de las muchas luchas que se están librando en todo el planeta para combatir la expansión de las relaciones capitalistas, defender los comunes existentes y reconstruir el tejido comunitario destruido durante años de asedio neoliberal sobre nuestros medios de reproducción más básicos.
Durante estos años se ha desarrollado un vasto corpus de bibliografía sobre esta materia, con el que tengo una gran deuda. Pero mi principal inspiración al tratar los comunes proviene de las experiencias que viví cuando me dediqué a la enseñanza en Nigeria, a principios de la década de los ochenta, y de lo que aprendí sobre los movimientos sociales y las organizaciones de mujeres que conocí tiempo después en América Latina. En los meses que pasé enseñando en la universidad de Port Harcourt a lo largo de tres años, pude darme cuenta de que buena parte del territorio que recorría en bicicleta para ir a la escuela o al mercado seguía siendo de propiedad comunal; también aprendí a reconocer las huellas que había dejado el comunalismo en la cultura, costumbres y hábitos de las personas que conocía.
Ya no me sorprendía, por ejemplo, cuando veía a un estudiante coger comida del plato de un amigo al entrar a un mama-put o cuando veía a las mujeres trabajar la tierra al borde de la carretera, reapropiándose así de las tierras que se les habían expropiado para construir el campus, o cuando veía cómo mis colegas negaban con la cabeza al saber que la única seguridad con la que yo contaba era un salario y que no tenía ningún pueblo al que volver, ni comunidad que me ayudara si llegaban malos tiempos. Lo que aprendí en Nigeria tuvo un efecto profundo en mi pensamiento y en mi postura política.
En consecuencia, durante años, la mayor parte de mi trabajo político en Estados Unidos se centró en luchar junto a mis colegas de África contra la supresión de la educación gratuita en casi todo el continente, tal y como exigía el Fondo Monetario Internacional (FMI) en su «programa de ajuste estructural», y participar en las campañas del movimiento antiglobalización. Durante este proceso, entré en contacto con la literatura sobre los comunes producida por feministas como Vandana Shiva y Maria Mies. Las leí en la época del levantamiento zapatista, cuando escribía sobre la lucha de las mujeres contra los cercamientos en la Europa del siglo xvi, y este encuentro con el trabajo de Shiva y Mies me mostró nuevos horizontes políticos.
Durante la década de 1970 me había movilizado por el salario para el trabajo doméstico, concebido como la estrategia feminista más adecuada para acabar con el «regalo» del trabajo no remunerado que hacen las mujeres al capital y para iniciar un proceso de reapropiación de la riqueza que las mujeres han producido mediante su trabajo. El relato de Shiva sobre el movimiento Chipko y su descripción de la selva india como un sistema reproductivo completo ―que proporciona alimento, medicina, techo y nutrimento espiritual― amplió mi perspectiva sobre lo que podía constituir la lucha feminista por la reproducción.
Durante los últimos años, cuando he conocido la lucha de las mujeres en América Latina ―indígena, campesina, villera [en castellano en el original]― me he terminado de convencer de que la reapropiación de la riqueza común y la desacumulación de capital —los dos objetivos principales del salario para el trabajo doméstico— se podrían conseguir igualmente y de manera más eficaz si se desprivatizara la tierra, el agua y los espacios urbanos y se crearan formas de reproducción basadas en la autogestión, el trabajo colectivo y la toma de decisiones colectiva.
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Fuente: Traficantes de Sueños