Mocase de equinoccio
"María me dijo, cuando todo terminó, que poder, política, soja, dólares, armas, van juntas, van de la mano, como la jueza con Mercado y su escopeta, y que la única que nos queda es resistir como Daniel, que hace poco le pegaron un tiro, y menos mal que uno, porque fueron como cinco los que pasaron cerca, digo, resistir como los Santillán, defender la tierra, su lugar, defender organizados, siendo Mocase. Todo esto me dijo María."
Cuando estuve en su mira, aterrado, me sorprendí pensando en el chivito rojo que devoré al mediodía. La escopeta tanteaba, buscaba cómplices, víctimas. La sujetaban unas manos quebradas, uñas lastimadas. Era una escopeta vieja, negra, calibre 22. En esos momentos, los que entendemos como los últimos minutos de vida, o segundos, nos podemos imaginar cientos de disparates: la última pelea con tu hermano, en la última novia, en los sueños truncados. Pero no, y no, nunca nos imaginaremos recordando la última comida del día. El chivito fue de lo mejor, sería injusto si no lo dijera, pero no sé sí para las circunstancias dadas, recordarlo fue lo más propio. Por eso. Me sorprendí.
Estaba a diez metros, tal vez menos. El tipo de la escopeta, loco de rabia. Seis personas detrás, guardaespaldas, armados también, algunos con machetes, otros con pistolas o diarios, no alcancé a distinguir.
Dos figuras me tapaban. Intentaban cubrirme, proteger al intruso. Sus cuerpos eran grandes, gastados. Se mantenían como ángeles santiagueños, eso me dijeron después: ‘fuimos tus ángeles de Santiago del Estero’ (lo de santiagueños me pareció mejor).
Lo cierto es que intentaba zafarme, y mi compañera también. No podíamos entender la situación, el desenlace, y menos los motivos; quiero decir, se trataba de una disputa por tierras, un par de hectáreas, todas llenas de quebracho colorado, que no es un detalle menor, pero de ahí a terminar a los tiros, matándonos como en las películas, eso era exagerado.
Como todo conflicto había dos partes, pensando en términos jurídicos. Pero acá no hay jurisprudencia ni justicia ni electricidad o agua. Sin embargo hay mucho, muchísimo. Acá en Santiago hay verdad (¡y hasta se puede ver!), y con eso alcanza, y sobra.
- Nosotros tenemos la verdad, la familia Santillán. - señala Daniel, militante del Mocase.- Somos nosotros los verdaderos dueños de la tierra, de nuestra pacha. Y es la misma verdad que tienen todas las familias campesinas, todas. Es la verdad que tiene el Mocase. – agrega preso de la impotencia más obvia.
En la disputa caímos mi compañera y yo, diría, casi de casualidad. Escribo casi porque no existe la casualidad. Habíamos llegado a Santiago apenas unos días atrás con la idea de conocer al Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase). Objetivo o propósito, pero no idea, explicaría María, la compañera que nombré, que es una combativa de fierro, de esas que uno admira y maneja un discurso politiquero de pe a pa, como si bailara. Pero vuelvo. La Intención era vivir su historia, descubrirla, porque ya la conocíamos (me refiero a la historia del Mocase), habíamos leído mucho sobre su organización y su trabajo.
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Me ofrecieron un viaje para conocer al Mocase, recuerdo que le dije a María, así, de sopetón.
Voy con vos, Jose, fue su respuesta. Tal vez haya sido otra. Tal vez me haya dicho ‘dejame acompañarte’, sin vacilaciones, sin grises, o ‘dejame acompañarte, José’, con acento e insistiendo en la última letra, porque a veces, para incomodar o cuando el tema lo pretende (esto último pasa poco, es más, no pasa en realidad) volvemos a llamarnos por nuestros nombres completos, olvidándonos de los apodos y ni hablar de los más cursis.
Cuando llegamos a Quimilí (allí se ubica la central más importante del movimiento) nunca nos hubiésemos imaginado lo que pasó aquel domingo, nuestro destino. Con María y cientos de personas más, de distintos países como Cuba, México, Chile, España, Francia, Austria, Estados Unidos, Brasil, Colombia, y de diferentes provincias del país, en su gran mayoría cordobeses, nos formamos en las bases teóricas y prácticas que nuclea el movimiento. Adquirí, como podrán darse cuenta, un lenguaje político, un discurso, preferimos decir. Nos relacionamos con su escuela de formación, la escuela de agro-ecología, porque para las siete mil familias que componen el movimiento, la educación es el pilar fundamental de cualquier proyecto. También observamos otras instancias. Es así como ahora puedo decir, mientras escribo, que la Universidad Campesina, ubicada al sur de la provincia, en la localidad de Ojo de Agua, está por terminar de construirse gracias a la participación de numerosas manos y organizaciones de todo el mundo, “del esfuerzo de muchos”, añade Ángel, referente del Mocase. “Porque la lucha por la tierra es universal, como lo es la defensa por una soberanía alimentaria, por la salud de los pueblos”, grita alguno por altoparlante desde lejos. Su voz llega fina y clara como la lluvia, y sin embargo sacude.
Las cenas y almuerzos eran multitudinarios. Nos repartíamos entre todos (y todas) las tareas: no había preferencias ni distracciones. Juro que nadie quiso o pudo hacerse el distendido, olvidar su rol programado, sea extranjero o argentino, integrante o no del Mocase, todos trabajamos a la par.
La idea era pasar una semana en Quimilí y después viajar hacia alguna de las ocho centrales restantes. Allá todo sería distinto: una familia nos hospedaría, nos daría para comer, dormir, aprender, todo en una semana. Estaremos con una de las siete mil familias, vos y algún compañero elegido por la suerte, me dijo un estudiante de agronomía al pensar en el futuro. Rogaba para que el sorteo decida viajar con alguna mujer, y en su defecto con María. Había muchas mujeres. En total dos semanas. Pero para eso faltaba. Mientras había baile, fogón, charlas madrugadoras, alguna que otra cervecita (esto último a las escondidas), lecturas, reuniones, mates y bizcochos, todo un lujo, había caminatas, algunas interminables, tanto que la gente parecía perderse o esconderse, pozos, abejas, lecturas, Rodolfo Kusch, algunos besos por allá, en los arbustos, parejas tímidas, otras no tanto: pienso en el correntino con la francesa, abrazos, chistes, risas, muchas risas -éramos tipos muy alegres, todo era felicidad en Santiago-, caricias, poca agua pero sí muchas lágrimas, Evita, fútbol, polvo, de tierra o mugre o flores, o una mezcla de ambas cosas, langostas de seis centímetros, ¡increíbles!, cactus (y pinches, por ejemplo estuve dos días con la mano que parecía un guante rojo, esos fosforescentes que usan para lavar platos), dulces de durazno, miel, guitarras, seis guitarras para ser preciso, calor de día, camperas de noche, Raly Barrionuevo, mandarinas y bananas y naranjas, poetas o poemas, pero no los dos juntos, había trovadores y un grupo musical, creo que de murga, yoga, siempre a la mañana, temprano, antes de cualquier actividad, lecturas, masajes, percusión, cuchetas, mate cocido sin azúcar, platos rotos, algún que otro corte, poca sangre por suerte, clases de francés, siempre con francesas, se imaginarán, había arañas, y de a montones, pegadas, porque descubrimos (fuimos varios, cerca de quince, no exagero) que las arañas van de a muchas, como manada, como las hormigas, o por lo menos cuando alguna muere o se lastima. No había hormigas.
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En la primer semana me corrigieron algunas cosas, a todos en verdad. Detalles. No por malicia, al menos espero creer, pero sí por necesidad, “para no pasar momentos de mierda”. Hay códigos que tenemos que respetar cuando visitemos la familia que nos toque, decían los coordinadores, si es que eran coordinadores. Sinceramente no presté atención a semejante estupidez. Fue lo mejor. En la segunda semana, cuando ya convivíamos con una de las familias, las reglas no importaron, manejábamos las mismas costumbres o cuando menos parecidas. Me explico. Hay hábitos universales, que no requieren siquiera compartir un mismo lenguaje. En este caso, todos, familias y nosotros (con nosotros me refiero a mí y al resto de los pasantes. Y con pasantes me refiero mí y al resto de las personas que participaron del encuentro con el Mocase. Importante es agregar que desde el movimiento, quiero decir que es su decisión, una vez por año, en invierno, cuando no llueve en Santiago, se abren las puertas para conocerlos. Esto no es literal, porque las puertas de las centrales siempre están abiertas y uno puede ir y preguntar y conocer acerca del Mocase. A lo que voy. Esta práctica (no me gusta la palabra) se la conoce como pasantía, y va dirigida a estudiantes, docentes, panaderos o farmacéuticos o cualquier persona interesada en saber un poco más de una comunidad o colectivo, muy organizado, de prestigio mundial y sobretodo latinoamericano. Hablo del Movimiento Campesino de Santiago del Estero. A eso apunto con ‘nosotros’: para el Mocase éramos pasantes.), bueno, nosotros y las familias hablábamos el mismo idioma, salvo extranjeros, pero que en su mayoría conocían, aunque de pasada, el castellano. Lo aclaro, me gusta aclarar. Entonces lo que nos dijeron no sirvió. Pensaron que no íbamos a entendernos, porque advertirnos sobre las comidas, sobre cómo se sirve la mesa o comen las familias, etcétera, fue demasiado. Ya termino. Por suerte nada de esto pasó. Con los Santillán, una familia increíble, formada por catorce hermanos, nos sentimos bárbaro, hasta terminamos a los mocos cuando tuvimos que partir, cuando supuestamente terminó la ‘pasantía’. ¿Se entiende lo de pasantía, no?
Un jueves, me acuerdo porque justo era el cumpleaños de María, los compañeros del Mocase (acá y allá somos todos compañeros, palabra que nada tiene que ver con el peronismo o por lo menos en el contexto del qué les hablo) nos mostraron las consecuencias que el modelo agroexportador argentino y mundial deja en las poblaciones más cercanas al campo, objeto de mercancía. Todo se resume a una palabra: muerte. Vi fotos demoledoras, de malformaciones en chicos y adultos. Fichas clínicas cancerosas, números que espantaban y espantan todavía, que dejaban preguntas pero no respuestas, perdón, pero era así.
- Los efectos que existe en el clima de Santiago a raíz de los infinitos desmontes que se llevan a cabo, todos con el consentimiento del gobierno provincial, son monstruosos. - Según Jaime, quien hablaba hasta recién y forma parte del movimiento, y estadísticas que debe dar algún organismo público o privado, esto lo supongo, los vientos, ante la absurda ausencia de los árboles, se multiplicaron por tres (no recuerdo sí era por cinco). El desmonte es una actividad que aplican los productores sojeros. Parecido al veneno. Se necesita tierra, mucha tierra, y los árboles, en su mayoría quebracho colorado, son un molestia, como el Mocase.
- Luego, cuando todo está listo, cuando no queda nada, ni vida y aire, y las topadoras que cargan muerte - (acá Jaime nos contó la historia de una que se llevó por encima a Sandra Juárez, campesina que defendía el derecho a una vivienda, que ni digna se discute, sólo quería una, una parar dormir, y que por lo tanto se negó abandonar su casa) -regresan a sus empresas para fichar, el productor puede empezar: primero echa las semillas transgénicas, luego riega, no hace falta agregar que todo lo hacen máquinas, y termina el procedimiento, esta es la mejor parte, rociando el lugar de tóxicos, de atentados.
Habitualmente, el asunto, por llamarlo de una manera muy suave, se ejecuta desde el aire con avionetas Cessna o Pilatus. Es común ver estos riegos por acá, en Santiago, o allá, en tierras cordobesas, entrerrianas, en la provincia de Buenos Aires. Su rocío es catastrófico. En Córdoba, por ejemplo, en el Barrio Ituzaingó Anexo, el número de abortos espontáneos trepó a cifras grotescas, y su población, cerca de seis mil habitantes, tiene el índice de muertes por cáncer más alto del país, 33%.
Se trata de un modelo agroexportador que deja ganancias de ocho cifras, difícil de erradicar. Un programa que tiene al glifosato como bandera representativa. Escuché que este herbicida es el orgasmo de muchos productores, al punto de llegar a consumir anualmente, sólo en Argentina, más de 200 millones de litros. ¿Cuál es el beneficio que dicen tener? El glifosato, también conocido como Roundup, “mata las malas hierbas”. (Ese fue o es su slogan de campaña). Un productor sojero, previa puesta a punto del terreno, es decir previo desmonte, previo exterminio de las economías locales, siembra las ‘buenas’ hierbas, las que crecen, las que empresas transnacionales como Monsanto o Cargill (por nombrar dos) se encargan de manipular genéticamente para resistir plagas y, sobretodo, resistir al glifosato. En otras palabras, este herbicida mata todo menos un tipo de semilla, creada justamente por los responsables del glifosato. El negocio es redondo. No importan los daños al sistema nervioso, y menos las insuficiencias respiratorias, todas comprobables. No importa la violación a los derechos humanos elementales, como el derecho a vivir en un ambiente sano, a la vida, el derecho a la salud. No importa que año tras año la superficie sembrada con soja transgénica vaya en aumento (actualmente nos enorgullecemos de las 18 millones de hectáreas), como en una carrera que termina cuando los mismos participantes descubren que nadan en mierda blanca, resultado del hígado destruido de tanto glifosato en el aire o en las comidas.
No pude tomar dimensión de las cosas, de lo que veía y oía. Es que en Buenos Aires uno poco y nada se entera de cosas por fuera de algún choque de trenes o concursos de famosos bailando, y de golpe, pasar a esto, a una nueva y amarga realidad fue mucho. Tuve ganas de ahogarme en algún río, de vergüenza nomás.
El resto de la primer semana terminó sin sobresaltos.
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- Ojalá me toque con algún chico simpático como vos – recuerdo que me dijo Ana, una chica de Temperley, macanuda. Supuse que se refería a la segunda semana, cuando comenzábamos a convivir en una de las miles de casas que tiene el movimiento. Sospeché, además, que Ana tenía ganas de estar conmigo, dormir alguna noche juntos. La idea me gustó.
Pero como adelanté (siempre hay peros), finalmente el azar prefirió que María y yo siguiésemos juntos. Desconozco si ella habló con algún organizador o militante del Mocase; sí estoy convencido que las designaciones fueron a dedo.
Nos trasladamos en un micro destartalado. La familia que me habría de alojar se ubicaba en el departamento de Copo, bien al norte de Santiago, en la localidad de Monte Quemado, pegada a la provincia del Chaco. Santiago del Estero está dividida en 27 departamentos. Estábamos tan ansiosos por llegar que si bien el viaje fue duro, incómodo, nosotros la pasamos como en la cancha, con cantos, chistes y empujones. Tras ocho horas de viaje, que parecieron tres o a lo sumo cinco, más no, desembarcamos en Copo; digo desembarcamos porque el colectivo parecía revolverse en el océano, y hasta más de una o uno vomitó. El trayecto fue de noche, cortando la madrugada, y no dormimos nada, y tampoco sueño teníamos. Fuimos cerca de setenta, la mitad con destinos diferentes.
Al llegar a la plaza principal de Monte Quemado, la Flaca, la mayor de los Santillán, nos esperaba con su hijo, el Cebolla. Él era quien manejaba la camioneta que nos cargó al monte, a su casa, instalada a unos noventa kilómetros del lugar.
En el Sarmiento, así se llamaba el campo, hicimos de todo. Se trataba de una familia militante, resistente, que para esos momentos se encontraba en medio de una pelea por tierras. Resumiendo. Los Santillán viven allá desde que tienen memoria, son tierras de los padres de sus abuelos, quiero decir, terrenos de cinco generaciones. No tienen escrituras ni papeles que certifiquen esto, tampoco las necesitan. Para ellos la tierra es suya como también lo son sus piernas o los dedos, son principios naturales, que incluso responden a leyes de la naturaleza. La dificultad aparece cuando el primer vivo hace su acto de presencia, y generalmente son de afuera, extranjeros, o políticos de derecha. Estos deciden comprar terrenos fiscales (así le llaman a las tierras de pueblos o comunidades originarias), y el Estado las vende, y entonces hay conflicto de intereses, un conflicto de clases, y todo termina yéndose al carajo, como la tarde del domingo de julio o agosto del año corriente.
Pero antes algunas cositas. Los Santillán sabían y nos contaron (me contaron, María amamantaba un cabrito recién nacido), que la Argentina es el tercer productor mundial de transgénicos, detrás de Estados Unidos y Brasil. Otra más. El monocultivo sojero, además de arruinar la soberanía alimentaria y la biodiversidad, fruto de la represión parapolicial que comete frente a quienes se oponen, hace menos de un año se cargó con Cristian Ferreyra. Una más. En los noventa, nuestro país, y cuando lo pienso se me infla el pecho, y no es orgullo quiero creer, fue el primero en nuestro continente en legalizar el cultivo de soja transgénica. La última, lo prometo. El Mocase es una de las ochenta organizaciones campesinas e indígenas que componen la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC), cuyo surgimiento, en 1994, se da en una “Campaña Continental 500 años de Resistencia Indígena, Negra y Popular”. El Mocase tiene más de 25 años de vida y nace en 1990, en agosto, obra de la organización de miles de familias que se opusieron a los desalojos por parte de terratenientes, que allá por la última dictadura y fines de los ’80 compraron a precios de risa (doscientos dólares la hectárea, algo así) sus respectivas tierras.
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Domingo. Camino a los hornos de leña Daniel, Cebolla, Antón, todos Santillán, María y yo, de distinto apellido, claro, nos topamos con una camioneta celeste y blanca, bien patriótica, pensé en el momento (delirios de panza llena), que manejaba ‘el cordobés’. Él era uno de los falsos propietarios del lugar. El más agresivo, me contó horas más tarde Daniel. La idea era buscar leña para el fuego de la noche. Si eran las cinco no estoy seguro, sí que fue después del chivito y antes de la cena, antes que nos abrace la noche. Era la tarde, lo que se dice la tarde. Daniel nos pide que esperemos atrás, que cuidara de María, dijo dando un paso adelante. La camioneta paró. Bajaron siete personas, la que manejaba con escopeta, las otras armadas también. Había una mujer con ellos, de rulos negros o castaños. Empezaron a gritarnos. Nos amenazaron. El gordo de escopeta le preguntó a Daniel por qué cortaron su alambre, por qué tiraron sus postes. Daniel, que es un tipo duro, de esos que no se achican, que si hay pelea, pelea habrá, le gritó que son sus tierras, las tierras de mi familia, las tierras de la familia Santillán (qué huevos los de este Daniel). El tipo se acerca. El tipo se llama Mercado, y nació en Córdoba. Ahí es cuando el tiempo se fractura, el presente confunde al pasado, el tiempo se detiene o parecía detenerse. Silencio. Hasta los pájaros callaron. Daniel da un nuevo paso. Mercado y él están a unos dedos de distancia. La escopeta perdió la costumbre de apuntar (¿perro que ladra no muerde?), Daniel lo empuja, le ordena que se vaya, ¡qué me importa un carajo los papeles!, y la señora que parecía asustada, como a punto de llorar, grita que es una jueza de no sé qué juzgado o tribunal, que los van a echar a todos, y que acá (en esta parte Ibáñez, creo que ese era su nombre o apellido, señala al piso con un dedo lleno de oro) no va a quedar nada, sólo soja, y máquinas, y ustedes se van a tener que ir, y me importa un carajo dónde, a nadie le importa, gritó fuera de sí. Su tono era muy agudo, de flauta, insoportable.
María me dijo, cuando todo terminó, que poder, política, soja, dólares, armas, van juntas, van de la mano, como la jueza con Mercado y su escopeta, y que la única que nos queda es resistir como Daniel, que hace poco le pegaron un tiro, y menos mal que uno, porque fueron como cinco los que pasaron cerca, digo, resistir como los Santillán, defender la tierra, su lugar, defender organizados, siendo Mocase. Todo esto me dijo María.
El chivito más tarde fue diarrea.
Por José Llambías