¿Qué hacemos con el mundo rural? Desindustrializar y desmercantilizar el campo ante la emergencia climática

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- Foto de EFE.

Cada vez parece más difícil negar la evidencia de que atravesamos una crisis climática sin parangón en la historia de nuestra especie. Desde los movimientos sociales, pasando por los medios de comunicación e incluso los órganos de gobierno, todos coinciden en la necesidad de atender a una emergencia climática que ha venido para quedarse a no ser que tomemos medidas contundentes. Sin embargo, estas declaraciones de emergencia tienen al menos dos puntos flacos.

El primero, no entender con la profundidad necesaria que lo nuestro es una crisis climática, sí, pero es mucho más. Lo nuestro es una crisis de civilización: crisis energética (los combustibles fósiles han entrado en un declive lento pero imparable), una crisis de Gaia (la destrucción del tejido de la vida avanza un ritmo desmesurado, poniendo en tela de juicio la estabilidad ecosistémica), una crisis de desigualdad (la brecha entre los más ricos y los más pobres no deja de crecer), una crisis de imaginación (parece imposible pensar más allá del dogma y la letanía del desarrollo económico y la industrialización), una crisis política (nuestras instituciones han demostrado su déficit de democracia, su naturaleza oligárquica), etc.

El segundo gran problema es la alarmante ausencia de respuestas concretas ante esa supuesta emergencia. En un reciente trabajo de Ecologistas en Acción, el informe " Escenarios de trabajo en la transición ecosocial 2020-2030", se advierte que para alcanzar las reducciones recomendadas por la ONU para no superar el límite ya inseguro de los 1,5° (para España, y atendiendo a criterios de justicia ecológica, en torno una reducción del 68% en 2030 y una descarbonización total en 2050) es imprescindible realizar transformaciones drásticas en todos y cada uno de los sectores productivos de nuestro país. Desde el transporte, pasando por la construcción y acabando con el turismo. Todo tiene que cambiar en la senda de los horizontes de decrecimiento que gran parte del movimiento ecologista lleva décadas defendiendo.

Y uno de los sectores más sensibles, y cuyas transformaciones son más urgentes, es precisamente el agrícola y ganadero. En el mismo informe anterior se puede observar que el sector de la alimentación (ganadería, agricultura, pesca, etc.) es el cuarto más emisor de toda nuestra economía (eso haciendo lo que nadie hace, contabiliza las emisiones asociadas a las labores de cuidados, sin ellas subiría hasta el tercer puesto). La sobremaquinización de la agricultura o el abuso de pesticidas y fertilizantes químicos ha convertido una actividad que de manera natural debería ser una fuente de energía (un proceso de metabolización de la energía solar para obtener alimento) en un sumidero, dependiente por tanto del suministro barato de combustibles fósiles y de las actuales cadenas de transporte. Y es que, si a las emisiones asociadas de forma directa a la producción de alimentos se le añaden aquellas necesarias para su transporte, distribución y desecho, la conclusión no admite réplica: comer hoy implica poner en jaque la estabilidad climática de nuestro planeta.

Pero la agricultura y la ganaderías industriales no son únicamente insostenibles por sus emisiones de gases de efecto invernadero. Si atendemos a las advertencias del  equipo de  Rockström  en Estocolmo, la sociedad capitalista industrial actual está sobrepasando a un ritmo exponencial muchos de los límites naturales de nuestro planeta. El climático, sin duda, pero en mucha mayor medida el límite de reposición natural de nuestros suelos, ligado a los ciclos del fósforo y del nitrógeno. De hecho, la única extralimitación mayor que esta es la asociada a la pérdida de biodiversidad, cuya magnitud y gravedad supera las escalas de medición.

El nacimiento de la agricultura de monocultivo y la ganadería industriales rompió la simbiosis entre agricultura y ganadería extensiva que durante siglos había garantizado la reposición de la fertilidad de los suelos sin necesidad de concurrencia de insumos exteriores. La producción industrial de alimentos lleva casi un siglo poniendo al límite a unos suelos que, para mantenerse fértiles ante las nuevas exigencias productivas, primero tuvieron que recurrir al guano, y después a los fertilizantes de síntesis. Todo ello mientras la ganadería industrial o la deficiente gestión de los residuos de nuestra sociedad convertía lo que podría haber sido abono en tóxicos. Sólo hace falta ver al nivel de contaminación de las aguas generado por los purines de las macrogranjas de cerdos que inundan nuestro territorio en una dinámica extractivista que aprovecha el vaciamiento de nuestros pueblos para extraer beneficios.

Así, la ganadería y agricultura industriales devastan nuestro territorio ya que al saturar los suelos de químicos contaminan las aguas y aceleran su erosión y desertificación (de media se calcula que España pierde tres toneladas de suelo fértil por hectárea al año). Suelos tan saturados de químicos que son ya incapaces de regenerarse de manera espontánea . Pero la industrialización del campo no nos ha conducido sólo hacia la insostenibilidad, sino que ha producido un auténtico maremoto socio-económico, un genocidio antropológico implacable.

La mal llamada modernización del mundo rural, en España y en el resto del mundo, tuvo como condición de posibilidad la culminación de los procesos de disolución comunitaria y mercantilización de la producción de alimentos que llevaban en marcha desde hacía al menos un siglo. La tradicional agricultura de subsistencia, dirigida al sostenimiento de la vida y no a la producción de beneficios, desapareció al expropiarse los bienes comunes que la sustentaban y generarse monopolios que hicieron de la producción de alimentos uno de los sectores capitalistas más rentables del mundo entero. Y con ella, desapareció todo un mundo, el campesino, que hasta entonces había supuesto un otro epistemológico, simbólico, económico e imaginario. Un tipo antropológico bien distinto al del hombre moderno.

La particularidad del proceso de mercantilización de la agricultura y la ganadería es que su automatización se ha encontrado con muchas dificultades históricas. La resistencia de los propios campesinos ante la destrucción de su modo de vida se unió a la dificultad intrínseca de mecanizar procesos que, por naturaleza, constituían un ejemplo muy acabado de simbiosis con las dinámicas de la vida. Quizá uno de los legados más exquisitos y hermosos de aquél Neolítico del que Mumford nos hablaba en "El pentágono del poder". Ese proceso de co-evolución de las sociedades humanas y el resto de Gaia que permitieron la constitución de las sociedades campesinas e indígenas.

Y con el tractor llegaron los créditos bancarios, el salario, la especialización productiva. Y una vez disuelta la comunidad y en pos del acrentamiento de las ganancias, llegó la burocracia: impuestos, medición, concentración parcelaria… Hoy el campo se enfrenta cada vez más a la constitución de monopolios que convierten a los agricultores en simples empleados o arrendatarios de grandes multinacionales que suministran las semillas, los insumos químicos y que amenazan cada día más a cada agricultor con su pronta sustitución por un robot que automatizará sus tareas. Todo ello mientras el Estado informatiza y monitoriza cada uno de sus movimientos en pos de la trazabilidad, la higiene y la eficiencia.

Los paisajes históricos se erosionan para adaptarlos al ritmo de las nuevas máquinas, los olivares centenarios se arrancan de raíz para dejar paso a las espalderas robotizadas, los agricultores renuevan una y otra vez hipotecas que, para poder mantener su competitividad en el mercado mundial de los alimentos (acoplado inevitablemente al de los combustibles fósiles), invierten en modernizar compulsivamente sus explotaciones, que ya más que granjas o campos de cultivo se han convertido en verdaderas fábricas de alimentos.

Y es precisamente ese modelo el que no se pone en cuestión en las recientes movilizaciones de los trabajadores fabriles del campo que se han sucedido esta última semana. Cuando organizaciones como la UPA, Asaja y COAG centran sus reivindicaciones en los bajos precios en origen y en las agresivas ofertas de los supermercados, callan frente a la insostenibilidad e indeseabilidad de un modelo industrial que les ha convertido en esclavos de las imposiciones del Estado y de las grandes multinacionales agrícolas. Cuando el ministro de agricultura, Luis Planas, declara que que ni la Constitución ni la UE le permiten intervenir y regular las normas de competencia, deja claro que la agricultura es una pieza más dentro del macabro juego del mercado.

Y mientras tanto, el discurso sobre la España Vaciada no entiende que el mundo rural hoy no necesita reindustrializarse, como defendía la ministra Ribera en sus recientes visitas a Zamora y León en sendos actos sobre la despoblación. Nuestro mundo rural nunca ha estado tan industrializado como hoy. Tampoco es de recibo centrar el debate en la supuesta incidencia de la subida del salario mínimo en el empleo agrario, que pese a ni siquiera encontrarse entre las reivindicaciones de la UPA ha supuesto el centro del intento de capitalización de este conflicto por parte de la extrema derecha de Vox.

Hacer las paces con Gaia hoy, y evitar en el camino la desestabilización total de nuestro sistema climático, pasa por reconstruir un metabolismo rural. Una economía verdaderamente circular tendrá que emular los modos de producción campesinos, su sabiduría a la hora de cerrar los ciclos y subsistir perdurablemente haciendo uso de los recursos cercanos. Eso, entre otras muchas cosas, implica volver a apostar por una producción de alimentos necesariamente agroecológica y desindustrializada. Una producción de alimentos que llene nuestros pueblos de cooperativas dedicadas a la agricultura de policultivo y a la ganadería extensivo. Una reconstrucción de nuestro territorio que lo defienda ante el extractivismo, que lo proteja de toda dinámica industrializadora, y además permita reconstruir vidas  autónomas en lo político, lo individual y lo material desde las que resistir a las sombras que los convulsos tiempos de colapso ecosistémico arrojan ya hoy.

Fuente: El Diario.es

Temas: Agricultura campesina y prácticas tradicionales, Crisis climática

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