Panamá: Valor y significado de las semillas nativas o criollas
"No cabe duda alguna que las semillas nativas o criollas, desempeñan un papel fundamental en la alimentación mundial y representan un componente esencial de nuestra biodiversidad, tanto natural como cultural".
Por Pedro Rivera Ramos.
Desde los orígenes de la agricultura, las semillas han desempeñado un papel decisivo en asegurar, no solo la existencia de todo lo vivo sobre la Tierra, sino que han configurado desde ese tiempo, casi todo el desarrollo ulterior de esta actividad milenaria. Ellas han sido los componentes centrales de los sistemas productivos, el sustento esencial de las cosechas, un refugio de historia y cultura, la garantía y soporte de interdependencia entre pueblos, comunidades y semillas.
De modo que las semillas son mucho más que un recurso de la agricultura destinado a la reproducción de las especies vegetales y a la producción de alimentos. Son parte ancestral de una cosmovisión de los pueblos indígenas y las comunidades campesinas, que las incorporaron colectivamente a sus valores, saberes, creencias y cultura y con las que han establecido una relación histórica tan sagrada como mística, que resiste asombrosamente el paso de los tiempos.
Por eso son perfectamente entendibles los procesos de resistencia que se levantan en todo el mundo, contra los intentos de apropiación privada de las semillas, la extinción acelerada de las variedades locales o criollas, la homogenización de los sistemas agrícolas o el uso de las semillas industrializadas como instrumentos de control y dominación, no solo de los pueblos rurales y sus comunidades, sino de todo el sistema alimentario mundial.
A contrapelo de los defensores a ultranza de la agricultura y semillas industriales, las semillas nativas o criollas son parte esencial y central de las cadenas alimentarias y en la conservación de su variabilidad y diversidad, no solo se hallan las claves principales para contener el proceso gradual de erosión genética vegetal que tiene lugar, sino la garantía de que el futuro alimenticio de toda la humanidad, no esté comprometido. Así que estas semillas que durante cientos de generaciones fueron domesticadas, criadas, utilizadas, custodiadas e intercambiadas libremente, son las verdaderas responsables de asegurar la riqueza, nutrición y diversidad alimentarias de nuestros pueblos y comunidades.
Con tan solo el 25% de la tierra agrícola mundial y apoyándose básicamente en sus semillas tradicionales y sistemas de cultivos inspirados en la naturaleza, se estima que los campesinos y los indígenas siguen produciendo en el mundo no industrializado, hasta el 80% de todos los alimentos que allí se consumen. Pese a este innegable y valioso aporte que las semillas criollas hacen en la producción de alimentos y que llegan a cubrir entre las comunidades locales casi el 70% de su demanda mundial, ellas siguen siendo amenazadas, perseguidas y hasta criminalizadas, por un sistema que aboga por la uniformización y estandarización de la agricultura y cuyo énfasis actual se asienta en el monocultivo, las semillas comerciales y transgénicas, los plaguicidas químicos, los derechos de propiedad intelectual, la certificación y las leyes mercantilistas de la UPOV sobre semillas.
Hoy, en gran parte del planeta, las semillas criollas siguen constituyendo el componente fundamental, para la construcción de la soberanía alimentaria de nuestros pueblos, aun cuando las mismas casi han desaparecido -resultado del excesivo control corporativo de la agricultura- de un continente como Europa, que parece no haber aprendido nada de algunas lecciones del pasado, como la hambruna irlandesa de la papa que padeció en 1846 o el gran desplome de la cosecha soviética del trigo entre 1972-1973.
La agricultura actual y sus corporaciones, hace ya mucho tiempo identificaron el inmenso valor que tienen las semillas para el control del sistema alimentario mundial. Por eso, en un intento por homogeneizar completamente la actividad agrícola, invierten cuantiosos recursos económicos para que los agricultores renuncien al cultivo de sus semillas tradicionales y así las mismas, se extingan definitivamente, dando paso de ese modo, al uso forzoso de sus semillas industrializadas y al paquete tecnológico del que forman parte.
Esta perversa conducta ha hecho que más de un 90% de nuestra alimentación, solo descanse peligrosamente en la explotación de unas quince especies vegetales y ocho de animales; mientras que el 75% del mercado mundial semillero está en manos de diez grandes corporaciones, relacionadas además, con la industria veterinaria y farmacéutica, de las cuales tres (Monsanto, Dupont y Syngenta), controlan actualmente más del cincuenta por ciento.
En nuestro país muy poco se ha hecho o se hace entre las instituciones vinculadas al sector agropecuario, para proteger, reproducir y conservar las semillas nativas, criollas o tradicionales. Algunos proyectos marginales sin seguimiento, sin apoyo efectivo y de poco impacto, han tratado de conseguir que los directivos de la agricultura panameña, reconozcan la importancia y necesidad de priorizar y atender este recurso tan valioso, de nuestro patrimonio vegetal. Sin embargo, el énfasis en este sector sigue siendo el fomento y respaldo de la agricultura de altos insumos y la apuesta por soluciones químicas, tecnológicas, y ahora también transgénicas, a nuestros principales problemas agropecuarios.
No cabe duda alguna que las semillas nativas o criollas, desempeñan un papel fundamental en la alimentación mundial y representan un componente esencial de nuestra biodiversidad, tanto natural como cultural. Por eso es necesario que se fortalezcan los programas de recuperación, protección y uso de estas semillas, donde éstos existan; así como recurrir a la creación urgente de otros, donde se carezcan. Las semillas no tienen por qué ser ni homogéneas ni estables, cuando la propia agricultura ni siquiera lo es. Por otro lado, el enfoque reduccionista y homogeneizador que ha venido prevaleciendo en las concepciones agrícolas, no tiene nada de sabio ni de científico, solo pone de manifiesto la histórica soberbia y desprecio, que tan a menudo exhiben los apologistas de la agricultura industrial, ante las enseñanzas, conocimientos y prácticas agrarias innegables de la agricultura tradicional y sus semillas nativas.
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