Nos comemos el mundo: Deuda Ecológica y soberanía alimentaria
La semana pasada estuve en Valencia y aprovechamos para ir a comer a la playa de la Malvarrosa. Una paella, faltaría más. La paella contenía arroz proveniente de Indonesia, camarones de Ecuador y la India, calamares de Argentina, pollo alimentado con maíz brasileño, conejo alimentado con soja boliviana, verduras de Marruecos, espárragos de Perú y Chile y todo eso con cariño y a fuego lento... con gas que nos llega desde Argelia. Para terminar, un café ugandés con azúcar dominicano y en el centro de la mesa unas flores colombianas. ¿Nos estamos comiendo el mundo?
Nuestros hábitos de consumo alimentario no son neutros, tienen consecuencias. Para abastecernos de esa magnífica paella necesitamos que alguien nos proporcione los alimentos necesarios, y ese alguien muchas veces se sitúa en los países empobrecidos. Existe de manera creciente en los últimos años un flujo alimentario que viaja desde las zonas productoras con menores costes monetarios (aparentes) hasta las zonas consumidoras con mayor poder adquisitivo, del Sur al Norte, de la periferia al centro económico. Pero eso tiene consecuencias sociales y ambientales. Negativos efectos sociales y ambientales que sufren las regiones empobrecidas más allá de nuestras fronteras pero que tienen su origen dentro de ellas.
Este flujo alimentario se basa en un modelo rural y productivo de alimentos englobado bajo el término de monocultivos de exportación, y es ese modelo el principal responsable de realidades como la deforestación, contaminación de ecosistemas, destrucción de biodiversidad, pobreza, subnutrición, migración campo-ciudad, destrucción de la agricultura familiar, etc.
El ciclo de la soja
Soja, pescados, frutas, azúcar, cereal, etc. todo esto forma parte de la red y flujos alimentarios mundiales. Pongamos ejemplos y datos a este marco teórico con el ejemplo más importante cuantitativamente: la soja.
Europa, y de manera especial España, es altamente demandante de soja para alimentar a su ganadería. España ocupa el quinto puesto en el ranking de los importadores mundiales de soja. El 94 por ciento de esa leguminosa se destina a consumo animal, a la producción de huevos, leche y carne1 a través de los piensos que utilizamos para su alimentación. Prácticamente toda la soja que utilizan España y Europa la deben obtener del exterior y las cantidades asustan: el 46 por ciento de todas las importaciones agroalimentarias europeas son soja. ¿De dónde? De EE UU y, sobre todo, de Brasil y Argentina.
En Suramérica existe un Soja Valley, un vasto territorio dedicado en exclusiva al monocultivo de soja para alimentar a nuestros cerdos, vacas y avicultura. Pero ese monocultivo es selectivo y agresivo. Es selectivo en el entorno que crea: para exportar grandes cantidades de un solo producto (soja) se deforestan ecosistemas enteros con el objetivo de obtener los terrenos óptimos para el modelo agroexportador2, y agresivo, ya que se utilizan técnicas agrícolas altamente intensivas y contaminantes (los plaguicidas se utilizan en altas dosis y se administran muchas veces desde el aire con avionetas), se contaminan aguas y tierras y se produce una erosión del suelo agrícola espectacular3 que hace que en 5-6 años el suelo sea infértil y solamente continúe produciendo gracias a seguir administrando fertilizantes químicos, no a la propia actividad del suelo agrícola.
¿Quién debe a quién?
La pérdida de ecosistemas únicos avanza al mismo ritmo que la demanda de soja española, europea y mundial. Hoy en día España necesita un territorio igual al de Cataluña para obtener toda la soja que consume, pero ese monoterritorio sojero, contaminado, deforestado y erosionado se encuentra entre Argentina y Brasil, no aquí. No lo vemos, pero evidentemente está. Ese desastre ecológico está en Suramérica pero tiene su origen en nuestro consumo, nuestras empresas y nuestros Gobiernos, que crean el marco propicio para ese flujo alimentario. Entonces estamos en deuda, en Deuda Ecológica.
Si monetarizamos, aunque solamente sea para visualizarlo mejor, parte de ese efecto ambiental (deforestación, contaminación de aguas con nitratos y erosión de las hectáreas que España importa de soja situadas en Argentina) vemos que debemos más de 165 millones de euros, el 40 por ciento de la Deuda Externa de Argentina con España. ¿Quién debe a quién?
Pero existe otro factor. ¿Qué pasa socialmente con estas monoproducciones exportadoras? ¿Tienen efecto social? Evidentemente sí. Buena parte de los países empobrecidos destinan su sistema agrario no para producir alimentos para su población (con altos porcentajes de subnutrición y hambre) sino para producir lo que nos interesa a nosotros, les ocupamos su sistema agrario y lo condicionamos para que responda a nuestras necesidades y, especialmente, a las necesidades de nuestras empresas agroalimentarias. Desaparece la soberanía alimentaria de estos países y regiones. Se vuelven dependientes alimentarios a la suerte del vaivén del mercado internacional de materias primas alimentarias.
Los monocultivos de exportación son selectivos tanto en relación con quién produce esos alimentos como con quién se queda con el beneficio monetario. En el negocio de la producción, de los 6 millones de toneladas de soja que importa España no hay lugar para la agricultura familiar argentina o brasileña. Son grandes corporaciones de oligarquía local o internacional quien los produce. Son estas mismas u otras del mismo corte las que los exportan de allí a aquí. Pero al mismo tiempo que exportan soja, exportan el beneficio monetario y dejan en las zonas productoras un medioambiente moribundo y una estructura agraria familiar destruida, una población rural sin tierra ni recursos para producir alimentos y empieza una migración rural-urbana en busca de alguna opción vital. Las bolsas de pobreza que circundan las grandes urbes latinoamericanas tienen buena parte de su origen en el campo y su expulsión forzada (violentamente o no) por los monocultivos exportadores. Argentina ha descendido su consumo de huevos y carne mientras no para de crecer la producción-exportación de soja. Su agro a nuestro servicio, no al suyo.
La función de la agricultura debe ser alimentar a la población, no su especulación monetaria. Por encima del beneficio empresarial está el derecho a la alimentación de las personas. La generación de una Deuda Ecológica y la pérdida de soberanía alimentaria van íntimamente ligadas y muchas veces asociadas a los monocultivos exportadores. Pero para exportar hace falta alguien que importe. Y quien importa somos nosotros, nuestras empresas y Gobiernos. Debemos situar el foco en el análisis de la importación para cambiar los efectos de la exportación. Y ese foco nos ilumina hasta cegarnos. Perdonadme la boutade, no sé si “cambiaremos el mundo” pero de entrada, intentemos no comérnoslo. Hay dos buenas noticias; una, que hay alternativas para casi todos los casos de monocultivos exportadores y la otra, que casi todas dependen de nosotros.
Ferrán García Moreno es coordinador de la Campaña No te comas el mundo . Este artículo ha sido publicado en el número 18 de la edición impresa de Pueblos, septiembre de 2005, pp. 51-52.
Fuente: Revista Pueblos