Necesitamos una transición ambiental para la reproducción de la vida
¡Ante la intensificación de la crisis ecológica, no hemos dejado de actuar! Nos juntamos para hacer, proponer, construir, sanar, reorganizar. Con el conocimiento que da la cercanía con la tierra, las propuestas de pueblos y organizaciones ambientales son claras, contundentes y efectivas: luchas por dejar los hidrocarburos en el subsuelo, enfoques culturales regenerativos que se oponen al extractivismo, agricultura campesina para enfriar el planeta, perspectivas donde la energía se entiende como un bien común al servicio de la construcción de proyectos de vida. Una a una, estas visiones se enfrentan a las causas reales de la crisis al resolver desde las bases el antagonismo inherente entre la reproducción de la vida y el modelo económico capitalista de la muerte que nos ha traído al lugar en el que estamos hoy.
Son ya varias décadas en las que organizaciones sociales y ambientalistas de todo el planeta denunciamos de manera insistente los efectos directos que sobre la naturaleza impone un sistema económico que desprecia la vida, ¡y lo vamos a seguir haciendo!
La intensificación del capitalismo en su fase neoliberal a escala planetaria coincide en el tiempo con la crisis ecológica (desde el protocolo de Kioto las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) han aumentado en más de un 50%). El calentamiento global es un hecho conocido en detalle por la ciencia y por lo menos tres situaciones han sido ampliamente documentadas: i) la temperatura media de la Tierra se incrementa a gran velocidad, sin ningún tipo de asociación a fenómenos naturales; ii) la emisión de gases de efecto invernadero es la causa del calentamiento debido a la quema de combustibles fósiles; iii) los modelos predecían los cambios extremos en las condiciones climáticas que ya hoy presenciamos: desde epidemias de magnitud global, extinción masiva de especies, alteraciones de los patrones de temperatura y cambios drásticos en los regímenes de lluvia y sequía, hasta huracanes, incendios, aumentos del nivel del mar sin precedentes y el colapso del sistema alimentario.
Mientras tanto, en los escenarios políticos internacionales se plantean soluciones a la medida del sistema económico, las obligaciones se postergan, los tiempos se dilatan; se acorta todo margen posible de maniobra. Los únicos que se benefician del actual estado de cosas son la misma absurda minoría de corporaciones e individuos responsables del problema.
Por eso proponemos extender el concepto de aquello que se nombra como cambio climático y cuestionar los discursos que nos impone el marco normativo de la negociación internacional, la “Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático” (CMNUCC, UNFCCC son sus siglas en inglés), y las de los países del Anexo 1 (Potencias coloniales responsables de la crisis), como las Contribuciones Previstas y Determinadas Nacionalmente (NDC son sus siglas en inglés) y los mecanismos de mercado. Pretender resolver un problema de escala planetaria con una herramienta numérica como el conteo de emisiones, es solo una jugada artificiosa de la democracia liberal y de los mecanismos a través de los cuales los estados involucran – o no involucran – a las sociedades en su conjunto. Lo anterior contrasta con lo que evidenciamos a nivel popular: múltiples acciones, procesos y transformaciones que se adelantan en diversidad de territorios, comunidades, organizaciones y lugares, que demuestran que una transición ambiental como la que nos exige la actual situación está en marcha por fuera de las lógicas de los acuerdos y sus mecanismos de mercado.
También queremos llamar la atención sobre aquello que estamos nombrando como transición energética. Si bien el debate sobre cambio climático se ha centrado en las emisiones de gases de efecto invernadero, particularmente en el dióxido de carbono, no se ha abordado el problema del modelo energético basado en los fósiles. Tenemos claro que el reemplazo de estas fuentes por renovables no convencionales como el sol o el viento, en la misma escala y en esta misma lógica centralizada, concentrada y capitalista, no va a facilitar una verdadera transición ambiental; más bien se convertirá en una reconversión tecnológica que habilita nuevos mercados de consumo y deja intacto el modelo de depredación de la naturaleza (Mies, 2018) y de desigualdad social que nos tiene al borde de la extinción masiva. A esta transición capitalista la denominamos transición extractivista, una falsa propuesta que implica agresivas prácticas de extracción, a escalas inmensas, buscando ahora metales como el cobre, el litio, el cobalto, el oro, la plata, las tierras raras; un aumento del poder corporativo en los territorios, con respaldo en los estados y a costa de los derechos y autonomía de nuestras comunidades. En Colombia, desde el 2012 se han declarado 21 metales como estratégicos y se están creando las condiciones para su extracción, resonando fuertemente el caso del cobre en Quebradona, el primero de esta magnitud.
Es imprescindible afirmar hoy, nuevamente, la necesidad de intensificar nuestro actuar desde las bases populares para proteger el planeta, de sostener nuestras luchas por preservar territorios para la vida; hoy, con mayor ahínco, cuando vemos claramente que los espacios políticos globales de discusión sobre el clima no avanzan en dar soluciones acordes a la magnitud de la problemática, y que han sido tomados por los intereses económicos de los mismos causantes de la devastación.
No es el clima, es la vida
Bajo el término general de crisis climática estamos nombrando muchos más asuntos además del aumento de la temperatura global del planeta, que es tan solo el síntoma de la enfermedad. Estamos hablando de problemas que se manifiestan de maneras distintas en diferentes territorios y contextos: pandemias de origen zoonótico asociadas a la destrucción de ecosistemas, extinción masiva de especies, ruptura de ciclos naturales y desaparición de cuerpos de agua, crisis alimentaria, huracanes de nivel 4 y 5, inundaciones, olas de calor que sobrepasan los 50 grados centígrados, deshielos masivos en la Antártida, sequías de más de un año, incendios, desplazamientos humanos masivos, propagación de dengue, malaria, y en el otro extremo, condiciones respiratorias y de la piel. No es el clima, no es solo un asunto de aumento de la temperatura, son una serie de factores que han sido alterados por la imposición de un modelo económico y político, que no caben en el término “clima”. Hablamos de la ruptura de las condiciones básicas para la subsistencia de la vida humana y no humana; del debilitamiento de las maneras de reproducción de las dimensiones sociales: del acceso a los alimentos, al agua, la posibilidad de que las viviendas cumplan su función protectora; que las personas,hombres y mujeres de carne y hueso, puedan permanecer en sus territorios, en sus municipios, en sus ciudades, trabajando, estudiando, viviendo.
¡Estamos hablando de la vida misma y de las muchas facetas que se pueden perder de vista en medio de la contabilidad de emisiones de carbono! El capitalismo que con su lógica consumista sobrepasa los límites de la naturaleza y propone soluciones hechas a la medida de sus intereses: acuerdos de papel sin ninguna condición de obligatoriedad, que no incorporan de manera efectiva el sentido de urgencia, ni conceptos de equidad o de justicia ambiental. Selvas, aire y agua que se vuelven instrumentos de mercado intercambiables y que sostienen industrias tóxicas en países del norte global para seguir enriqueciendo a unos pocos a costa de la vida de la mayoría.
La “geoingeniería” que a partir de la manipulación de la naturaleza con técnicas cada vez más peligrosas e intensivas en el mismo uso de carbono que quiere anular, propone continuar con la extracción de energía fósil para alimentar el crecimiento económico, la riqueza de unos pocos.
Estas son falsas soluciones que el sistema promociona mientras esconde la realidad: la mitad más pobre de la población mundial genera alrededor del 10% del total de las emisiones totales, y vive mayoritariamente en los países más vulnerables a la crisis climática. En cambio, aproximadamente el 50% de las emisiones puede atribuirse al 10% más rico de la población mundial. La huella de carbono media del 1% más rico podría multiplicar por 175 a la del 10% más pobre (OXFAM, 2019).
No queremos más capitalismo verde: el Acuerdo de París y los mecanismos de mercado
Se afirma desde la institucionalidad que el principal instrumento para enfrentar el calentamiento global es el “Acuerdo de París”, un convenio dentro de la “Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático” que se firmó en 2015 y que pretende establecer caminos para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero a través de estrategias de mitigación y adaptación que comenzarían a aplicarse en el año 2020, al finalizar la vigencia del Protocolo de Kioto. Dice el acuerdo en su artículo 2 que su objetivo es «reforzar la respuesta mundial a la amenaza del cambio climático, en el contexto del desarrollo sostenible y de los esfuerzos por erradicar la pobreza» (CMNUCC, 2019). 146 países han ratificado el acuerdo, ha sido firmado por otros 48 y la crisis se exacerba; perspectivas reales de justicia climática y de acción directa contra la causa raíz de la crisis, en línea con los hallazgos científicos, no se concretan.
Con el “Protocolo de Kioto”, y hasta el “Acuerdo de París”, se trató de implementar una división de países que se ubican en el Anexo 1 (los industrializados que han producido históricamente la mayoría de las emisiones) y en el Anexo 2 (aquellos mal llamados “en vía de desarrollo”), donde los menores aportantes a la crisis exigen compensaciones que necesariamente se relacionan con legados históricos que las antiguas potencias coloniales y contaminadoras se niegan a aceptar. Asimismo, desde las primeras negociaciones se construyeron los perversos “mecanismos de flexibilidad” cuyo único objetivo es continuar con la doctrina del crecimiento económico y dejar la “solución” a la mano invisible del mercado, ignorando las advertencias científicas y de la sociedad civil (Rátiva, 2013).
El criterio sigue siendo mantener el crecimiento económico, entendido además como acumulación de capital. Las negociaciones climáticas no se hacen alrededor de las decisiones y acciones necesarias, sino más bien sobre aquellas que no interfieran con el desarrollo de las actividades económicas a escala global. Desde esta perspectiva, “pagar por contaminar” es la base genética de los mecanismos de mercado que aplican la lógica de comprar y pagar por la contaminación producida, abriendo el camino a la economía verde, que vende contaminación evitada. Dicho de otra manera, es simplemente ponerle precio a las actividades no contaminantes para contabilizar la contaminación que es susceptible de ser comprada. Mientras cualquier intento de solución de la crisis debe pasar necesariamente por la abolición de un sistema dependiente de las energías fósiles, los mecanismos de mercado (por ejemplo, los “Bonos de carbono”), hacen que la discusión sobre la crisis ecológica se haga abstracta e inentendible, y, por tanto, útil a los mismos intereses contaminadores.
La contabilidad de emisiones, otro gran engaño: las Contribuciones Determinadas Nacionalmente (NDC)
Otro punto oscuro del “Acuerdo de París”, son las llamadas “Contribuciones Determinadas Nacionalmente”. Se trata de que cada país firmante trace una contribución en disminución de emisiones en un intervalo de tiempo que en general ayude a lograr el objetivo de “mantener el aumento de la temperatura media global muy por debajo de 2 grados centígrados con respecto a los niveles preindustriales” (CMNUCC, 2019). Aunque el acuerdo solicita e invita a que estas contribuciones sean «ambiciosas», estas son decisiones autónomas en cada país, no son obligatorias bajo ningún orden jurídico internacional, ni están asociadas a algún tipo de mecanismo que fuerce a establecer acciones inmediatas o que acarree algún tipo de sanción si la contribución establecida no se lleva a cabo.
Ningún Estado está en capacidad de comprometer reducciones de emisiones realmente ambiciosas, ya que las corporaciones no están dispuestas a dejar de contaminar, y las amenazas de pérdida de empleos o de recesión económica, son su chantaje habitual a sociedades y gobernantes de turno. El mercado de carbono y de pago por servicios ambientales les ha evitado la tarea real de reducir sus emisiones para dejar intacto su depredador modelo de negocio. La turbiedad de este sistema hace que haya cifras opacas, abstractas y difíciles de comprobar, lo que se conjuga con las prácticas de ocultamiento, corrupción y lobby que caracterizan a los grandes grupos corporativos. Ninguna confianza se puede tener en el sector financiero e industrial que ocasionó la crisis del 2008, que aún hoy pagamos de nuestros impuestos.
El caso de Colombia nos ilustra sobre la manera en que las “Contribuciones” apuntan a cambios marginales, muchos de ellos solo en el papel, que dejan inalteradas las causas estructurales generadoras de la crisis. Según datos del IDEAM en 2010, Colombia es responsable del 0.46% de las emisiones de gases de efecto invernadero a nivel global, y al mismo tiempo, según se lee en los mismos documentos oficiales, “al tener una geografía diversa y una economía con gran dependencia del clima y del uso y aprovechamiento de los recursos naturales, Colombia es un país altamente expuesto y sensible a los impactos del Cambio Climático” (Ministerio de Ambiente, 2015). Contrastan con la anterior cifra los datos de la organización Climate Accountability Institute (2017) que muestran que las emisiones asociadas solamente a los hidrocarburos extraídos por Ecopetrol desde 1965 hasta 2017 corresponden a 2.578 millones de toneladas (Mton) de CO2 equivalente (CO2 eq), que lo ubican en el puesto 54 de las 100 empresas responsables del 71% de las emisiones globales totales. La estimación de las emisiones del país no tiene en cuenta las cifras correspondientes a las emisiones contenidas ni en los hidrocarburos ni en el carbón extraído que se lleva a mercados internacionales, como si no tuviéramos responsabilidad en el juego global de la extracción de fósiles, y si detenerlo no fuera urgente.
La meta “unilateral e incondicionada” de contribución del país es “reducir sus emisiones de gases efecto invernadero en un 20% con respecto a las emisiones proyectadas para el año 2030”. Para lograrla, se proponen “elementos de mitigación (que le permitan reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero); adaptación (que le permitan disminuir su vulnerabilidad al cambio climático); y medios de implementación (para realizar las acciones en ambos frentes). Para el país la consolidación de su NDC constituye una oportunidad para catalizar esfuerzos a escala nacional y sub-nacional, a través de la planificación de una economía innovadora y competitiva, y a su vez, resiliente y baja en carbono” (Ministerio de Ambiente, 2015).
De nuevo, palabras vacías, objetivos difusos. Es evidente que el Estado ha mantenido una posición complaciente con los mecanismos de mercado, buscando capturar inversiones en proyectos de este tipo que dinamicen la economía verde y disimulen la grave crisis social y ambiental por la que atravesamos. Si miramos el caso de la deforestación, de la cantidad de emisiones de las que Colombia es responsable, el 39% son generadas por dichos procesos, que en su mayoría, buscan la apropiación de tierras para su acumulación. Cuando sabemos que la preservación de nuestros ecosistemas es una condición esencial para sobrevivir en un país “altamente expuesto y sensible a los impactos del Cambio Climático”, el “Plan de Desarrollo” del gobierno de Iván Duque (2018-2022) plantea reducir la deforestación en un 30% a partir de las proyecciones del IDEAM, lo que significaría que para 2022, ¡Tienen previsto que se deforesten más de 1 millón de hectáreas! Adicionalmente, pretende también la explotación tanto de yacimiento no convencionales (fracking en lutitas y gas en mantos de carbón), como proyectos costa afuera en aguas ultra-profundas, y de carbón térmico (Departamento Nacional de Planeación, 2019). Mientras comunidades, organizaciones ambientalistas y amplios sectores de la sociedad exigimos dejar las energías fósiles en el subsuelo, el Estado colombiano propone incorporar una cantidad de reservas cercanas a los 9.000 millones de barriles y 10 trillones de pies cúbicos de gas por medio de “fracking”, que corresponderían a aproximadamente 3.870 millones de toneladas de CO2; cifra que hace ver ridículas las “Contribuciones Nacionales Determinadas” que pretenden bajar de 330 a 270 millones de toneladas de CO2 en 2030. Además, el país se encuentra en mora de determinar la contribución de las grandes hidroeléctricas al cambio climático por la vía de generación de metano en los embalses y la deforestación asociada a la “limpieza” de las zonas a inundar y obras conexas, como apertura de vías y construcción de campamentos, entre otras. La meta de Colombia del sector energético es explotar al máximo posible el potencial hidroenenergético que con las represas construidas hasta ahora no supera el 15% de dicho potencial. ¡Qué hipocresía!
Ampliemos el Anexo Cero: los pueblos ya estamos cambiando el sistema
Como respuesta el Acuerdo de París en el 2015, a la Conferencia de las Partes y a todo el andamiaje de las Convención Marco de Naciones Unidas para el Cambio Climático que se financia y negocia con los sectores corporativos petroleros, automotrices, de agroindustria, farmacéuticos, y por, supuesto, financieros, planteamos la ampliación del concepto de Anexo Cero, una propuesta original de Oilwatch en el 2015 para destacar las luchas que pretendían dejar el crudo en el subsuelo.
En esta ampliación del Anexo Cero nos encontramos:
• Quienes practicamos la agricultura ecológica campesina y la reforestación
• Quienes mantenemos los bosques y las selvas sin necesidad de ponerles rejas, ejércitos o drones
• Quienes consumimos y cuidamos el agua sin represarla, sin contaminarla
• Quienes hacemos uso del transporte público, de la bicicleta, los que caminamos
• Las comunidades y organizaciones que procesamos y comercializamos alimentos a escala humana en nuestras aldeas, pueblos, comarcas y departamentos
• Quienes hemos implementado soluciones tecnológicas a nivel local para acceder a la energía eléctrica, a la cultura, al conocimiento
• Los custodios de semillas que protegemos la biodiversidad
• Los que en las ciudades defendemos la agricultura urbana y tenemos iniciativas de compostaje
• Los gestores comunitarios del agua
• Quienes luchamos por la pervivencia de los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos que nos enseñan los caminos del buen vivir
• Quienes buscamos una construcción de formas de institucionalidad popular con carácter colectivo basadas en la autonomía
• Quienes practicamos la economía solidaria
• ¡Los que optamos por sostener la vida!
El Anexo Cero Ampliado tendría que ser asumido como la base material para detener la crisis climática, ambiental y social, que hoy experimentamos desde nuestro encierro.
Tendría que reemplazar los mecanismos financieros que pretenden contabilizar las emisiones producidas y reducidas sin generar ningún efecto perdurable. Tendría que ser una ruta de trabajo entre los estados y la sociedad civil que desestructure el esquema consumista, productivista y desechador. El Anexo Cero Ampliado tendría que ser un punto de partida para la educación y concientización de grandes segmentos de la sociedad que aún no perciben la gravedad de la situación planetaria.
Los cambios no se van a dar si esperamos la buena voluntad de las corporaciones o de los Estados; son las prácticas regenerativas, que se oponen a las extractivas, las que surgen desde las organizaciones comunitarias y populares, desde las ciudadanías diversas; son acciones, rebeliones, propuestas y alternativas las que enfrentan la crisis desde abajo. Desde la misma década de los 90 el pueblo Ogoni, en Nigeria, se opone a Shell; el pueblo U´wa nos enseña que el petróleo es la sangre de la Tierra; aparece la iniciativa del Yasuní en Ecuador. Luego, en Alemania movimientos como “Ende Gelände” detienen proyectos de minas de lignito; a partir de resistencia no violenta se para la construcción del oleoducto Keystone XL y el paso de un oleoducto por las tierras sagradas de los Sioux en Standingrock. Y en Colombia, en el archipiélago de San Andrés y Providencia, comunidades raizales logran detener la explotación de petróleo costa-afuera, y hoy, comunidades y organizaciones articuladas a la Alianza Colombia Libre de Fracking luchamos en contra de la explotación de no convencionales para mantener
enterrados millones de barriles de petróleo; diferentes organizaciones nos oponemos a la minería de carbón y de metales;rechazamos la construcción de grandes represas, que además de inundar inmensas extensiones de bosques, emiten metano; a orillas del río Sinú, Asprocig, una organización de pescadores-campesinos-indígenas restaura kilómetros de bosques de galería donde resurge la vida; donde trabaja el Colectivo de Reservas Campesinas de Santander los montes profundizan sus raíces en territorios sobre explotados; las comunidades agroecológicas se expanden por todo el país renunciando a los tóxicos para regenerar suelos, para dar al alimento el lugar de mayor preponderancia.
Una transición con justicia ambiental
La propuesta de transición energética extractivista ilustra la preocupación de grandes corporaciones y grupos financieros por la falta de energía barata para mantener una tasa de ganancia creciente en un modelo de producción capitalista que debe siempre estar en aumento (Marx, 1975). La evidencia de que la energía fósil está llegando a su límite de extracción y que su explotación exacerba la crisis ha impulsado y acelerado las discusiones sobre la transición; una vez más la economía nos ha impuesto su agenda de discusión, de la que nos debemos liberar:
“si el capitalismo fósil ha definido lo que designamos por energía, entonces cuanto más dominante se haga el concepto, más desigualdad habrá. Interpretar las revueltas populares por la energía como si tan solo intentan lograr un reparto equitativo supone dejar fuera la mayor parte de lo importante de la política actual. Simplemente utilizar el término sin sentido crítico supone encubrir algunas de las cuestiones más importantes que hacen falta debatir. Esta es una de las razones por las que en lugar de hacer preguntas del tipo ¿cómo podemos financiar una transición energética? Podría ser más estratégico preguntarse primero ¿Es el mundo que está definido (en parte) por la energía el lugar por el que estamos luchando?” (Lohman, 2016).
La construcción de sociedades post petróleo de baja demanda de energía es una necesidad urgente, y solo podrá llevarse a cabo a partir de cambios radicales en nuestra manera de habitar y relacionarnos con la Tierra; a través de profundizar en consensos de equidad y de buen vivir: vida digna o buena vida. Muchas personas y organizaciones pensamos que el cambio no se hará por voluntad de los poderosos, que es nuestra tarea conseguirlo y construirlo, y que involucra tantas dimensiones que es necesario avanzar hacia ellas. Transitar. Debemos cambiar el sistema, y para eso nuestras tareas deben permitirnos soñar un nuevo mundo donde la creatividad, el arte, la solidaridad, la cooperación, las economías de liberación, el afecto, la salud, la vida misma, esté en el centro sin importar los costos, ¿O es que acaso la vida tiene precio? Desde hace muchas generaciones buscamos una vida digna, un buen vivir, un vivir sabroso, una vida que valga la pena ser vivida. Necesitamos desenvolver nuestras palabras, pensar cómo construir espacios y formas de emancipación. Formas de transformación.
La transición ambiental requiere fundamentalmente que:
• Entendamos que no es el planeta el que está en crisis: es el modelo de habitar, el sistema político y económico que tiene en riesgo la vida humana y no humana.
• Apreciemos la energía como un bien común producto de las condiciones ecológicas y el trabajo humano, no como una mercancía.
• Observemos como la energía se relaciona íntimamente con los entornos ecológicos en los que fluye, tanto por su generación, como en su consumo.
• Concibamos la energía como un elemento básico para la construcción de proyectos de vida regenerativos.
• El acceso a la energía sea controlado por las mismas comunidades en sistemas descentralizados de producción a través de proyectos democráticos y/o comunitarios que respeten los derechos de la naturaleza.
• La construyamos alrededor de un profundo cambio cultural que reduzca el consumo, a mucha distancia del discurso que nos habla de un mero cambio tecnológico.
• La soberanía energética, la soberanía alimentaria, la justicia climática y la justicia hídrica son articulaciones básicas.
• Es necesario cambiar las estructuras de dominación por instancias participativas, antipatriarcales, asamblearias y deliberativas, que sienten formas de convivencia y de reproducción de la vida a escalas sustentables.
• Acordemos que la perspectiva de la energía como bien común tiene implícito el respeto a los derechos territoriales, a los derechos de la naturaleza, a los derechos humanos con énfasis en las mujeres y los niños, al respeto por todas las formas de vida (Roa-Avendaño, Soler, & Aristizábal, 2018).
El sistema económico dominado por las transnacionales de las energías fósiles podrá respirar tranquilo mientras las propuestas que se planteen sean los “Bonos de carbono”, los “combustibles puente para la transición” (léase gas de “fracking”) y la geoingeniería; cuando, además, los directivos de sus corporaciones son invitados de honor, que participan de manera deliberativa en la cumbres (para citar el último caso, en la COP 25 de Madrid, que entre su lista de patrocinadores tenía a las españolas Endesa e Iberdrola que produjeron más del 10 % de las emisiones totales del estado español en 2018.). Al final serán las mismas razones vacuas, como “la falta de ambición, de voluntad política, de compromiso”, las que, según ellos, impiden el cambio y determinan nuestro destino.
Año tras año la atención de los gobiernos se centra en discusiones ininteligibles mientras la vida de los ecosistemas de los que dependemos todos, se extingue. Por eso reiteramos nuestro compromiso también hoy en medio de esta pandemia, como ha sido siempre, con la vida diversa en la Tierra, con la construcción de procesos comunitarios regenerativos que se opongan a las lógicas de un sistema económico que ha destruido todo a su paso. Seguiremos luchando por dejar los hidrocarburos en el subsuelo mientras transformamos nuestro deseo a los límites justos que nos muestran los flujos de energía en el planeta. Señalaremos al sistema económico capitalista y su destructivo metabolismo, que beneficia a una pequeña minoría, como el único causante de esta catástrofe. Seguiremos buscando construir relaciones donde quepamos todos y todas refundando nuestras prácticas cotidianas, desde la manera en que nos alimentamos hasta la que nos desplazamos, deseamos, y planificamos el futuro…
Lucharemos para construir un nuevo mundo en el que con prácticas regenerativas recuperemos la razón y el corazón, en lo que tanto insisten nuestros “hermanos mayores”: entendernos como iguales a los demás seres que habitamos la Tierra.
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Fuente: Transiciones.info