México: ¿Un sojuzgamiento de la justicia?
Hay gente que parece olvidar que en los núcleos agrarios comunales y ejidales de México vive la memoria histórica de la Revolución mexicana. También sigue viva la memoria de lo comunal, el impulso de fortalecernos y entender mutuamente. México entonces es casi único en el mundo pues la mitad de su territorio nacional sigue siendo, orgullosamente, propiedad social.
Es decir tierras compartidas, “comunitarias”, bajo la forma de ejidos o comunidades agrarias, que suman (de acuerdo a Ana de Ita) “casi 106 millones de hectáreas (algo semejante a Francia y España juntas) de un territorio mexicano de 200 millones de hectáreas”.*
Tras sufrir una antirreforma constitucional que en 1992 buscó privatizar la tierra y pese a sufrir el proceso de hostigamiento gubernamental conocido como Procede (dedicado a promover la certificación individual de parcelas con miras a adquirir su “dominio pleno” y titular parcelas como propiedad privada destruyendo los núcleos comunales o ejidales originales), “el número de ejidos y comunidades aumentó en mil 535 y la extensión de la propiedad social pasó de 103 millones 200 mil hectáreas a 105 millones 900 mil hectáreas”.*
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Eso no podía quedarse así. Estamos ante un embate generalizado por despojar a las comunidades y ejidos de sus tierras (territorios) y erradicar a quienes ejercían la vida en esas tierras como campesinos sembradores de alimentos.
Las grandes corporaciones no están dispuestas a permitir que todos esos núcleos agrarios “comunitarios” se interpongan en el camino de predar sus recursos, mediante el extractivismo minero, petrolero, acuífero o eólico. Mediante enormes monocultivos industriales de materias primas destinadas a producir comida procesada para animales, automóviles o humanos, o de alimentos hortícola-industriales (como señala Andrés Barreda), con el aprovechamiento esclavo de una mano de obra, despojada, deshabilitada, precarizada, expulsada, a la que no le queda otra que alquilarse para sobrevivir en las peores condiciones.
Y las peores condiciones son lo que buscan esas grandes corporaciones con el auxilio de instrumentos muy a modo para sojuzgar cualquier elemento del derecho, de los derechos, de las leyes y la justicia; en aras de hacer prevalecer los intereses económicos de sectores muy selectos de la sociedad mundial. Esos instrumentos son los tratados de libre comercio, que funcionan como candados que impiden que la población cuestione jurídicamente los designios de políticas públicas que se han recrudecido tratado tras tratado, mientras se abre un margen para que tales corporaciones operen a su antojo.
La firma del Acuerdo Trans-Pacífico y de toda la batería de acuerdos comerciales, inversión y asistencia que México sigue firmando alegremente incrementan el riesgo de estas desigualdades “legales” al incluir, además, perversos mecanismos de arbitraje de disputas entre inversionistas y el Estado (que implican privilegiar los intereses corporativos protegiéndolos mediante tribunales privados, paralelos a los que operan a nivel nacional o internacional, si las corporaciones son afectadas por políticas públicas de los Estados) [ver bilaterals.org].
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Dice la sentencia final del capítulo México del Tribunal Permanente de los Pueblos: “Los tratados de libre comercio forman parte de un entramado jurídico-político de dominación. […] Es crucial comprender que los tratados de libre comercio y las otras instituciones neoliberales no están diseñadas para promover el bien social [..] Son acuerdos que elevan el estatus legal de los grandes inversionistas y simultáneamente vinculan el poder económico del Estado a sus intereses, a la par que erosionan el compromiso y las opciones de los Estados nacionales para proteger a la ciudadanía. Un propósito central de estos tratados comerciales ha sido desarmar a los pueblos despojándolos de las herramientas de identificación, expresión, resistencia y capacidad transformativa que puede brindarles la soberanía nacional y la existencia de un Estado legítimo. En el caso de México, el desarme del Estado frente a los intereses corporativos internacionales ha adquirido características trágicas. La amputación de la soberanía económica comenzó hace mucho, a través de diversos mecanismos […] ”.
En el caso de la tierra, de los territorios campesinos indígenas, el acaparamiento de tierras implica un despojo, pero no sólo de la tierra, sino de la vida que tiene una relación con esa tierra. Cualquier acaparamiento implica una devastación de los saberes locales, de los tejidos sociales que hacían posible una subsistencia sustentable y una reproducción plena de las poblaciones que pierden sus tierras (sus territorios). El acaparamiento implica también la imposición y expansión del sistema industrial agrícola y de los diversos modos de extraer riquezas de los territorios acaparados; implica una pérdida de la soberanía nacional, la desterritorialización de los pueblos, de la gente, de los individuos. Implica migración, y puede implicar dislocación de cultivos y por tanto de la economía, lo que contribuye al borroneo de los Estados y de su aparato jurídico en ciertos rubros concretos pero cada vez más extendidos. Los acaparadores esperan que los gobiernos que entregan, venden o arriendan tierras repriman, de ser necesario, en nombre de los consorcios o los países extranjeros acaparadores.
Con el flamante Acuerdo Trans-Pacífico las fronteras nacionales perderán sentido porque se reconfigurarán de continuo los límites agrarios y porque las estructuras del Estado sirven a los mandones de fuera, al entregar las bases materiales de la subsistencia pero también los controles para operar estructuras jurídico-administrativo-logísticas contrarias a lo que los pueblos y las comunidades anhelan.
Por Ramón Vera - Editor, investigador independiente y acompañante de comunidades para la defensa de sus territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma parte de equipo Ojarasca y Grain
Fuente: Desinformémonos